Foto Agustina Rúa
Algún día de 2002 o de 2003.
Me acuerdo de los tonos en blanco y negro. Me acuerdo de las revistas colgando en el frente y, sobre todo, en hileras ordenadas detrás del vidrio en el puesto de diarios y revistas en el andén del subte C, en Constitución. Me acuerdo que me las quedaba mirando y que cada tanto compraba alguna. Me acuerdo una portada con un rostro de un chabón con anteojos de marco grueso que me llamaba la atención. Me acuerdo, también, que varias veces en esos meses, me demoraban, a la salida de la estación, porque todavía tenía muy pegado el uniforme barrial y no me creían que iba a estudiar (como esa vez que un pintor llevando una escalera, al lado de otro que tenía un tacho, giró y mandó: “Policía” y mientras amagaba a tirarle una sonrisa peló un carné que decía narcóticos y me pidió documentos y me revisó toda la mochila y corte me re verdugueo. No tenía ni una tuquita. Era aún esa temporada que había que arrancar y descartar (o diluir en la forma ciudadana que se estaba amasando) todo el repulgue conurbano que había quedado adherido al centro de la Capital.
Algún día de 2018.
Me acuerdo que estamos con un amigo a unos metros del puesto de diario, del lado de acá del andén del subte C, ahí donde las dos filitas de molinete arman una ele que no deja escapatoria. Me acuerdo que moví el molinete y pasé con la impunidad creada en aquellos años del primer me acuerdo. El subte y el tren casi no se pagaban, el bondi -siempre con respeto y nunca de cheto- si se podía se careteaba y así se viajaba (a estudiar y/o laburar). Esa memoria se hizo automatismo y se quedó. A mi amigo lo ficha un empleado de seguridad y le tira un: “Paga, laucha, como hacen todos”. Teníamos la SUBE cargada, pero pasamos colados por costumbre nomás. El empleado lo aplicó de manera quirúrgica. Sabía sobre qué sensibilidad caería la boqueada. Que al toque se iba a hacer karaoke. Y entonces le tiró la cancha encima.
Algún día de 2024.
A unos metros del puesto de diario, del lado de acá del andén del subte C, ahí donde las dos filitas de molinete armen una ele que no deja escapatoria, aterrizaron unos tipos de negro que te aplican un terrible cagazo físico solo parándose ahí como estatuas. Iba a decir que tienen el rostro de Van Damme, pero no. Porque entre los stickers y los recuerdos de las películas les estaría poniendo un poco de alma y de onda. Estos ni ahí. Un vago se quiere mandar de una y lo miran y se da vuelta y se va solito. Otro vago no se quiere mandar de una y les habla con respeto. Les avisa que no pudo cargar la SUBE. Que si por favor lo dejan pasar. Que va a laburar. Que no se intentó colar. Apenas moviendo la comisura de los labios hacen un casi imperceptible gesto de negación que se pierden en esas cabezotas sin cuello. El vago putea, pero no los putea. Levanta la mano agitada y la estaba tirando, la puteada, pero la deja en el aire, la suspende: la revolea como una boleadora, pero después la guarda y se da vuelta hecho mierda. Me acuerdo de la escena del “laucha” a mi amigo y de que con esos empleados de seguridad se podía hablar (incluso con los tipos Porno Nazi look que con los borcegos y en poronga desfilaban por los vagones y te acomodaban las patitas en el asiento. Quedaba un chat abierto, incluso si te mandaban respuestas de bot, hasta cada tanto encontrabas algún conocido enrolado). A estos tipos, con esa mirada impávida y blindada, no te podes ni acercar. Me acuerdo de la escena del Diego con Castrili.
Tengo ganas de decirle al vago, aunque no sé cómo se llama: “Armando, no te va a contestar”. Y que él responda: “¡Si no me contesta es un botón!” Otro día. Misma escenografía. Una flaca, con su coreografía, hace magia social. Inventa una gambeta. Hace pasar por debajo del molinete a la hija. Una vez que pasó, ella se va a mandar y salta una doña de seguridad que la recontraputea. Pienso: al menos, de nuevo, una gradualista o dialoguista. La flaca improvisa y se manda el show: “Entonces vas a dejar a la nena sola, eh. Te vas a hacer cargo vos, eh. Vas a dejarla sin la madre, eh. No sos madre vos, eh”. Se la pudre y la señora se queda en el molde. La cara se le pone bordó y por la vena del cuello parece que estuviera circulándole una serpiente. Traga una saliva espesa como plomo y la hace pasar.
Algún sábado de 2024.
Estamos haciendo un programa de radio sobre los viajes laburantes y pasamos un videíto en el que Polo entrevista a Ciro de Los Piojos. Se llama “El surf de los pobres”. Es un videíto noventoso, con el movimiento del VHS, con el ATC visible. Esas joshitas que cada tanto te regala Bar YouTube. Una crónica audiovisual de aquellos años. Se narra la experiencia de viajar en el San Martín. Me acuerdo de “Polo, el buscador”, el libro que escribió Nacho Portela y Hugo Montero. Creo que también estaba en la colección cuadernos en la vidriera del puesto de diarios. Hablamos en el programa de la necesidad de hacer crónicas de los realismos populares en disputa (y que ya saturaron demasiado las crónicas desde Narnia: las crónicas Narnianas). Crónicas que intenten poner el punto de vista entre la desnaturalización justa y la aceptación necesaria de la realidad efectiva y afectiva de las mayorías populares. Crónicas del ajuste brutal y de los pulmones libidinales por dónde respirar.
Un jueves de comienzos de 2024.
Entra una luz naranja y barre las caras mañaneras del vagón. El tren se desplaza a ritmo humano. Cuando se detiene por completo el stop ni sobresalta. Una señora se lo pregunta para ella, pero estamos tan apretados que los globitos de diálogo se superponen: “¿Por qué para a cada rato?”. Un muchacho dice que eso habría que preguntárselo a los chinos. Otro arriesga que nos tocó un maquinista que le gusta mucho mirar los paisajes entonces cuelga frenando y sacando fotos. Salen de las bocas, y se pierden en el techo, algunas risitas y varias muecas de sonrisa las intentan acompañar. “Ya estoy podrido. Todos los días lo mismo, boludo”, dice un flaquito intuyendo lo que hay detrás del verdugueo lento de las nuevas frecuencias. “Y Yoni”, responde el amigo. Siguiendo la musiquita pegadiza una flaca acota: “Yo ya soy la famosa Yani: Ya ni me molesta. Al menos no me van a salir tantas canas”. Se juntan arriba un enjambre de risas más audibles, pero caen y se hacen silencio en los cuerpos. Apenas se escucha un glu que nos vuelve a meter para adentro y nos devuelve el rostro serio.
Varios días más adelante en 2024.
En el subte C, pero antes en el vagón del Roca o el otro día en un bondi a Varela (todos viajes en hora pico, todos viajes menos apretados) encontrás, cada tanto, alguien perdido que lee en papel. Entre cabezazos o clavadas de mentón en pecho y siestas profundas; entre miradas entusiastas o exhaustas a la pantalla; entre los que pueden fugarse mirando por la ventanilla, alguien que lee en papel sobresale: una biblia por allá, un Poder del ahora por acá, un Tratar de estar mejor en el fondo. No, eso era una canción. Pero el libro se llamaba parecido. Más allá de las impresiones rápidas sobre cuánto y qué se lee, lo cierto es que hasta quienes lo hacemos con regularidad, y nos preparamos para leer en cualquier contexto, decimos, cada vez más, que nos cuesta banda leer. Que te toman corrientes de ansiedad. Que te secuestran y dispersan. Que cuesta sostener una atención mínima. Que son las puestas en abismo, literales (y no las de la literatura). Las que te sacan de la hoja y te hacen temblar mostrándote alguna escenita de la precariedad. Nos quejamos, pero seguimos intentando. Casi sin poder ponernos en modo avión. O sí. Modo avión de guerra; ametrallado y volando con el tanquecito titilando por falta de combustible. Lectura y escritura distraída por quilombificación de la vida. Pero lectura y escritura orgánica: viva. Pienso que si seguimos intentado es porque si bien siempre que se escribe se miente un poco o mucho (escritura de ficción o de no ficción, en este punto da igual: toda escritura hace una ficción de lo real). hay una verdad inexorable de la que ningún acto de escritura puede rajar: escribir es siempre hacerlo sobre una verdad social y biológica anterior.
Escribir implica replegarte en una soledad muchas veces inquietante y desolada (incluso si escribís para intervenir: el momento de estirar el brazo para aumentar la fuerza de la flecha es siempre solos y de noches, o de día anochecido, de persianas bajas). Te pones a escribir y un toque te guardas (intentando no guardarte bien, porque viste que después no te acordás dónde te dejaste y ya no podés volver a encontrarte). Escribís y en ese alejarse flasheas que el mundo te va a esperar como un chofer piola cuando estás llegando corriendo a la parada. Pero no, che. El mundo, el que te rodea y el más alejado, continuaron a su velocidad. Pero, además de esa verdad de la escritura verificada en sus vueltos sociales, está la verdad biológica: escribir es un acto de seriedad biológica. Escribir cuesta vida. Cuartito propio, pero sino tiempito propio, y te vas descuidando y el cuerpo se va machucando; los órganos chillando mal acomodados en la silla y con los auriculares al mango, mientras sentado tocas el teclado. Pero sale, de esas verdades, una criatura que vive (aun si grita como si estuviese abandonada). Ahí, después de bancarte esas verdades, lees (recordás) que escribís para intentar “conmover a quien no conoces”, como diría Indio o para “romper el aislamiento” como diría Walsh. Ahí, mientras aún salís de la bruma de la indiferencia, te rescatas que escribir implica, de manera profunda, estar dispuesto a perder. Y mientras tanto, con esa cicatriz de lo que se perdió bien visible, te encontrás y armas una cabida con un colectivo editorial que sabe que publicar también es perder. Y te alegras porque te acordes de lo que te habías olvidado: que primero escribiste para respirar. Nunca sabes bien qué vale la pena y la perdida (preferís no valorizar algo tan vital, sería casi como querer vender órganos). Anda a saber. O anda a leer y decime si sí o si no. De esa pregunta impotente solo pueden sacarte quienes te leen. Escritura no retornable. Aunque te pidan, con insistencia, el envase.
Y ahora que el ajuste criminal se morfa hasta las antiguas grietas gorilas (ni zapatillas, ni libros; ni alimentos, ni medicamentos). Estamos acá festejando el aniversario de Sudestada y festejando entonces todas las ganadas que no se olvidan lo que perdieron. Festejando y apostando porque leer y escribir y publicar no sea privilegio de descansados, salvados, acomodados y dolarizados. Festejando y apostando porque sigan existiendo publicaciones que chisten y llamen, desde una pantalla o una vidriera, desde cualquier lugar en cualquier ciudad, a quienes empiezan a tener esa inquietud y esa curiosidad que una vez que te mordió no te suelta más.