Querido Sur,
Hoy quisiera no tener que escribirte, pero he asumido el compromiso de enviarte noticias una vez por semana para que no me extrañaras tanto. No sé si así funciona la amistad, quién podría decirlo, pero en el acto de sentarme a decirte, un poco me digo a mí mismo y en cualquier caso, algo de utilidad habré de arrancarle a esta escritura cronometrada, ¡calendarizada! Me exijo aquello de lo que pretendo despojarme para ver si soy tan valiente de llevarme la contra. Es que verás, querido Sur, me he propuesto hace tiempo la fantasía de ser lo más desobediente posible y tanto es así, que a veces acabo desobedeciéndome a mí mismo, como si yo no fuera yo sino más bien la esperanza de la obediencia latiendo en lo más profundo de mi psiquis escolarizada.
Lo cierto es que me siento a escribirte y me embarga la sensación más terrible que puede presentársele a quien lleva adelante este oficio: pensar que a vos no te interesa nada de lo que tenga para decir. Conozco de memoria esta alucinación, incluso he querido aconsejar a otrxs sobre los modos más racionales de afrontarla. Esta proyección de invisibilidad es más común de lo que se piensa y una especie de plaga para la escritura, lo que los trips al cannabis o las orugas al girasol. Empieza por un sentimiento pequeño, como si a uno le faltara una parte interna, como si no tuviera estómago o bazo o tripas. El hueco se va haciendo un poco más grande cada día, pero por dentro nomás, y es como si en el propio cuerpo ya no hubiera la cantidad necesaria de uno mismo para reproducirse autoralmente, como si no salieran las palabras o mejor dicho, como si las palabras salieran ya sin gracia, opacas, como pajaritos muertos.
Lo primero que se evidencia en la proyección de invisibilidad es la falta de astucia para el decir, oficio que a una la ha llevado a tanto lugares y motivo por el cual le han felicitado tantas veces, y que ahora pareciera extinto, seco para siempre. Es como olvidarte del ritmo de una canción que te gusta mucho e intentar tararearlo y que te salgan sonidos que no son ni música ni palabras, sino más bien gruñidos, como escombros de un hechizo.
Después de la falta de astucia para el decir aparece la falta de voluntad para seguir diciendo, la extinción más plena del asombro, como la cara que ponen los nenes cuando se enteran de que los Reyes Magos no existen. Es como agarrar la palabra curiosidad y pintarla de gris, como el momento del juego que sentís que ya no te estás divirtiendo tanto, como las primeras gotas de lluvia sobre el mantel de un picnic.
Ante la extinción del asombro viene, entonces, la tercera parte, la invisibilidad con todas sus letras, que no es otra cosa que borrar lo dicho, hasta la última coma, dejar otra vez la hoja de Word en blanco con la convicción de que en ese vacío hay más contenido que en nuestras tímidas palabras; o abollar el papel y jugar a encestarlo en el tacho, siempre errando, como para que la frustración sea plena y el suspiro que sobrevenga sea lo más triste posible.
Escribir es un acto de fe en la propia imaginación y supongo que la fe no es algo que se tenga todo el tiempo encima. Como autorxs deberemos aprender a lidiar amable y constantemente con la idea de que no siempre hay algo para decir, aunque siempre haya algo para expresar, y ese es el consejo que puedo darle a quien quiera oírme. La proyección de invisibilidad, este paso previo al bloqueo, es una oportunidad para revisar lo que se ha venido diciendo, pero también los libros y autores que hemos escogido, la ficción que consumimos. No hay autoría sin un ejercicio previo de curiosidad. ¿Hace cuánto que no voy en busca del asombro? ¿Hace cuánto que el asombro no me encuentra? El que no se asombra no abre la boca, me digo. Cuando me preguntan qué hacer cuando no salen las palabras siempre digo lo mismo: escriban una carta. Las cartas son la ficción más próxima a nuestras pocas certezas.
Buenas noches,
Juan.