José Portogalo es uno de los secretos de la literatura argentina que aguarda, con paciencia, ser redescubierto. Nació en 1904 en Italia pero a los 4 años emigró hacia la Argentina. Fue lustrabotas, vendedor de diarios, florista, pintor, portero, vendedor de pescado, entre otros oficios. Sus jóvenes manos ya acostumbradas a pasar del trajín cotidiano al trazo de la poesía miraban el alrededor, sostenían el barrio para hacerlo carne y expresarlo de la forma más pura posible. Así, crudos y bellos los versos de su pluma salen, líricos, punzantes, de la calle al libro y de nuevo del libro a la calle, como si la mano del poeta no interviniera más que para redireccionar esas imágenes a donde pertenecen: la realidad. Tal vez tomando como consigna la frase que le gustaba citar a su amigo Raúl Gónzalez Tuñón cuando algún joven le consultaba por el secreto de la escritura: Contempla el mundo (Bacon dixit).
Por Gabriel Rodríguez Molina
El debut literario de Portogalo data del 1933 cuando en la colección Los Poetas de la mítica editorial Claridad -que cobijaba al Grupo de Boedo- publicaba La Tregua, un canto a los albañiles, vendedores de diarios y otras yerbas: una acuarela destinada a imprimir el alba de los obreros en un tono lírico y bello. Tumulto, reeditado por la Editorial Serapis hace unos años, el libro que trae a cuenta esta nota, nace dos años después, en 1935. No sin escándalo, claro. Ese libro, una rareza para su tiempo, producto de la experimentación poética, el fluir del verso libre inspirado en la estética norteamericana, la dramática voz de un yo que se diluye en la naturaleza (inspirado por Whitman) que canta lo que ve sin tapujos, destinado tal vez a la tarea de borrar las fronteras establecidas en las convenciones literarias de aquel tiempo, parece haber nacido maldito. Sí, maldito. Bastardo, digamos. Esos 25 poemas acompañados por ilustraciones y grabados del artista plástico Demetrio Urruchúa (colega en esa época de Pompeyo Audivert, Berni, Spilimbergo, Castagnino, que adobará el libro con imágenes de palas, puños, arcos, flechas y fábricas en blanco y negro) no están en las calles de Buenos Aires más que unos pocos días hasta que el intendente de la ciudad De Vedia y Mitre censura su distribución, envía a sus agentes a vaciar las librerías de esos ejemplares que según el comunicado oficial ultrajan el pudor. Sí, el pudor. Pero ¿Qué pasó? ¿Cómo llegamos a eso? Vamos por partes.
Buenos Aires. 1935. Hace algunos años el anarquista Severino Di Giovanni ha sido fusilado. 15 años han pasado de los fusilamientos en la Patagonia. Las huelgas son frecuentes. Las dictaduras azotan. La militancia toma por asalto la propaganda en las calles y con la misma vehemencia se mete en la literatura. Aunque ya hay un derrotero de “soldados” caídos. El nobel poeta José Portogalo frecuenta el grupo de Boedo. Aquel que se junta en el Bar El Japones cuyas voces van desde los hermanos Tuñón hasta Roberto Arlt. Portogalo, en ese entonces, lee a García Lorca (otro fusilado) lee a Whitman, a Gorky, lee a Langton, a Hughes, a Sandurg y escribe. No hace más que escribir. Trabajar y escribir. Ir de un lado a otro. Tras iniciar su carrera con un libro asimilado a su época rompe los esquemas de su propia escritura y se lanza al barro con Tumulto (editado por la editorial Imán). Sin esperarlo demasiado saca el tercer premio en el concurso municipal de literatura (anteriormente ganado por Borges y Tuñón). Dice en ese entonces el diario La Nación: El Sr. Portogalo canta con el espíritu rebelde la ansiedad de los proletarios, en versos fogosos y a veces encendidos de fiebre revolucionaria. Poco le dura al poeta la sonrisa en el rostro. Deviene en poco tiempo la escandalosa prohibición, el secuestro de los ejemplares distribuidos por agentes de Mariano de Vedia y Mitre. Pero otra vez ¿Qué paso?
Vamos de nuevo: Buenos Aires. 1935. El jurado del concurso municipal de literatura está encabezado por César Tiempo, le siguen Leopoldo Marechal, el consejal oficialista Lizardo Molina Carranza y el consejal socialista Juan Unamuno, además de Horacio Rega Molina, Arturo Giménez Pastor y Salvador Oría. El libro es bueno. Raro pero bueno. César Tiempo, amigo del autor, empuja a su favor, lo apadrina. El libro sale premiado. El intendente de la ciudad, al otro día, mientras toma el café de la mañana lee algunos versos. No le gustan. Claro que no le gustan. De inmediato De Vedia y Mitre (a cargo de la intendencia) aprieta a Molina Carranza y éste retira la firma del premio. A su vez se le ordena a los agentes municipales secuestrar los ejemplares de las librerías y entablar un tenaz acoso judicial contra el autor ¿El motivo? Ultraje al pudor. Sí: Ultraje al pudor. Portogalo no lo puede creer. La sonrisa, aquella que se vio reflejada en la foto del diario La Nación, se diluye. Acusado por ultraje al pudor debe abandonar Villa Ortúzar, su lugar (actual comuna 15, barrio donde viviría luego Pugliese) vive un tiempo en Córdoba, otro en Rosario y luego cuando ocurre el golpe militar de 1943, se exilia en Uruguay para trabajar como periodista para, años más tarde, regresar a Buenos Aires y morir en el año 1973. Portogalo, nos dice el editor de esta acertada reedición casi 100 años después Agustín Alzari, es un poeta que canta a las lectoras de Arlt, que cambia a Lugones por los versos de Hughes y hermana a Carriego con la revolución, mientras observa sonriente la chispa, el fuego, el incendio, del centro de Villa Ortúzar.
Pero yendo al libro ¿Qué dice? ¿De qué manera ultraja el pudor? ¿Por qué se llama Tumulto? ¿A qué se refiere? ¿Con quién dialoga? Hay que ir de poco. En el Poema escrito en el puño de mi camisa el escritor detalla ya su postura: Conozco el vientre de los transatlánticos y el útero de las fábricas, conozco el ojo de las chimeneas y el vértigo de los andamios (…) Yo sé cómo era la pieza de las prostitutas, el olor a kerosén de las estufas de los hoteles baratos y el aborto sangriento de las muchachas vírgenes, dice. Yo sé de la amargura de la pieza de un hombre solo, agrega. Imposible no pensar en El hombre que está solo y espera de Scalabrini Ortiz (publicado en 1931) o en los famosos versos de R. Gonzáles Tuñón: Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad (…) Yo conozco la música de un barracón de feria, barquitos en botellas y humo en el horizonte (de La calle del agujero en la media, 1930). Entonces: el poeta es aquel que conoce. Conoce porque sabe contemplar. Bien. Se parte de allí. Primero mirar. Caminar. Luego escribir. Escribir lo caminado. Caminar lo escrito. Y mirar. Sobre todo mirar. Mirar el alrededor. Traducir en férreas palabras el, como dice Portogalo, poema de la urbe. Que transpire en el libro la asfixia del régimen conservador iniciado por Uriburu y continuado por Agustín P. Justo. Hacer ebullir de esa tensión una poesía libre, suelta, que tutee (palabra que usa el autor) a la realidad para entablar un diálogo directo para arribar a, como bien anuncian en el prólogo de la primera edición los redactores de Imán, una poesía de fuertes tonos dramáticos, de chocantes aristas verbales violentas.
El libro empieza con una cita de Banchs. Un inicio certero. La misma dice: El alma de un hombre humilde tiene más de una Ilíada. Tal vez de esas numerosas Ilíadas haga referencia la palabra Tumulto que deriva del latín Tumultus, cuya raíz viene del verbo Tuteo: estar hinchado. Es sin dudas un libro que se hincha, cada vez más, que no se detiene, que hace metástasis, que se ramifica, que se disgrega y que en esa disgregación encuentra una solidez inesperada, la reproducción caótica de un alma que naufraga en los laberintos de la vida (y de la muerte).
En la boca una voz amarga y en los manos/ esa angustia tremenda del jornal inseguro. Así empieza el libro dando la primera llave. Siempre habrá una dialéctica que tense las palabras: la carne (y su deseo) y la conciencia (y su deber). Sigue el poeta: Viviré entre mis nieblas / arrancando los gritos que de noche me suben -gusanos- a la lengua. Más: Permitdme amigos que os cante esta mañana transparente / en que la primavera da brillo a los árboles / y en Villa Ortúzar -mi barrio- el sol tutea los ojos de los niños / el corazón maduro de los jornaleros sin trabajo / y las caballeras de las muchachas pobres que van a la fábrica. Ya lo dijimos, hay una relación informal con la literatura, promiscua, Portogalo tutea con lirismo a la poesía, la viste con ropajes gastados con hedor a arrabal para cantar, como dice él, el pobre sueño de los pobres. Oh mis amigos: le arranqué tornillos a mi angustia. Y amo y odio, nos dice. Hay una relación directa entre la materia y el alma. Y de esa relación es que se desprende la animalidad, la desnudez, la intemperie, lo salvaje, lo puro, la verdad del olor del tabaco fuerte, el dolor de las llagas, las paredes oxidadas que corroen los ojos de los cocheros, de los lecheros, de los burreros que peregrinan desde un ring de box hasta una escondida milonga al son de un tango. Y Portogalo lo hace, además, nombrando a Huidobro, a Cocteau, a Sarmiento, a Arlt. Escribe, también, haciendo eco de una geografía que late y transmuta en clima, en atmósfera, es así como aparece en el libro La Boca, Barracas, Avellaneda, plegándose sobre los ojos de los obreros (porque, como nos dirá el poeta, la voz de los pobres está en los ojos) para cimentar desde una palabra con verdad (pero sin nostalgia) el cadáver de un sueño inconcluso. El poeta nos lo avisa en lo que constituye un pasaje clave e identitario de Tumulto: No es ésta una elegía, camaradas, es un canto de fuerza que irrumpe en mis arterias / como un torrente turbio de aguas que se desatan.
Vemos entonces como se hincha el libro, asistimos a esa hinchazón, Tumulto crece del centro hacia la periferia, se reproduce. Leemos el yo lírico de Portogalo: He aquí mi corazón. Abridlo. Sondeadlo. Dadlo vuelta como un guante y hallareis en él la garganta de un pájaro. Y de allí saltamos a su Yo niño: Creía en los duendes de la niebla. Creía que la luna era un tambor de donde salían los truenos y los relámpagos. Y la adultez en un fragmento tan asemejado a la crónica de Arlt -He visto morir-: Hoy he visto morir a un hombre. La multitud miraba curiosa, atónita, a la bestia caída (…) Hoy un compañero albañil se rompió la crisma desde un séptimo piso contra el asfalto aceitoso y regado por un sol de mala muerte (…) Recuerdo tu muerte, camarada albañil, te llamabas Pascual y caíste desde un séptimo piso. Nadie dijo tu muerte. De lo que emana una reflexión, una postura, una filosofía: para que alguien muera, su muerte debe ser dicha, para que esa muerte sea dicha debe haber otro que la diga, sin ese Otro el muerto no habrá muerto, lo mismo es decir que no ha nacido.
Continua el poeta trayendo a cuentas el cuerpo fétido de una ciudad en crisis (nos hace acordar a la ópera María de Buenos Aires de Ferrer): Oh, camaradas / y estamos aquí inmóviles, en la esquina del día que arde como una bandera / con los hombros caídos / con los brazos inútiles / mientras la primavera vibra como una red de peces de colores / y un torbellino de angustia enturbia los ojos de Buenos Aires. El poeta es un huérfano, eso exclama en su poema a las 6 de la mañana: Pero el canto de un gallo / que abre la mañana con los dedos de un ángel sin aureola / suena en mi corazón -íntimamente- y en mi sangre / cesa su tono de armónica meridional para recordarme que soy un hombre huérfano en mi ciudad. Y más adelante agrega: Sabemos que la tierra palpita bajo el peso de nuestros muertos.
El libro se sigue hinchando, se hamaca desde la confrontación –muchos poetas de Buenos Aires plagian a García Lorca y son “amigos” de los vigilantes– hacia las preguntas -¿Qué soñarán los millonarios en las mañanas de invierno? ¿Hasta cuándo empujará la noche sus bultos en nuestros ojos? ¿Y la semana trágica, camaradas?– la consigna, Eh muchacho: Afila tu corazón en el viento, tu palabra en la estrella y tu puño en los minerales– el deseo –Quisiera tener una bomba, un fusil, una ametralladora y una muchacha del pueblo con un pañuelo rojo en la cabeza– el futuro –Alguna vez nosotros desataremos los nudos. Debemos desatarlos– la lírica del que contempla –Y vi más aún: vi cómo tenía ojos y estaba ciego; como tenía tímpanos y estaba sordo; como tenía boca y estaba quieto. Más aún: Cómo tenía piernas y estaba quieto; como tenía brazos y estaba inmóvil; como tenía puños y estaba inerte. Y más aún: Vi la noche y el día. El fuego y el agua. El negro y el blanco. El rojo y el verde. El alma y la carne. La muerte y la vida– y lo más importante para el poeta, ese joven poeta que es José Portogalo en 1935, la canción. Cuando digo canción, nos revela el poeta, hay en mí un deseo vehemente de perforar las palabras. Y será ese deseo vehemente el mismo que lo llevará a seguir escribiendo para, como él anhelaba, conquistar los horizontes con una sola canción. Esa canción, la de José Portogalo, es entonces la canción de la urbe, la canción de los ojos de un huérfano que camina desnudo entre las calles de una ciudad infecta buscando un rincón donde camuflarse con el silencio para así, a la sombra, poder conversar con los pájaros y simplemente cantar: Cantarle a la vida desde la calle. Cantarle a la calle desde la vida.
Ficha técnica: Tumulto – José Portogalo | Editorial Serapis (Santa Fe, 2012). Serie Campanas de Palo #1 con ilustraciones de Demetrio Urruchúa. Edición e introducción: Agustín Alzari. Asistente de edición: Julia Sabena. Portada: Federico Duret. Primera edición: Imán (Buenos Aires, 1935 – 128 págs. 21 x 15,5 cm).