Chinos en Argentina: Posibilidades abiertas

La puerta es un refugio.  En el primer colegio privado al que fue Lucas (16 años, Wuxianzhi de nacimiento) le dieron a elegir entre Eric, Miguel y su nombre, para evitar el trabalenguas. “No me parecía que Miguel iba conmigo”, dice Lucas. Además de ir al colegio, también trabaja a veces en un hostel cerca donde sólo se admiten turistas surcoreanos, la puerta de entrada se abre o cierra sólo para ellos; la mayoría viene para conocer el país, otros para estudiar un tiempo, los pocos para ver de quedarse ¿Por qué esta reserva de admisión?

Por Alejandro Mársico

Lavadero “Mitre” (Bartolomé Mitre 1734).
Horarios: 9 – 21 de lunes a sábados y 11 – 17 feriados.
En cuatro cuadras a la redonda hay dos lavaderos chinos más, con horarios y precios similares, y uno argentino, que cierra más temprano y cobra más. También es el más grande de los cuatro.
“Mantuvo el nombre, no le dio importancia”, aseveró Lucas.  Wuchuxing (45), el papá de Lucas, hizo el recorrido arquetípico de un chino desde que llegó a la Argentina en el 2008: Trabajó en el restaurante chino del hermano, en un supermercado chino y ahora maneja este lavadero/tintorería con su esposa, Lulú (44). En su país trabajaba en fábricas de tornillos, de muebles y maquinaría CNC, hasta que quedó desempleado. Lucas viene a ayudar los sábados y después del colegio durante la semana. A su abuela también se la puede ver doblando ropa por las tardes.
La maquinaria está oxidada, hay polvo en ciertas áreas que nunca se asean y, más representativo que nada, usan un repasador para detener más rápido el ciclo de su única secadora de ropa. Aunque son veloces, siempre tienen un rastro de disgusto en sus caras. El trabajo es repetitivo, tratan de mantener el diálogo al mínimo con los clientes y sólo seguir. Cuando finalmente cierran el local, con cadenas y un candado de hierro, afuera ya está oscuro; les queda el tiempo suficiente apenas para dormir y hacer lo mismo al día siguiente.
A simple vista, el lavadero “Mitre” parece que sólo un pequeño almanaque en la pared del año nuevo chino los representa, pero desde los tiempos en que no tomaron un taxi -aún perdidos- porque sólo les quedaba doscientos dólares hasta ahora, pasaron por mucho más que demuestra sus ideales: “Si hay tres palabras que definen a mi familia son trabajo, ahorro y esfuerzo”, expresó Lucas. 
No habla de los chinos en general, sino de su papá que tiene esa polera desde antes de que él naciera, de su mamá que nunca para de buscar descuentos y de él, que su primera consola fue una Family Game donde jugaba al PacMan y al Tetris en tiempos de Play Station 5. Nunca viajan, nunca se toman vacaciones: “Trabajamos cien veces más que los argentinos”, comentó Lulu. “Yo soy más jeropa”, agregó Lucas.
Lo que ganan en el negocio indefectiblemente regresa a la fuente en un ciclo de mantenimiento y renovación que no se termina: alquileres, reparación de los equipos, detergentes, perchas, protectores para las camisas. Todo lo que hacen sus padres es para él, para que tenga un mejor futuro: “Ellos esperan que tenga un trabajo que no requiera tanta fuerza y más intelecto, algo que me guste hacer, con horario flexible”, expresa Lucas.
A los 16 años, Lucas ya pasó más tiempo de su vida en Argentina que en su país natal. Es muy inteligente. Conversa con los clientes en un español perfecto que aprendió escuchando a los chicos en el pelotero porque no tenían para pagar un profesor particular. “Es más porteño que yo”, dice su amigo Tobías, “usa más términos porteños que yo”.
La descendencia de habitantes chinos en Argentina se estima en 120 mil, el quinto en importancia, detrás de otros países latinoamericanos como Chile, Paraguay, Perú y Bolivia, lo que es francamente asombroso. La mayor parte de ellos vino a probar suerte en los noventa y en Buenos Aires hoy los podemos ver por todos lados, son parte.
—¿Te sentís argentino?
—Un poco, capaz ahora tengo más costumbres argentinas que chinas. El asado me encanta. Hace cinco años volví a China y se sentía diferente. Hay muchas costumbres que se van perdiendo con el tiempo, pero no me siento ni argentino ni chino en realidad, algo intermedio.
“Cuando me dijeron que veníamos acá, mi mente empezó a pensar diferente”, contó Lucas. El padre, me traduce Lucas, no le da importancia a ser parte mientras tenga para vivir. Él se siente parte de cualquier lugar en donde esté. La madre ya está establecida, pero sabe: “Los aceptamos a ellos, pero no parece que nos acepten a nosotros, nunca tuvimos nada gratis y pagamos más impuestos. Hay mucha gente tóxica y racista en todos lados, en los colegios públicos lo discriminaban”. Lucas no me dice nada al respecto, así que no tengo confirmación. 
Del tiempo que paso observando las idas y venidas de los clientes, algunos patrones comienzan a sobresalir. La mayor parte del tiempo no sucede nada particular: la gente entra, entrega su ticket, espera por sus bolsas de ropa, más veces que menos con una impaciencia notable: suspiros, dedos que tamborilean, palabras por lo bajo. Todo queda ahí cuando, en silencio, reciben su pedido, pagan y se marchan. Es cuando hay un inconveniente que las diferencias empiezan a hacerse notorias. Si el pedido todavía no está terminado, falta una pieza de ropa, o se considera que se está cobrando de más, por dar algunos ejemplos, las discusiones que se suceden son más fuertes y extensas en comparación a las mismas características en el lavadero argentino a unas cuadras de distancia, al que acudí como referencia. La barrera del lenguaje irrita a los clientes. Esa especie de repetición que hace Lulú para reforzar su punto o la circunspección de Wuchuxing logran un efecto curioso en sus receptores. “Chinos de mierda”, dicen algunos de los clientes cuando se marchan, a veces por lo bajo, a veces en la cara. Mientras se van, Lulú lanza una serie de frases hiladas a los usuarios más confrontacionales que Lucas no me traduce.
Lucas me llevó, con Tobías y un amigo más, a mostrarme la puerta de su casa. “Por suerte me junto con gente sana, que me acepta”. Él quiere ser gamer, o diseñador de juegos, y mientras caminábamos hacia su casa también añejó la idea de ser empresario. 
Más allá del Preámbulo de nuestra Constitución, de los supermercados, de las tintorerías, de los restaurantes que son un hecho ¿cuáles son las posibilidades? Los derechos de los inmigrantes están y son mejores que los que muchos otros países pueden ofrecer, pero siempre parece haber un límite marcado como una línea en la arena, que se va modificando a cada paso, a cada momento y por cada persona en relación a sus posibilidades de progreso.
Durante finales del año pasado, el lavadero “Mitre” tenía una hoja de papel impresa en la puerta de vidrio de su entrada. En ella había un pequeño mapa con una flecha y la leyenda “Nos mudamos a Rodríguez Peña 95”. A esta altura del año 2023, en la dirección designada se puede ver un espacio claramente estipulado para un lavadero más grande que el que tenían en Bartolomé Mitre, con lavadoras más modernas, y limpio. Al día de la fecha, este nuevo lavadero no ha sido abierto por razones desconocidas.

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