La niñez del veneno

Las infancias pagan con vida el desastre ambiental que provocan los agrotóxicos en el interior de la Argentina. A la sombra de gestiones de gobierno que, de los 90 para acá, han hecho del transgénico exportable un combustible de uso político que vale más que el devenir de niñas y niños. Historias de sacrificios que transcurren.

Por Patricio Eleisegui

Del espanto de las fumigaciones no se vuelve. 
Hay quienes logran recuperar algo de la salud perdida, pero la marca del veneno tiene el ADN del para siempre. La secuela es un estado permanente para quienes pagaron y pagan con el cuerpo el engorde económico de algún vecino. Es esa certeza de lo irreparable aquello que amplía la naturaleza dañina de los plaguicidas cuando entran en contacto con el ambiente y las personas. 
El halo nocivo se vuelve dramáticamente potente y aterrador cuando alcanza al estadio más vulnerable: la infancia. Toda vez que los agrotóxicos contaminan a una niña, a un niño, lo que sigue es el desastre potenciado. 
No sólo porque se vulneran derechos fundamentales de quienes son el porvenir, sino porque el impacto en los organismos de los más chicos cuando no es letal deviene en afectaciones por lo general irreversibles. O que apenas si se pueden mitigar.
Esto último me lleva a escuchar, otra vez, la voz de Sabrina Ortiz, mamá fumigada de Pergamino, en la provincia de Buenos Aires. Los primeros broncoespasmos de Fiama y Ciro ocurrieron en 2011. A la par fueron llegando las irritaciones en la piel, las inflamaciones, la fiebre y los dolores en los huesos.
“Cada vez que fumigaban cerca de casa, se desataban todos los problemas. Ciro empezó con brotes y desprendimientos en la piel, se le inflamaba la lengua. También el cuello, la pancita. Íbamos al médico y no le encontraban nada. Le inyectaban un corticoide, se desinflamaba y el proceso reiniciaba cada vez que aplicaban agrotóxicos”, volvió a detallarme Sabrina, también abogada y pieza clave de la lucha contra el uso de plaguicidas en su distrito, en la última semana.
“Mi nena, después, empezó a tener problemas más complejos. Recién había cumplido 13 años cuando apareció la inflamación en las piernas. Un día el dolor se hizo muy fuerte, casi insoportable. Al siguiente ya no se pudo levantar de la cama. El pediatra que consultamos le dio una medicación antiinfecciosa, dijo que podía ser una bacteria. A los días ya tenía comprometidas las dos piernas de la rodilla para abajo”, agregó.
Desesperación mediante, Sabrina contactó médicos clínicos, traumatólogos, endocrinólogos, sanatorios, hospitales y clínicas de todo tipo. “Consultamos 15 profesionales diferentes hasta llegar a una fundación en Buenos Aires”, detalló. “Luego de, también, 15 placas, le descubren algo chiquito, quistes pequeños dentro de los huesos. Ahí comienzan los procedimientos en el tobillo, sacan una porción del hueso, biopsia para ubicar la bacteria que supuestamente generaba todo, repiten la cirugía. Pero no hubo diagnóstico para Fiama”, recordó.
Hasta que una junta médica deriva a la niña al área de infectología. Y ahí una profesional pregunta por la alimentación de la familia, como había sido el parto de Sabrina y repara en un aspecto hasta ese momento nunca consultado: la situación ambiental del lugar que habitaban Ortiz, su pareja e hijos. “Tenemos que empezar a manejar que esa sea la punta del hilo, dijo un especialista en cuanto mencioné que vivíamos en una zona donde se fumiga y que yo ya había perdido un embarazo por efecto de los venenos”, rememoró Sabrina.
Estudios de toxicología posteriores determinaron que Ciro poseía –posee– una cantidad de agrotóxicos 120 veces superior a lo que su cuerpo es capaz de tolerar. “A mi hija le dio un poquito menos, 100 vez más de lo que podría resistir. Ambos tienen por lo menos el doble de lo que nos encontraron a los adultos”, detalló Ortiz.
La familia tiene, también, daño genético, según estudios realizados por Delia Aiassa, reconocida genetista e investigadora de la Universidad de Río Cuarto. Sabrina me habló de su peor miedo a partir de ese diagnóstico: “Para mí, como mamá, lo peor es no saber lo que puede pasar después, más adelante, con la salud de mis hijos”.
El relato sin atenuantes, la confianza de Sabrina para relatarme semejante batalla, me llevan a repasar otras historias y situaciones pavorosas que refieren a la niñez fumigada en la Argentina. No es casual esta mirada sobre la afectación que sufre la infancia en los territorios donde se aplican venenos para la producción de forrajes –soja y maíz transgénicos de exportación–, textiles y alimentos.
Guardan relación directa con el ruido mediático que, en los últimos días, generó un documento de la Sociedad Argentina de Pediatría que refiere al “Efecto de los Agrotóxicos en la Salud Infantil”. A grandes rasgos, el texto en cuestión hace un sobrevuelo sobre las características de los plaguicidas y procura acercar conceptos a los profesionales sobre la problemática sanitaria resultante de la aplicación de estos químicos.
Hay detalles que llaman la atención en el trabajo. “Es de conocimiento público el efecto perjudicial de los agrotóxicos sobre la salud humana tanto a nivel agudo como crónico”, se señala en la introducción. Lo particular de esa frase es que, al menos hasta ahora, la Sociedad Argentina de Pediatría nunca se había expresado sobre un drama que ahora señala “de conocimiento público”. Existe una demora en este reconocimiento del problema que no debe pasar desapercibida. 
Se valora el documento, claro. Pero no por ello hay que perder de vista el silencio del que han hecho gala las principales organizaciones médicas del país durante más de dos décadas ante el ultra documentado desastre que atraviesan los pueblos fumigados. 
Por fortuna, hay excepciones en cada ámbito. Pero si la tragedia de los agrotóxicos en la Argentina sigue sin comenzar a revertirse es por efecto, también, de la complicidad que en mayor o menor medida han ejercido –y aún ejercen– infinidad de profesionales de la salud. Ni hablar de jueces y abogados. Y no nos olvidemos de los periodistas. 
Pero por fortuna, reitero, hay excepciones en cada ámbito. De hecho, en el mismo trabajo de la Sociedad Argentina de Pediatría hay aportes de Medardo Ávila Vázquez, de labor médica incansable en los territorios fumigados y referente de la Red Universitaria de Ambiente y Salud.

Natalia Teald

Nombres de la tragedia
Sobran las tragedias al momento de profundizar en los efectos de los venenos cuando alcanzan a niñas y niños. Cuatro años tenía Nicolás Arévalo. En abril de 2011 pisó un charco de insecticida endosulfan mientras jugaba junto a una tomatera junto a su casa en Lavalle, provincia de Corrientes. También inhaló el químico. Murió por la intoxicación aguda.
Al momento del envenenamiento lo acompañaba Celeste, su prima, quien permaneció internada por más de tres meses en el hospital Garrahan porteño. Se salvó de casualidad.  
A mediados de diciembre del año pasado, en un segundo juicio, Ricardo Prieto, productor hortícola local, fue hallado culpable de la muerte de Nicolás. La Justicia mostró su lado nefasto: condena de tres años con ejecución condicional.
Ahí anda Prieto, apercibido apenas tras provocar la muerte de un niño, enfermar gravemente a una niña y destruir para siempre a una familia humilde del interior correntino.
Llegó 2012. En el mismo Lavalle –por aquel tiempo, de apenas 3.000 habitantes– José Carlos Rivero, también de 4 años, muere envenenado con agrotóxicos. Vivía con su familia junto a la tomatera de Oscar Antonio Candussi, por entonces presidente de la Asociación Hortícola de Lavalle. Los plaguicidas primero acabaron con las gallinas, los cerdos y el perro de la familia. Siguió el niño, a quien cariñosamente llamaban “Kili”.Antes, como Celeste, resultó trasladado de urgencia al Garrahan. La tragedia para los Rivero se completó en este 2021: en abril murió Antonella, de 16 años, hermana de José Carlos. El cáncer, que se inició en una pierna, devoró hasta el final su vida adolescente.
Nicolás, Celeste, Kili, Antonella: los cuatro de Lavalle. Un territorio contaminado, de seguro inhabitable, pero del que nada se dice porque Corrientes es pobre y nunca estuvo cerca.
Mercedes Méndez estuvo en el pueblo de las tomateras y los envenenamientos. Es enfermera del Garrahan y pide, desde hace años, que se generen e incorporen historias clínicas ambientales en todas las consultas médicas. Una denuncia presentada por Méndez generó la intervención de la Defensoría del Pueblo de la Nación, que a fines de 2019 confeccionó un informe sobre la situación ambiental de Lavalle.
“Celeste, la prima de Nicolás Arévalo, llegó al Garrahan y estuvo a un paso del trasplante hepático. Se recuperó tras meses de internación. Tiene una hermanita que nació con múltiples malformaciones. La muerte de Rivero ocurrió un año después de ocurrida la de Nicolás. También llegó muy mal al hospital, en situación de terapia intensiva. El caso de Lavalle es paradigmático: entre 2011 y 2012 se dieron estos tres casos de intoxicación aguda, con dos niños que murieron. Y ahora acaba de suceder lo de Antonella, diez años después”, detalló Mercedes, en una charla que mantuvimos recientemente.
“Justamente, Antonella, hermana de Kili, sufrió un cáncer en los huesos que se evidenció a fines de 2019 como una molestia en una pierna. La familia nunca dejó de vivir en ese escenario de contaminación ambiental que se da en Lavalle. El pueblo es muy chico, de casas precarias, con patios de tierra. Está repleto de tomateras, también de tendales de ají y morrones. Los productores fumigan y el veneno escurre hacia esos patios, hacia las calles que también son de tierra”, narró.
Leo el informe de la Defensoría del Pueblo de la Nación, acercado por la enfermera: es lapidario respecto de Lavalle. 
“Habiendo realizado la recorrida en un día lluvioso podemos afirmar que, de aplicarse agroquímicos en las plantaciones, la exposición a ellos por parte de la población es inevitable, ya que, además de la deriva primaria al momento de la aplicación, la deriva secundaria y el propio arrastre del agua de lluvia que pasa por la tierra sembrada y corre por todo el territorio, alcanzarían fácilmente los espacios públicos de circulación y los terrenos vecinos, incluidos los de viviendas particulares”, reconocen los técnicos en uno de los apartados del texto.
“La escorrentía deriva al río Paraná, que marca el límite oeste del municipio, y al río Santa Lucía (un afluente de aquel), por lo que es esperable que estos cursos de agua estén recibiendo productos químicos. Algunos pobladores refieren que en ocasiones observan surcos de ‘agua colorada’ atravesando, desde los campos, los terrenos de sus viviendas”, agregan.
La Defensoría señala, también, que “se verificó la existencia de campos sembrados con maíz y con arroz en las cercanías del pueblo y de las viviendas de la población (en este caso, no hay plantaciones de estos tipos dentro del casco urbanizado). Los métodos utilizados en la siembra de arroz se distinguen con claridad respecto de los de los otros cultivos mencionados, ya que se realiza por inundación y se fumiga por vía aérea”.
En Lavalle todavía se usa endosulfan, el insecticida que contaminó de manera fatal a Nicolás Arévalo y a su prima Celeste. SENASA prohibió su aplicación en 2011 pero, sin controles que hagan efectivo el veto, la disposición se hace apenas letra para la tribuna. 
“Existen estudios que indican que este producto seguiría siendo utilizado en ciertos cultivos, ya que se han detectado elevadas concentraciones del mismo en futas y verduras adquiridas en comercios, llegando incluso a ser el plaguicida con mayor frecuencia de detección en uno de los análisis realizados”, reconoce el organismo.
El informe aporta más detalles funestos: “La incidencia de la exposición a agroquímicos en la salud de la población es intuida por las autoridades, que la vinculan al alto número de vecinos que padecen cáncer y malformaciones congénitas”.
Para enseguida añadir: “En sólo una semana, la Municipalidad ha debido costear los viáticos de aproximadamente unas 60 personas para que estas accedan a atención oncológica en la ciudad de Corrientes, ya que en los establecimientos más cercanos no cuentan con disponibilidad para tal asistencia. Relatan que han inaugurado en 2018 un Centro de Estimulación Temprana para niños y adolescentes con discapacidades, pero que la cantidad de personas que demandan atención ha superado la expectativa inicial, debiendo abrir nuevos turnos, lo que evidencia que el problema es más extendido de lo que se suponía”.

Foto: familiares de Nicolás Arévalo

Tragedia extendida
En diciembre de 2013, Alexa Estevez fue mamá de Eloy. El bebé nació con problemas cardíacos y múltiples malformaciones. Eloy apenas vivió un día. Fue Adelmar Funk, biólogo y referente ambiental en América, provincia de Buenos Aires, quien me vinculó con Alexa, cuya historia y testimonio incluí en la segunda edición de mi libro Envenenados (2017, Gárgola Ediciones). 
“En 2013 estuve embarazada de Eloy. En ese entonces yo tenía 17 años y mi casa estaba a dos cuadras de las plantas de semillas de ASP y Cargill. Para mi neonatólogo, todo lo que me pasó tuvo que ver con que aspiré aire con agroquímicos al pasar por esas plantas”, contó Estevez. 
“Con el tiempo mi pareja y yo nos hicimos un estudio de cromosomas con especialistas de la Universidad de Río Cuarto y nos dio que tenemos rotura en la cadena de ADN. Otro estudio hecho en 2014, un año después de lo que pasó en mi embarazo, me dio que tenía cipermetrina, endosulfan y clorpirifos en la sangre. Al papá de Eloy le encontraron cipermetrina y clorpirifos”, agregó.
San Salvador, Entre Ríos, es considerada la capital nacional del arroz. Allí, el veneno aplicado se cobró la vida de Leila Derudder, afectada por una leucemia. Tenía 14 años. El final llegó en la primera parte de octubre de 2014. “Lo que nos dijeron es que la enfermedad fue producto de haber estado en contacto con algún agroquímico”, reconoció Patricia, su mamá, en una entrevista que le hicimos en 2016 para la televisión italiana.
En 2017, Rocío Pared, de sólo 12 años, murió tras comer una mandarina inyectada con carbofurano en Mburucuyá, Corrientes. En la misma situación, se contaminó Damián, sobrino de Rocío de sólo 10 años. La fruta en cuestión yacía en el piso de la quinta de la familia Brest como cebo tóxico para eliminar pájaros. La niña mordió, tragó un gajo y convidó. La justicia correntina apenas imputó por homicidio culposo al capataz del establecimiento, en un proceso sin resolución definitiva.
En abril de 2019, la labor periodística me llevó a conocer la situación de Zoe, una niña de la localidad de Sastre, en la provincia de Santa Fe, diagnosticada con cáncer linfático. Con apenas dos años de edad. En ese momento, los médicos de turno coincidieron en que no debía tener contacto con ningún agente ambiental tóxico. 
Corría febrero del año pasado cuando la lucha vecinal contra las fumigaciones dio como resultado una medida cautelar que fijó en 800 metros la distancia de aplicación de plaguicidas respecto del área urbana de Sastre. “Zoe ahora está muy bien, sana. Empezó salita de cuatro. Los controles del oncólogo son ahora una vez al año, para hacerle tomografía, análisis de sangre, control hepático y renal”, me comentó Sonia, su mamá, en un intercambio reciente. 
También en la provincia de Santa Fe, aunque ya en la localidad de Bernardo de Irigoyen, vive Ludmila Terreno, hoy de 5 años. En 2019, y tras varias consultas médicas por descomposturas y malestares, un testeo médico confirmó la presencia del cancerígeno glifosato en la sangre de la niña.
La familia Terreno habita una casa junto a un galpón propiedad de la firma Pagliaricci que, hasta el envenenamiento de Ludmila, funcionó como depósito de agrotóxicos. La empresa supo lavar maquinaria para fumigación terrestre en el mismo predio. 
Su situación sanitaria es de control médico permanente. “No le han dado el alta. Los médicos que la atienden dicen que todos los años, de por vida, tendrá que hacerse controles. Hay días que vuelven las ojeras y le duran varias jornadas. Ahora le hace muy mal el agua de la canilla. Estamos esperando que se normalice un poco la situación de la pandemia para poder llevarla a sus controles”, me explicó Waldo, su papá.
Ahí va Ludmila, como Zoe, como la niñez herida en las tomateras que matan. Los nombres, las dolencias, todo es demasiado. Inabarcable para cualquiera que intente al menos narrarlas. Porque el desastre que provocan los agrotóxicos es un proceso vivo, en movimiento, que sigue desarrollándose incluso mientras se escriben estas líneas. 
Mientras tanto, el tiempo que se escurre rápido. No hay pausa para niñas y niños fumigados, víctimas también de un Estado que omite la tragedia. De gobiernos que anteponen el barco de soja exportable a la supervivencia de la infancia. 
Todas las gestiones, de los 90 para acá, no han hecho más que reasignarle el status de “fuego amigo” a la contaminación que genera el uso agrícola de los venenos. Para la caja política, el transgénico es más dulce que el jarabe de maíz de alta fructuosa. El glifosato se les sigue haciendo agua con sal. 
Mientras tanto, la niñez. 
Que, desde la desgracia, sigue pidiendo a gritos. Profesionales de la salud que dejen de hablar de agrotóxicos en el pasillo para luego, socialmente interpelados, apelar a los “factores multicausales” como justificado del incremento dramático de los abortos espontáneos, las malformaciones, el cáncer, en nuestros pueblos fumigados. Jueces y abogados que dejen de cuidar la quinta propia con caja de ahorro cinco estrellas. Y periodistas, comunicadores en general, que valgan la pena. 

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