Del niño prodigio que publica un libro a los diez años al laburante frustrado en un call center. Del autor viralizado en las redes sociales al escritor capaz de conmover e incomodar al lector. Del narrador más leído por fuera del mercado editorial tradicional al observador crítico y militante de la realidad. Juan Solá es ese martillo que resuena en sus textos, pero también es una daga que atraviesa la carne y llega hasta el hueso. No es sólo una narrativa de lo suburbano, de lo marginal, de lo silenciado. Es, principalmente, una voz que cuenta infancias, que narra traumas y alegrías, que dibuja esperanzas y abismos, que elige contar una historia para hacernos pensar. Opinan Maru Leone, CinWololo, Nina Ferrari y Cecilia Solá.
Por: Hugo Montero
Como las ramas del naranjo que escalaba de pibe, cruje. Como esas ramas que se partían por el peso, a veces, en pleno ascenso. La vida de Juan también puede contarse desde allí, desde lo alto de ese árbol en el que imaginaba historias. Un árbol fuerte pero también de ramas rotas. Primer quiebre: Juan a los nueve años, una maestra que revisa muy seria su cuaderno de comunicaciones y descubre lo prohibido: sus páginas están llenas de relatos. A dirección. Ese nene lleno de fantasmas que es Juan, camina el pasillo que separa el aula de la oficina de la directora con todos los miedos amontonados en el bolsillo de su guardapolvo. Ahora me echan, conjetura. ¿Quién va escuchar sus razones? ¿Quién va a entender las tardes cálidas en La Paz, Entre Ríos, cuando su mamá lo mandaba a casa de una vecina para que jugara un rato con las palabras? ¿Cómo van a comprender que con su vecina aprendió a leer y a escribir? Mejor dicho: no a escribir, a contar. Porque Juan aprendió a contar. Pero no, no lo echan. Por el contrario, en la dirección lo felicitan, lo llenan de elogios, lo disfrazan de niño prodigio, le improvisan un pedestal como el escritor más pequeño de la provincia, lo pasean por los diarios regionales, lo bajan de su árbol verde, le cierran hasta el cuello la camisa de la primera comunión y lo ponen a firmar ejemplares de su primer libro. A los diez años. Entonces, una rama cruje. Algo se quiebra.
–Cuando pasó eso, mis compañeros me empezaron a tratar diferente, me tenían como un niño-estrella. Eso siempre me produjo rechazo porque quiebra el sentido comunitario. Es enaltecer la imagen de uno y diferenciarla del resto. No me gustaba nada aquello y, por eso, dejé de escribir durante mucho tiempo.
–¿Te transformaron en un personaje exótico, en esa rareza del pequeño escritor que nació del barro?
–En la escuela me lo hacían siempre: “¿Por qué no hacen como él?”, decían las maestras en voz alta, y mis compañeros me tomaban una bronca… “Miren cómo estudia, miren cómo sabe todo”, pero lo que no sabía esa maestra es que yo estudiaba para que no me cagara a palos mi papá, y porque era la única promesa que tenía para salir de ese lugar. No estudiaba por amor a la tabla periódica, estudiaba porque mi papá me había dicho: “Si vos estudiás bien, idioma, computación, vas a tener un buen trabajo”. La computadora me sirvió para conseguir trabajo en un call center y el inglés para que me putearan los gringos que atendía todos los días. Dejá nomás, hubiera estudiado corte y confección… Era una trampa, y a mí me generó mucho rencor. Cuando me di cuenta de que no era así como me lo habían pintado, me volví agresivo, resentido, y fue la militancia lo que me fue devolviendo la esperanza en mí mismo.
–La infancia es un territorio siempre presente en tu narrativa. ¿Qué vas a buscar cada vez que recordás esa etapa?
–Siempre trato de rescatar la infancia como punto de partida de un montón de cosas que nos pasan y que no logramos comprender. Entender el mandato que atraviesa las infancias, lo que hace que nos enlistemos en ciertos roles de género y no podamos ni siquiera protestar. Me gusta pensar la infancia como un recurso, si se quiere, para entender esta adultez que, en realidad, es una infancia en pausa. No comprendemos que la infancia se extiende durante toda la vida, pasa que después al adulto se le pide asumir ciertos roles para ser funcional a un sistema que lo oprime todo el tiempo. Mi problema con la institucionalización es esa enseñanza de la obediencia y de la sumisión. Y pasa en todos los ámbitos, porque en la escuela te enseñan a ser obediente, callado, buen alumno.
Otra cuestión con la escuela, por ejemplo, es que nunca apliqué la Regla de Ruffini a ningún problema de la vida, ni necesité saber cuántas moléculas de hidrógeno tiene el agua. No es algo que me sirva porque mi trabajo va por otro lado. Siento que sería más útil que a los chicos les enseñaran educación emocional en la escuela, que les enseñaran cómo reaccionar frente a un compañero que se deprime. Por ejemplo, ahora en San Jorge, en Santa Fe, hubo casos de suicidio adolescente, un caso cada tres días. A los chicos no les dan materiales o recursos para sobrellevar una depresión o para hablar de un abuso sin tener miedo. La escuela es funcional al sistema, lamentablemente.
Un abismo llamado Buenos Aires
Segundo quiebre: decidir abandonar el confort provinciano a cambio de la amenaza porteña. Salir de Chaco, quitarse lastres y romper con la comodidad, dejar un trabajo estable en un ministerio y la inercia que domestica fantasías, para perseguir un sueño y buscar una salida. Entonces fue un pasaje, veintidós años, y las ganas de escribir. Pero Buenos Aires también fue el escenario de la soledad, de darse la cabeza contra la pared, de descubrir que de nada sirven las mejores calificaciones cuando el único trabajo que conseguís es el de telefonista en un call center. “En Capital tenés mucha más competencia. Y la competencia es voraz. Genera angustia, ansiedad. La depresión te lleva a lugares muy oscuros. Estuve mucho tiempo mal, depresivo, no sabiendo para dónde encarar. Estaba tratando de encajar en un sistema que no me contenía, que no me representaba. Te empujan a poner tus recursos mentales a merced del sistema, para que lo hagas funcionar. Me terminé de dar cuenta de todo cuando trabajé en el call center. Como yo era muy bueno en función de hablar por teléfono con la gente, nunca salía de ahí. Te empujan a cumplir un rol, una función, a quedarte ahí y agradecer, encima. Es como una humillación constante. Ese pensamiento de: ‘Me voy a levantar para cumplirle a un capitalista’, es otra forma de miedo que está naturalizada. Hay que ir contra eso. La idea de que el pobre siempre tiene que hacer muchos sacrificios, levantarse temprano, tener frío y hambre”.
–¿Qué significó Buenos Aires, en qué te decepcionó el salto?
–Nunca me pude institucionalizar del todo, no pude terminar una carrera, no me siento cómodo en la facultad. Yo era mejor promedio, mejor compañero, estudié cuatro idiomas preparándome para el mundo laboral, computación, qué sé yo. Y llegué, y todo muy lindo lo que sabés, pero acá no es así. Caer en esa trampa me quemó la cabeza. Yo quería ser guionista y en la primera clase un docente nos dice: “No sé qué hacen acá estudiando, porque al guión de ustedes, en la última decisión, se lo va a reescribir el productor o el director, así que están perdiendo el tiempo”. Me bajaron de entrada. Dejé de estudiar y empecé a escribir para mí. Ya no era el nene que trepaba el árbol, ya no me sentía raro. Pero lo único que sé hacer es escribir, no sirvo para otra cosa, y defender eso fue lo que me ayudó a salir de bajones personales.
Siempre hay que tratar de salir, y soltar el horario de oficina fue un montón. Todavía me persigue el miedo de que se caiga todo y tenga que volver al call center. Tuve pesadillas, terminás quemado en esos lugares, porque encima me andaban mal los audífonos y yo tenía que hacer un esfuerzo para escuchar la puteada que me estaban tirando. Fui a hablar con mi jefe y le conté que había tenido un sueño en el que me quería levantar y salir corriendo. Y que el audífono se transformaba en una garra y me ahogaba. Mi jefe me miró y me dijo: “Lo que vos decís es muy lindo para escribirlo en un libro, pero acá es la vida real, acá tenés que trabajar”. Eso fue lo que me dio el pie para escribir. Salí de ahí, me senté en mi lugar de trabajo, empecé a dibujar historietas bardeando a la empresa y las pegué en todas las paredes. A los dos días me echaron y, con la plata de la indemnización, arranqué mi propia editorial, Árbol Gordo, para publicar autores que no son conocidos.
El viralizado
El 3 de junio de 2015, en mitad del torbellino de mujeres jóvenes saliendo a las calles a repudiar la violencia machista bajo la consigna “Ni una menos”, un anónimo escritor asomó la nariz con un texto que se viralizó. El texto se llama “Forra del orto” y rompe en mil pedazos el mandato patriarcal, desparrama empatía sobre la lucha feminista, interpela a los varones con crudeza, incomoda porque perturba: “Salí a marchar, si sos macho. Por tu vieja, por tu hermana, por tu hija. Salí a marchar, si sos macho, para que las pibas no te tengan más miedo si las cruzás a la noche en una calle vacía. Salí a pelear si sos macho. Ayudá a cambiar la historia si sos macho. Sé un San Martín moderno si sos macho, que si la libertad no es para todos, entonces no alcanza. Que si la libertad no es para todos, no es libertad, es marketing”, decía.
Fue el tercer quiebre en el árbol de Juan. “Es un texto al que hoy le cambiaría un montón de cosas. Se viralizó, sí, pero también hubo mucha gente en contra. Lo que generó fue masividad para mi trabajo y, a partir de ahí, empecé a publicar otras cosas. Fue cambiando mucho mi estilo de escritura, pero es evidente que muchos textos quedaron atravesados por ese cambio de paradigma que generó el feminismo. Son, si se quiere, documentos o testigos de una línea de pensamiento que siempre fui tratando de modificar”.
–¿Cuál fue el clic?
–La posibilidad de entender que el discurso es una herramienta, como un martillo. Y vos con el martillo podés construir una casa o romperle la cabeza a alguien, y ya depende de las manos que manejan el martillo. Con el discurso pasa lo mismo, ser original no significa ser bueno haciendo chistes sobre el cuerpo de los demás. Yo tengo miedo de quedarme solo, no me gustaría. Ahí fue el clic. Darme cuenta de que me estaba enloqueciendo, que la ciudad me estaba quemando la cabeza, que estaba haciendo un esfuerzo sobre humano para vivir acá, que no les daba pelota a mis propias emociones, que se me caía el pelo, un desastre. Lo peor es que parece que todo es porque vos no te esforzás lo suficiente… Y la soledad se parece un poco a una señora sentada en primera fila que aplaude las poesías que escribís para pedir ayuda. Yo no quiero ser esa señora que diga: “Mirá qué lindo que escribe, cómo la violaron che, qué bien que lo cuenta”. No, no alcanza. Es ir y hacer arte, es ver qué podés hacer vos desde ese lugar también. Este trabajo me hizo cruzar con gente zarpada, gente que te hace saber que no estás solo en esta lucha.
–¿Qué te pasó a vos con el feminismo, de qué modo te interpela?
–Ahora me acuerdo de una chica que pasó por la calle y me preguntó: “¿Vos sos Juan Solá?”. Cuando me estaba levantando para abrazarla, me empujó y me dijo: “No, salí de acá, dejá de robar con el feminismo”. Entonces le propuse que se sentara a charlar conmigo y dijo que no. Bueno, llevate tu enojo. Es feo que te digan algo así, es un cimbronazo. Ese día dejé de hablar de la temática de la violencia de género particularmente. Ya había escrito muchas cosas al respecto. Ya está. “Dejá de robar”, me dijo… Bueno, es una interpretación, pero por cada una de esas chicas aparecen otras quinientas que te dicen “qué lindo esto, lo llevé a la escuela y mis alumnos se engancharon”. Hoy voy a una escuela y hay un montón de pibes que me escuchan construir un discurso. Le llego de algún lado y a mí me interesa eso. Ese es el lugar donde hay que ir a poner la semilla. Porque la escuela es el lugar donde arranca todo el bardo, donde te cortan, donde no te dejan ser como sos, donde te tratan de estúpido porque no te podés enfocar en cosas que no te interesan.
–¿Cuál es tu mirada sobre el rol del hombre frente a la irrupción del feminismo en las calles?
–Es todo un tema cuando un hombre dice: “Soy feminista”… ¿Un varón cis feminista? De última, podés empezar por el lado de ser antipatriarcal y, a partir de ahí, empezar a deconstruir tus privilegios. Pero el feminismo está atravesado por la opresión histórica que tiene que ver con la genitalidad, con los roles de género. Me parece que los varones tenemos que empezar la deconstrucción de los privilegios patriarcales con los que contamos. Así que estoy a favor de que los varones no vayan a las marchas. Me parece que una sociedad necesita escuchar el otro lado del discurso. Porque, si no, la conquista cultural sigue operando. Parece que necesitás, en última instancia, un varón que diga sí o no, como un varón europeo cis género de ojos azules que te cuente la historia latinoamericana, eso es una conquista cultural tremenda. Siguen contando otros por vos y lo peor que podés hacer es darle tu voz a otra persona. Te acostumbran a que alguien hable por vos. Tenemos la noción de la representación y de la democracia como forma de representación, pero es insuficiente. Porque al final son terratenientes los que nos representan, y los obreros terminan votando patrones. Hay que buscar la manera. Una es romper con esos mandatos, pero para romper tenés que deconstruir un montón de ideas culturales que están metidas en nuestra cabeza.
La responsabilidad de conmover
Entre las varias particularidades que emparejan a los lectores y las lectoras de Juan, hay dos que se destacan: casi todos llegan a su narrativa por recomendación y, para muchos y muchas, se trata del primer contacto con la literatura. Como si los libros de Juan funcionaran como puente hacia otros autores, como una ventana que se abre a la lectura para muchos pibes. Otro quiebre en el árbol. “Es que no lo vivencian como literatura, sino más bien como cine escrito. Yo soy muy de los recursos de las imágenes. Me ha pasado con La Chaco, que se lee muy fácil y rápido porque tiene mucha imagen. Ñeri tiene un poco más de filosofía y el que estoy escribiendo, Galaxia, es bastante denso en ese sentido. Es una suerte de trampa: te engancho por este lado, pero después profundizo por el otro. Todo mi recorrido bibliográfico está atravesado por la posibilidad de sentarse a reflexionar sobre los roles. Inclusive, yo me siento a reflexionar sobre cómo construyo los personajes, por qué elijo tal palabra y no otra. Por qué hay un personaje al que le doy un rol protagónico. Reflexionar por todos lados… Por eso lleva tiempo escribir un libro y tampoco me puedo meter en esa vorágine de escribir un libro cada seis meses porque sería trabajar únicamente por dinero y no me interesa. A mí me da gracia que te quieran agarrar por el lado de la plata. Porque es la profesión más antigua del mundo: entregar el cuerpo por plata. Yo no quiero tranzar con eso, con que me digan “te dimos tanto de adelanto. Ahora tenés que poner tu deseo en pos de esta necesidad orgánica de construir un relato orientado a establecer cierto paradigma”. Hay que romper con eso, a mí no me sirve escribir cuentos donde haya príncipes que rescatan princesas. Ni a mí ni a nadie. Si estás por matar un árbol para hacer un libro, por lo menos que valga la pena. He leído cada pavada, sinceramente. Una pavada no es algo que esté mal escrito, sino algo que es inútil. Autores que tiene mucha gente que los sigue, que pueden escribir cualquier tontería. La responsabilidad autoral es fundamental si querés ser autor. Si no, sé publicista. Si vas a poner tu discurso a la orden de quienes construyen los mismos mecanismos que te oprimen, sos un boludo. No me interesa ponerme en el papel de decir este autor es útil, este no sirve. Cada quien sabe. Pero desde mi lugar apelo a generar construcciones ficcionales que despierten una mínima reflexión, que te hagan dudar y usar la inversión del sentido. Esas cosas están puestas al servicio de la reflexión, de generar sentido comunitario.
Últimamente lo que me está pasando es ir a ciudades pequeñas donde no me conocen, y ahí elijo los textos de manera tal que los pueda agarrar de todos lados. Les leo un cuento que los moviliza por el lado de la infancia y, al mismo tiempo, transformo a ese infante en un personaje marginal que anda pidiendo plata por la calle. Ahí está la responsabilidad: cuando vienen y te dicen: “Che, tu libro me ayudó”. ¿Cómo la seguís después de eso?
–¿Te genera una responsabilidad adicional saber que tus libros conmueven o transforman al que los lee?
– Sí. Porque si bien todo el tiempo están esperando que digas algo interesante, mi discurso está reflejado en los libros. Pero sé que no me puedo hacer el tonto con algunas cosas. Si viene una persona y me cuenta “gracias a tu libro mi vieja, que era homofóbica, aceptó a mi hermana trans” o “le leí Microalmas a mi abuela antes de que muriera”. La gente genera vínculos afectivos con mi bibliografía. Eso es un misterio, porque yo no entiendo cuál es el poder de las palabras. Cuando escribo, siento que no escribo yo, es como si algo bajara a través de mí, una verdad evidente que necesitaba una forma escrita para poder ser compartida. Si te ponés a pensar, todo en el arte tiene un discurso detrás, todo arte tiene la posibilidad de ser narrado desde la palabra y yo lo único que tengo, sinceramente, es la palabra. No poseo cosas, no tengo propiedades. Lo único que tengo es la palabra, y la cuido muchísimo. Estoy tratando de hacer menos presentaciones y tratar de ir más a las escuelas, guardar la energía para esos lugares. Porque es ahí donde están los chicos que no van a un centro cultural, los que después no van a ir a una conferencia. Muchas profes me dicen que los pibes son lejanos, que no se sienten identificados, que no saben para dónde encarar, y que con mis textos les pasa que se pueden encontrar, que se pueden identificar en los personajes y en su forma de expresarse.
Eso genera una responsabilidad, porque a mí me han ofrecido escribir cosas más comerciales. A mí, que fui pobre siempre, cuando me quieren agarrar por ese lado me genera risa. Esa vida que he tenido me permite moverme, irme donde quiera. Eso es un montón, lo cuido muchísimo y ahí también está el mambo de que algún día se corte y no venda más libros. De última, si pasa eso y se corta lo comercial, siempre tengo el resguardo de estar en las bibliotecas de las escuelas, que para mí es la verdadera ganancia.
–Sucede que para muchos y muchas tus libros son más una experiencia que una lectura…
–Me gusta mucho la palabra experiencia. De hecho, el taller que voy a dar en Uruguay lo pensé así: como una experiencia. Ir a escribir en cierto contexto, con ciertos recursos, es una experiencia. Es como un ritual para mí… sentarme, ponerme a escribir, escuchar mucho. Ayer, en una charla, una chica se me acerca y me cuenta que da un taller literario para gente en situación de calle. Y que uno de los ejercicios que había planteado entre ellos era ver quién era más original armando un relato para pedir monedas. Ganó uno que se acercaba a los autos y decía: “Señor, ¿no quiere que le saque un peso de encima?”. Es eso: vos te reís y, al mismo tiempo, te querés largar a llorar porque no podés creer que alguien que esté viviendo esa situación, después vaya y se siente a escribir. Es que son tan esnob la literatura y los círculos de escritores que siento que no le hacen bien a nadie más que a sí mismos. No está mal quererse, pero cuando todo es círculo cerrado y paja mental… Hay que salir al territorio, hay que poner el cuerpo. Y hay muchas formas de poner el cuerpo políticamente. Desde una marcha hasta recorrer la provincia, escribir un cuento, hacer una pintura. Pero si todo eso lo hacés con la intención de ser reconocido o llenarte de plata, no funciona, no es útil.
Los que bardean
¿Qué se lee sobre Juan, más allá de confesiones emotivas y postales viralizadas? Algunas críticas, también. ¿Qué dicen los críticos de la obra de Solá? Que romantiza la pobreza, y su rama cruje, otra vez, en plena escalada. ¿Qué dicen las voces que se escuchan desde la raíz? ¿Y qué responde el autor?
“Lo que pasa es que yo no soy el Estado. Yo tengo la posibilidad y el deber de embellecer esos rincones oscuros porque, lamentablemente, vivimos en una sociedad pro-belleza. Todo tiende a recordar lo bello, lo bien que la pasaste en tal lugar, los buenos momentos. Hay que usar la poesía para embellecer ese rincón oscuro, para que ahí también haya un poco de luz. Como poner una lamparita en una casilla de cartón: llama mucho la atención la luz contra las chapas. A mí me gusta que la gente sea consciente de los privilegios que tiene. Porque hay muchos que la están pasando mal y no puede ser que no te des vuelta ni a mirar. Soy medio insistente con eso”.
–Yo puedo romantizar la pobreza porque es el arma que tengo. La poesía es un lente que hace que los que siempre estuvieron a salvo, conozcan la miseria, y que los miserables conozcan la justicia. Y al romantizar la pobreza tengo la posibilidad de traerte acá adelante a un héroe de la cárcel o una heroína trans. El código del romanticismo es con el que hablamos. Si quiero ir a charlar, ir a discutir de política con alguien, voy a usar ese código. Para mí es interesante dialogar con el código del otro porque podés llegar más fácil. Convengamos que si la gente se puede pagar 600 pesos un libro, no es gente que tiene que elegir entre el libro y el kilo de milanesas. Muy poca gente tiene esa posibilidad de comprar libros hoy. Entonces, si tienen recursos hay que usarlos en favor de lo comunitario. Te dicen “eh, si sos comunista andate a vivir a Cuba”. Perfecto, me voy a vivir a Cuba, pero no sin antes tratar de arreglar un poco las cosas en el lugar donde vivo.
Por otro lado, creo que la gente se siente muy sola porque nos crían en la distancia cautelosa, en el abrazo negado. Como si no pudieras acceder a la sensibilidad ajena. Me hablan en la calle y me siento a charlar. La gente habla en clave de poesía todo el tiempo pero no se da cuenta. Me acuerdo de un día que estaba con mi novio, se cortó la luz y prendimos una vela. Al toque se hizo un reflejo enorme contra la pared y él me dijo: “Mirá la sombra, son como ecos de los cuerpos”, y lo anoté. La gente está todo el tiempo diciendo esas cositas y no se da cuenta. Yo me aprovecho de eso, me nutro. Me gusta la poesía sucia y poder embellecer terrenos como la prostitución y la marginalidad. Más que romantizar la pobreza, se trata de embellecerla. Pasa que el código romántico está establecido y como autor, como estrategia de comunicación, es útil algunas veces utilizar ciertos recursos y no otros para comunicar la idea. Además, la misma gente que me dice que romantizo la pobreza, no la veo haciendo otra cosa como para que se rompa la idea de romance. Sentados frente a la computadora somos todos revolucionarios. Y la revolución no va a suceder por Facebook, claramente.
–¿Cómo te llevás con la crítica?
–Las leo todas, sobre todo las malas, porque lo que me hace ruido me ayuda. Porque si me decís: “No me gustó como manejaste esta cosa, esta construcción”, está todo bien, me sirve. Una vez subí una historia a Instagram comiendo una milanesa y una chica me escribió: “Qué garrón, comés animales”. Y a las dos o tres semanas subo otra jugando con mi perro y me vuelve a escribir: “Che, no te lo comas, eh”. Fue agresiva y me molestó, pero, al mismo tiempo, me hizo pensar. La verdad, tenía razón. Eso que te hace ruido te está queriendo mostrar algo. Despertate, despertate porque se está incendiando la pieza. Es una lucha que tengo ahora: tengo que tratar de escuchar la crítica. Si veo que el contenido es útil, adelante, y aparte es gratis, me sirve. Es una agresión que te despierta. Un grito que te salva. Así que está todo bien. Aparte, no se puede quedar bien con todo el mundo.
–¿La sensibilidad no te juega en contra cuando la respuesta es negativa?
–Es que mi sensibilidad está orientada a ampliar la visión de lo social, no a victimizarme. No es que soy sensible y me pongo mal si me dicen algo feo. No, yo me largo a llorar si veo a un pibito sin zapatillas. Pasa que tenemos un complejo de protagonismo tremendo y todo nos afecta. Y si hay algo para lo que me sirvió el call center fue para eso, para darme cuenta de que el enojo de los demás no tiene que ver únicamente con tu identidad sino con todo lo que representás. Y en ese momento yo representaba a una empresa, pero hoy, como individuo con determinada ideología, represento ciertos movimientos. Hay gente que me dice: “qué lástima que votás esto” o “qué pena que sos abortero”. No hay mucho para hablar con esa gente. Es como dejar que el perro ladre detrás de la reja. Pero en general me tratan bien, son pocas veces las que me encuentro entre la espada y la pared, teniendo que discutir. Toda la vida fui muy agresivo. Mi papá era golpeador, ludópata, violento, pero porque fue muy desamado y criado dentro de una estructura machista. Cuando entré al mundo de la adultez, me encontré con que estaba criado a los gritos, a los golpes y quería reproducir eso. Pero luego alguien te dice: “No… andá para allá, loquito”. Ahí también tenés que readaptar tus emociones. Lamentablemente, cuando sos chico no tenés cómo orientarte en lo que está bien o lo que está mal. Hay un pedacito en “La parte honda del río” en la que decía: “Yo nunca podría enojarme con mi mamá, yo a ella jamás le pegaría con el cinto ni con la manguera”. De algún modo, tratando de rescatar esa idea de que en la infancia, todo lo que hacen los padres es lo correcto, pero no por eso yo lo haría. A mí me pasó mucho eso. Romper con el mandato, despertarla a mi vieja un poco también. Pero peleemos desde la organización, no desde el lamento. No sirve de nada lamentarse en silencio, es justamente lo que quieren: que vayas y llores en tu casa las penas para después entrar en el cielo. El cielo moderno sería la vida de confort. Y la gente no cree más en el cielo, ¿o sí?
–¿Qué heridas tuviste que aprender a cicatrizar?
–Ahora no soy tan agresivo. Por mi historia personal, trato de manejar la violencia para que no me coma, como si fuera un bicho negro que te come la cabeza. Estar delante de una persona y que te hierva el puño porque le querés meter una piña… eso por suerte no me pasa más. He escuchado cada injusticia. Realmente esta ciudad es muy violenta. Buenos Aires, Córdoba, las grandes urbes. Hay un vaciamiento cultural en las ciudades, y la gente puede contribuir a cambiar los paradigmas pero viene acá y se terminan oscureciendo por la vorágine del día a día, y es una pena. Está todo perfectamente armado para eso, para ser funcional al sistema y chau. Y si vas a vivir del arte, bueno, vas a ponerlo al servicio del entretenimiento. Y te lo dicen sin tapujos. Pero bueno, por lo menos tenemos la posibilidad de que haya un grupo grande de artistas que está todo el tiempo tratando de mejorar las cosas: esos son los espacios de reflexión donde me permito desarrollarme como autor, encuentros de escritores, pero de escritores que se autoeditan. Porque el sistema no quiere que la gente lea. La gente no lee ni los carteles, pero vienen y te dicen: “Leí un cuento tuyo”. Para mí es un montón, y te lo marcan: “Mirá que yo no leo nada, eh”. Lo dicen hasta con orgullo. Yo no pregunto: “¿por qué no leés nada?”, me parece un poco más sutil preguntar: “¿desde cuándo no leés? ¿desde qué momento?”. Y salen cosas zarpadas. Incito a contar, como les salga. Esa individualidad, en todo caso, puesta al servicio del discurso que puede sumar a la historia conjunta. El recurso de la literatura también sirve para incomodar.
Los peligros que acechan
El mundillo editorial, la firma de ejemplares, las notas en la prensa, la construcción de una torre de marfil que te aleja de la realidad, la mirada del otro ausente, el artificio de las redes sociales, la efectividad de ciertos relatos, la formación de un lector con determinadas particularidades, exigente. Los riesgos se multiplican, como también los seguidores y los lectores. Otra rama que se quiebra.
–¿Qué te hace ruido de tanto crecimiento, qué te preocupa?
–Si te quedás en lo positivo vivís un mundo de fantasía. Empezás a perder el contacto con la realidad. Lo que me hace mucho ruido son esos lugares en los que te ponen en un pedestal, gente que te dice “te vas para arriba”… Si te vas para arriba es peligroso porque te podés caer, te hacés bosta. Lo que me preocupa es que me pongan en un lugar de star. Todo lo que genera el fanatismo al empoderar a artistas que pueden ser talentosos, pero son soretes de personas. Ejemplos sobran: tipos que utilizan el lugar del arte para oprimir. Más si venís desde abajo y te ponés en ese rol de opresor. Hay miles de formas de oprimir cuando tenés un privilegio. En Mendoza me hacían pasar primero, cuando quería sacar un turno para el médico. Le dije a la chica: “Yo sé que lo hacen porque me conocen, pero a los demás pibes no los tratan así”. No está bueno, aunque me haya beneficiado. Porque al final hacen lo mismo que hacían mis compañeros de la primaria: me trataban diferente.
–Y con la tiranía del número, ¿cómo la llevás?
–Ese es mi mambo ahora, ¿será que me publican porque tengo muchos seguidores o porque realmente está bueno lo que hago? ¿Será que me invitan porque les interesa escucharme o por cuántos números tengo en Instagram? Porque el número siempre atraviesa la idea de lo que vale el trabajo del artista. Algo que me preguntan mucho es: “¿Vos vivís de esto?”, como tratando de justificar con un valor monetario, como poniéndole un numerito a tu trabajo, para saber si realmente tu discurso tiene un respaldo o simplemente sos un loquito soñador que anda por la vida. Esa es una suma de cosas con las que voy lidiando, pero ahora estoy más tranquilo. Lo manejo bien. No me engancho. Mientras tenga para comprarme puchos, café y tener al día mis cosas para poder sentarme a escribir tranquilo. A veces podés perderte en el camino y te convencen, te ponen un hotel y te sentís reconocido en tu trabajo, pero al mismo tiempo me genera angustia pensar: “Mientras yo estoy durmiendo en una cama donde entran tres personas, hay tres personas durmiendo en la calle”. Está bien, no se puede estar constantemente con esa angustia, pero hay gente que se indigna con los pobres que tienen DirectTV en el techo del rancho mientras hay otros que tienen mansiones declaradas como baldíos y eso pareciera que no le molestara a nadie, aunque en esas casas podrían vivir quince familias. Pero el pobre parece que no puede disfrutar, no puede tener placeres, no puede tener acceso a contenidos de entretenimiento, es tremendo. Está todo tergiversado.
Por lo pronto, lo único que puedo decir a ciencia cierta es que no me gusta la forma en que se maneja el negocio editorial. Sé que soy parte de eso, pero bueno… por ejemplo, ahora estoy armando un libro para publicar gratis en Internet a fin de año. Me parece que hay que devolver algo, si no estás cómodo mientras los demás están mal. Yo escribo de conciencia social, y hay contradicciones. Como el tipo que quería hacer en cine La Chaco, pero disfrazando actores varones de travestis. El libro dice que a las travas no les dan trabajo… ¿y vos vas a ir a hacer una película sobre travas y contratás chabones actores? “Pero bueno, tenés que entender las decisiones estéticas”. Te hablan de estrategias de marketing, pero nunca te hablan de lo que siente la gente cuando se pone frente al producto artístico. No les interesa. Hay gente en el mundo empresarial marcando la cancha de las emociones y todo se traduce en números.
–La última. Te encontrás hoy a ese Juan de diez años, que empieza escribiendo en su cuaderno… ¿Qué le dirías?
–Que va a estar todo bien, que esté tranquilo. Que lo que le suena a trampa, es una trampa. Que confíe más en su instinto, que sea menos obediente, un montón de cosas le diría al pibe… Que no hace falta ser maldito con nadie para que lo respeten, que su papá era malo con él porque bueno, le enseñaron así. Estoy hablando mucho de mi papá últimamente, mis lecturas van para ese lado. Me da como cierta nostalgia… No digo que me haya tocado un mundo hostil, tuve una infancia medio complicada pero yo no me di cuenta de nada hasta grande, para mí el mundo era así, y lo que no me gustaba, listo, me encerraba en mi imaginación y escribía chau. Pero cuando te enfrentás al mundo real, cuando sos un niño que creció, eso te genera mucha frustración, y hay gente que no aguanta, se deprime, consume, porque está triste.
También es importante apoyarte en la gente que tenés alrededor, en la figura de las madres, las abuelas, los amigos, es útil para poder encontrar un refugio, un techito cuando hierve el mundo y el sol está muy fuerte. No hacer todo desde la individualidad. La construcción es de adentro hacia afuera. Hay que armar redes, hay que circular por esos espacios e ir cooptando, como si fuese una célula terrorista, armar redes. Viendo con quién podés tener una línea de pensamiento y construir desde ahí, es la única opción. La conciencia de clase es importante porque la manipulación es muy fácil. Yo trabajo de eso, manipulo las emociones de la gente con lo que escribo, hay una elección de determinadas palabras que van a funcionar mejor o no, pero ahora eso multiplicalo a escala global, a Hollywood, Disney. Hay que tener cuidado con ese discurso. Hay que repensar y leer otra literatura.
Fotos de: Matanza Viva
Ilustración de: Julio Ibarra
Conseguí el último libro de Juan Solá, Esquelas, en la librería Sudestada.