No robarás / Juan Solá

Querido Sur,

Pensé en escribirte ya hace unos días pero anduve de mal humor y no hay que escribir así porque la ira recorta el potencial poético de una carta.
Hoy que dije “ya me siento mejor, hoy me siento a escribir”, amanezco con la noticia del bailarín salteño al que sus vecinos le rompieron una pierna en un ataque homofóbico.
Bailarín.
Le rompieron una pierna.
¿Cómo hace el odio para no dejar nunca de sorprender? Con qué ingenio es capaz de aparecerse siempre, nomás para recordarnos que sigue allí, agazapado, escondido en los escombros de la humanidad.
Dejo la carta, no quiero pensar en eso. Levanto los ojos a una terminal llena, pero no tanto, en un país pequeño, pero no demasiado, donde la gente va sumida en sí misma, pero no muy profundo. Regreso a Argentina con la acentuada sensación de que todo cuesta siempre mucho. Va a llover, ha de ser por eso.
Hoy nos presentamos con Cecilia en el Tano, en Buenos Aires, para hacer una lectura que venimos pensando hace rato en torno a ser madre y ser hijo y todas las cosas que suceden en el medio. Ayer al mediodía, mi hermana me avisó que a la vieja le robaron el teléfono medio a los empujones.
Llevo en los hombros la molesta sensación de querer que todo termine, pero no sé qué es “todo”. Puede ser el año, pero también el daño que hace esta gente que quiebra piernas de maricones o empuja viejas para sacarles sus cosas. Tengo la sensación de que los varones rompebolas del aula crecieron y andan entre nosotres. Parecieran no haber cambiado ni un poco. (Cuando digo que no hay personas, sino energías con personalidad, un poco a esto me refiero, y si lo explico es para ponerme a salvo de la literalidad pero también para no andar echando culpas, diré siempre que mis compañeros de aula fueron bastante amables).
El otro día charlaba con Mariela y le decía que no tengo memoria de maricones ejerciendo violencia (a no ser que sea para defenderse). Me refiero a maricones asaltando viejas para robarles. Por supuesto no digo que las maricas seamos todas unas santas, alguna que otra mechera habrá entre nosotras y más de una tendrá todo un call center encima suplicándole que pague una tarjeta, pero eso es otra cosa, eso no cuenta. Yo misma me he visto envuelta en el hurto de una caja de lápices Faber Castell en la Librería de Ledesma en el año 1997. Eran preciosos e incomprables. El niño que fui dice que no se arrepiente de nada. Pero, Querido Sur, yo no me refiero a pequeños hurtos, casi inocentes diría, sino al acto de la violencia, a la brusquedad.
En Uruguay son menos bruscos, pienso.
El otro día en Ciudad Vieja me crucé con una marica que había intentado hurtarme el teléfono una noche hace muchos años, aprovechándose de que yo estaba drogada. No me reconoció porque yo estoy divina desde que dejé de drogarme, pero ella está igual. En un momento quise que me reconozca, pero después lo pensé mejor y me alegré de imaginarme que a lo mejor ella también está bien y ya no intenta hurtarle cosas a los extraños que se drogan en su cama.

En Uruguay soy menos brusco, pienso.

Buenas noches,
Juan

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