Por Hugo Montero
12 años atrás el mundo despedía al enorme Ray Bradbury.
Leí “Caleidoscopio” hace muchos años, cuando era un pibe. Quizá ya por entonces, en esos años de colegio de tarde, leche con Zucoa y televisor blanco y negro, intuía que mi destino no se advertía muy propicio para cumplir con mi deseo de ser cosmonauta. Algunos contrastes ya pegaban fuerte en el joven sentido común de aquel entonces: bastante costaba imaginarse surcando la inmensidad del cosmos encaramado a un árbol de quinotos en un barrio suburbano de Claypole, más allá de la potencia con la que uno pudiera dibujar los contornos de ese anhelo. La NASA quedaba lejos de la sifonería de la otra cuadra, el Sputnik no se parecía en nada al molino de casa que había perdido sus aspas y el nombre de mi perro no era Laika, sino Mendieta.
El cosmos seguía ahí, como siempre. Lejano, ajeno, enigmático.
Había un solo modo de acercarse, una exclusiva manera de rozar con la punta de los ojos ese universo infinito y perpetuo. Ese modo era saqueando la biblioteca paterna para ocultarse en la espesura del árbol, y leerse de un tirón Crónicas marcianas, Las doradas manzanas del sol o El hombre ilustrado. En ese último libro de cuentos se escondía “Caleidoscopio”. No recuerdo haber leído otro cuento más inquietante en esos años.
El argumento era tan sencillo como perturbador: una nave estalla en el espacio producto de una falla técnica (“El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas”, decía en su primera línea) y los astronautas de la expedición quedan a la deriva “retorciéndose como una docena de peces fulgurantes”, sin chance alguna de sobrevivir, apenas dueños del breve tiempo para comentar su desgracia y dialogar entre ellos, antes del inexorable final. “Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces”, escribe el autor. El sarcasmo, la desesperación, la tristeza, la resignación, todo ese cruce de emociones se confunde en la simpleza de un relato extraordinario. Todos van a morir, lo saben. Pases de factura, viejos resentimientos, sueños rotos, anhelos frustrados, asignaturas pendientes, los astronautas hablan entre sí. En pocos minutos, uno se diluye en un enjambre de meteoritos, otro sigue su camino rumbo al sol. El último, el protagonista, avanza hacia la atmósfera terrestre.
Del otro lado de aquel libro gris de tiempo, en un universo completamente extraño a ese paisaje de náufragos del espacio, lluvias de asteroides y estrellas fugaces, quién podía negarme la oportunidad de participar de aquel relato, de compartir la (mala) suerte de esos astronautas sin más rumbo que el final de la página. Aunque fuera sentado en las ramas de un árbol de quinotos. Aunque nunca viera una escafandra en mi vida y los rasgos de un marciano fueran un enigma para siempre. Aunque fuera testigo de aquella desventura narrada por un genio llamado Ray Bradbury en un perdido rincón del universo llamado Claypole.