Sara Gallardo: La mujer que amamos

Sara Gallardo escritora argentina


“En el colegio encargaron a mi hija un ‘retrato de mamá’. Imaginé mi efigie enaltecida y me emocioné de antemano: no contaba con la objetividad de la nueva generación: ‘Mamá se parece a mí. Es alta y flaca y mide 1,80. Tiene el pelo negro y corto y ojos también negros y grandes (…) Tiene los dientes grandes y una linda sonrisa (…) Tiene dedos largos. Cuando la llaman por teléfono manda decir que no está. Es muy insociable: sobre todo con las personas aburridas’”. 
“El casamiento de Susana Giménez y Alain Delon”, Sara Gallardo.

Por Juan Bautista Duizeide


1. Otoño de 1976 (¿hay algo más frío, húmedo y gris en mi memoria que aquel otoño del 76?). La escena no pretende originalidad alguna. Se repitió con variaciones en muchas casas. Podemos considerarla una forma argentina de ejercer la crítica literaria. Y muy de aquella época. Yo vi una de sus versiones en mi casa, en aquel otoño que fue preludio de tanto. Frente a la biblioteca, mis padres intercambiaban opiniones en un susurro a medida que iban retirando libros de los estantes. A un lado de ellos, los salvados. Al otro, los que tendrían como destino la fogata que en minutos se alzaría en el patio. Ahora, grande, dudo que se llevaran a alguien por lo que leía. Pero en aquellos tiempos toda precaución parecía poca. Vi cómo iba creciendo el número de los condenados. Aunque mi madre se resistía más, mientras mi padre se veía decidido, no había mayores diferencias en la clasificación. La discusión comenzó cuando aparecieron los libros de Sara Gallardo. ¿Adónde iban Los galgos, los galgos; Enero; Pantalones azules? Esa dificultad para la clasificación es una de las características de su obra.
Sara Gallardo fue confinada durante años entre el olvido y la leyenda para iniciados. Difícil de asimilar para la izquierda, que no siempre tuvo (ni tiene) la amplitud ni la agudeza necesarias para identificar los signos de lo genuinamente nuevo y valioso. Imperdonable para la derecha, por su independencia, por ser rebelde y mujer, porque sus ficciones iluminan zonas ocultas y revelan secretos.
No me resulta difícil enumerar razones para recomendar la lectura de Sara Gallardo. Razones que otras razones y otros corazones bien pueden compartir. Ahí van, desordenadamente, como quien comparte los subrayados de una lectura febril:
2. Nadie que ame los viajes puede no amar los trenes. Y nadie que ame los trenes podrá dejar de extasiarse con tres cuentos tan diferentes como “La gran noche de los trenes”, “Amor” y “Los trenes de los muertos”.
3. Hudson y Mansilla podrían envidiarle sus descripciones de la llanura. En sus relatos es un personaje más, interactuando de cuerpo y alma con el resto.
4. Hay en su narrativa un lirismo quizás sin par en la literatura argentina. Acaso pueda emparejársele Sudeste, esa oda al río, al tiempo y al hombre que pasa, de Haroldo Conti.
5. Hay haikus que no son haikus incrustados como joyas raras en la joya de su prosa tan rara:
Adiós cisnes, y garzas y flamencos.
Joyas del mundo, adiós.
(De Historia de los galgos).

6. La visión de la clase dominante:
“Las cosas escondidas no pueden hacerse de acuerdo con los patrones porque ellos no comprenden. Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”.
(De Enero).
7. Los galgos:
“Iban con ese trote que transformaba el terreno más penoso en una pista aérea (…) Los miraba y hubiera cantado”.
(De Historia de los galgos).
8. La prosa: “…el viento volteaba el fuego con chasquidos de trapo. Salieron al amanecer. ¿Adónde vamos?”.
(De La rosa en el viento).
9. Su capacidad alusiva está jugada al máximo en fábulas tan crueles como “Las ratas” o “¡Pero en la isla!”. En 1977 se animó a publicar en Argentina esta frase: “Las casas se transformaron en celadas, las calles en campos de exterminio”.
10. Sus cuentos fantásticos no se limitan a sorprender, sino que además conmueven.
11. Ninguna antología de cuentos acerca de hombres lobo debería ignorar “Fases de la luna”. Un equivalente en prosa y pampeano de la poesía áspera que los hermanos Taviani logran en un episodio de su película Kaos, basada en relatos de Pirandello que transcurren en Sicilia.
12. Personajes femeninos como la puestera Nefer, violada y embarazada, que intenta rebelarse pero al fin es humillada por la patrona de la estancia. Una católica implacable que –como forma de ordenar su rebaño– la obliga a casarse con el violador. O como Lisa, la inolvidable africana pálida de presencia tan delicada y tan fuerte como la de los mismos galgos compartidos con su amante.
13. Los protagonistas masculinos de las novelas Pantalones azules y Los galgos, los galgos, con un miedo a la vida y una ineptitud para la vida autónoma que son cifra del agotamiento de una clase social: la que ordenó el país –sobre el sudor, las lágrimas y la sangre de otros– a imagen de sus comodidades, sus placeres y sus limitaciones.
14. La estructura de sus novelas. Desde el clasicismo de los inicios hasta esa novela final que es a la vez un laberinto y una flor que sus lectores deben ir recorriendo, deshojando, reescribiendo.
15. Sus short short stories. Esa categoría creada por catedráticos gringos para intentar la clasificación de algunas creaciones inquietantes del guatemalteco Augusto Monterroso. Una categoría narrativa en la cual –como en todas– Sara Gallardo se destaca. Vaya una muestra. Breve breve. Se titula “Un camalote”. Y dice así:
“Leyendo a Walter Scott se me ocurrió edificar un castillo frente al Paraná. Me hizo feliz con sus almenas, torres, puente levadizo. Un camalote trajo por el río a un tigre de la región del norte.
Mató a mi mujer y a mis tres hijos.
Leyendo a Walter Scott: olvidé dónde estaba.
Ya no lo olvidaré”.
16. Su libro de cuentos El país del humo (1977), tan variado en temas, formas y extensiones, como parejo en calidad.
17. La capacidad para no quedarse en un lugar ni en un estilo. De la llanura pampeana donde transcurren Enero y Los galgos, los galgos, al norte argentino donde transcurre Eisejuaz. Y de allí a la Patagonia donde transcurre La rosa en el viento. De la compleja liviandad a un barroco alucinado, y de éste a una nueva complejidad.
18. Sus cuentos con caballos: “Un tordillo puede ser soso o puede ser la gloria del mundo, White Glory era la gloria del mundo”, comienza el que se titula precisamente “White Glory”. El que narra la llegada en barco de un caballo excepcional, su viaje en tren por la llanura pampeana, el descarrilamiento, la sorpresiva libertad, las luchas, la creación de una estirpe de caballos salvajes dirigidos a cada generación por un jefe blanco.
19. Su caracterización de la violencia oligárquica y del ocultamiento sistemático que resulta fundamental para ella:
“Las nubes corrían en cardúmenes apresurados por un cielo que parecía tener ruido. Cansado de esperar subió a una loma a buscar su camino. Vio un campo entero de esqueletos, amontonados o esparcidos, jirones de poncho prendidos en las matas, una trenza negra saludando en el viento, calaveras de niño, bocas abiertas con hierbajos. Se apeó. Ató el caballo a un arbusto. Contó sesenta cráneos, vio el diminuto collar de vértebras enredado en lo que ya no era vientre materno, se inclinó a recoger unas balas”.
Un poco más adelante, le pregunta por eso a su guía indígena, quien intencionadamente, en lugar de hacerle ver las bellezas naturales, lo condujo allí. Y él mismo le informa: “la masacre la llevó a cabo un respetado ovejero de la región, y la encargó un prohombre por quien placas y estatuas alzan loas en la población más cercana”.
Todo resulta aún más perturbador si tenemos en cuenta que La rosa en el viento se publicó en España en 1977, mientras por todo el país se multiplicaban los centros de detención, tortura y muerte y se multiplicaban las tumbas sin nombres.
20. El inicio de su segunda novela, Pantalones azules (1963): “En la estación el olor del verano y la gente formaban un río bajo las cúpulas oscuras”.

21. La capacidad para señalar los tics de los que mandan:
“–Ahijuna –dijo burlonamente Elisa–. Nunca he sabido por qué no pueden hablar del campo de un modo natural. Con cierto humillado fastidio Alejandro no pudo menos que pensar en su padre, que siempre se dirigía al personal usando un desafortunado remedo del habla campestre”.
(De Pantalones azules).
22. La vida y desesperación del mataco Lisandro Vega, llamado Eisejuaz, y su búsqueda de Dios. ¿Un loco, un tonto, un místico? ¿Un místico loco y tonto? ¿Un sabio, un santo? “Yo soy Eisejuaz, Este También, el comprado por el Señor”, nos dice Eisejuaz, en una novela donde el castellano se retuerce como una llama y nos quema los ojos.
23. Las crónicas publicadas en la revista Confirmado por esta mujer única, en una época de grandes cronistas que eran todos hombres. Crónicas caracterizadas por la capacidad de observación y reflexión y por un ánimo chacotón que las emparienta con las causeries de Lucio Victorio Mansilla.
24. Relatos para niños como “¡Adelante, la isla!”. Que empieza así: “El que siembra vientos recoge tempestades, dicen. Abel no sembró vientos pero colgó la dentadura postiza de su tío de una lámpara y con eso su vida cambió para siempre”.
25. La comprensión de los personajes y la forma en la que logra hacernos sentir cómo se ven unos a otros y cómo esa visión va cambiando. Por ejemplo, en Historia de los galgos, un puestero bruto, descripto por el narrador protagonista casi como un subhumano, tiene su momento de gloria y pasa luego a ser alguien aceptado en sus diferencias y querido:
“Flores, como todo sabio, se mantuvo parco en los informes medicinales pero por supuesto no defraudó a nadie. Fue a buscar mi caballo, que presa de una inesperada histeria andaba pisoteándose las riendas por el fondo del potrero, crió esos cachorros destetados de golpe, y curó a Chispa. Y todo lo hizo bien”.
26. Su visión de la cultura de la clase social en la que se había criado:
“Era poeta, me olvidaba de decir, de esos que cada mes publican en La Nación una ristra que leíamos lealmente sin entender palabra pero creyendo a pie juntillas en sus valores, y a quien además, ante mi asombro, traducían en Francia y en Alemania”.
(De Historia de los galgos).
27. Su absoluta falta de piedad para aquello que en absoluto merece piedad:
“…me parecía la mujer ideal para un presidente argentino: brazos de amasadora de ravioles, busto destinado a los reflejos de algún horrible traje de gala para la función patria en el teatro Colón, sonrisa maternal y algo tímida dispuesta a pasar ante la guardia de granaderos como diciendo: ‘Perdonen, hijitos, ojalá pudieran irse pronto a casa, que mamá les ponga una bolsa de agua caliente en la cama’, en fin, un compendio de la vibración épica de la patria”.
(De Historia de los galgos).
28. Ese encuentro entre un hombre viejo y un viejo perro querido comparable al que le ocurrió a otro hombre, miles de años antes, de regreso del mar, en un libro demasiado famoso como para nombrarlo sin ultrajar a la sagacidad del lector:
“–Querido amigo –le digo–, estás viejo, sarnoso y aburrido. Y lo abrazo. Fugazmente me lame la cara”.
29. Esos poemas que emergen como islas en el mar de la prosa y nos revelan que también el mar es isla y la prosa poesía:
Y veo que la luna está saliendo, enorme.
Mientras el sol se está poniendo, enorme.
Por un momento se miran cara a cara.
(Yo con mis perros entre sus miradas).
La luna enrojece con la rojez del sol.
Cambian lentamente de posiciones. El sol baja, se hunde, se despide
en un mar de menta violeta. Y la luna sube palideciendo.
Ha llegado la hora. La hora de la luna.
Por las zanjas del monte en plena noche vamos a paso tardo con mis
perros. Alguna vez me eché en ellas y sentí el olor de la felicidad.
(De Historia de los galgos).
30. Ese pasaje en el que narra el entierro de una galga:
“No se crea que cavar tumbas es tarea sencilla.
La tierra resulta siempre más dura de lo previsto, sobre todo cuando hay yuyos que se entremezclan, y las palas siempre más desafiladas de lo debido, y si las manos además se encuentran hartas de llevar una carretilla por la oscuridad, y los nervios a punto de estallar, y los pantalones mal sujetos porque el cinturón fue empleado, con poco éxito, en atar el cuerpo muerto a una vara de la carretilla para que no resbale, la tarea es aún menos eficaz.
Y así, una tumba insuficiente que va estrechándose hacia adentro queda lista cuando expira la linterna. Pero el cielo se ha penetrado de cierta claridad.
Entonces es el final. Final en serio. Levanto las varas de golpe, y enroscada en el cinturón se desliza hasta caer en el fondo donde se retuerce una lombriz. Un hilo espeso de sangre la sigue desde el borde de la lata.
Allí queda sepultado el horror, lo que excitó a las moscas. Y también la belleza que fue y vino por el suelo de Las Zanjas como la aguja que recorre el tapiz y lo deja cruzado de hebras de oro. También mi corazón.
(De Historia de los galgos).
31. El coraje de tomar la novela Los galgos, los galgos –premiada, publicada y convertida en un éxito de críticas y ventas–, y adelgazarla en cientos de páginas hasta hacer de ella una novela que para muchos resulta mejor. Y, por lo menos, distinta.
32. Ese final de Historia de los galgos en el cual vuelven frases, recuerdos, motivos de felicidad, y en su nuevo contexto resultan desoladores.
33. El capítulo II de La rosa en el viento, narración de la rivalidad encarnizada entre una niña india y una jovencita europea, que en todos los sentidos del término conviven con dos criadores de ovejas en una cabaña patagónica.
34. “Las 33 mujeres del Emperador Piedra Azul”, que puede leerse a la vez como una especie de poema antiépico y como una novela condensada en pocas páginas, narración de las intrigas entre las mujeres del supremo cacique pampa. Treinta y tres fragmentos, uno por mujer.
Un milagro de síntesis:
“La vida está entre estos pasos: el sí, el no, el ahora, el nunca”.
Un prodigio de lirismo:
“Su padre le dijo el día del primer combate: –Que ninguna mujer te importe más que la guerra. Su padre le dijo el día del primer banquete: –Ninguna mujer lleva más lejos que el alcohol. Su padre le dijo el día del primer sacrificio: –Atarse a una mujer es apartarse del misterio. Conoció el combate, el alcohol, el misterio. Me dice: son tres sombras junto a tu falda roja”. 

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