Alejandro Sokol. El Cazador

Frágil, bestial y al acecho, Alejandro Sokol fue un cazador que, en la selva de este mundo, tuvo que aprender a sobrevivir valiéndose de sí mismo, a la intemperie y en soledad, y debió ingeniárselas para mitigar el sufrimiento de andar en carne viva. Cantar así, desde el fondo de las entrañas como si respirar dependiera de ello, o bailar con los ojos cerrados poseído por un hechizo, se trató de una aventura cotidiana que supo conmover con la fuerza de un rayo”, describe el autor al protagonista de este libro en un fragmento. Este trabajo, que incluye entrevistas exclusivas a su entorno más íntimo, narra el caótico recorrido del Bocha, desde su debut como bajista y baterista de Sumo; pasando por su etapa mormona alejado de los excesos, su efímero grupo S.O.K.O.L, y las dos décadas al frente de Las Pelotas –la banda que lo marcó a fuego–; hasta la creación de El Vuelto S.A., su último proyecto. Escrito por Isaac Castro, es el fruto de años de investigación, la recolección de decenas de testimonios y una exhaustiva labor periodística, que nos permite conocer a fondo la vida de uno de los grandes de nuestro rock nacional. Compartimos un fragmento del primer capítulo.

Estoy cansado de soportar tanto veneno

Relatar fenómenos intangibles es tan solo un placebo para el deseo imposible de perpetuar la emoción. Porque lo que sucede de manera corporal, psíquica y que solo el rock de una banda única puede producir, es algo que queda fuera de los límites de lo narrable. Alejandro Sokol, además de fundar Sumo, una de las bandas icónicas de la música local, y antes de crear El Vuelto S.A., durante dos décadas fue la voz principal de otro grupo impresionante, que permanece vigente hasta estos días, pero que mientras lo tuvo a él entre sus filas, provocó en miles de personas una fascinación que rayó lo inexplicable y aquello que se puede decir. El idilio entre el Bocha –y por añadidura Las Pelotas– era algo muy fuerte, desesperadamente personal y enigmático, por lo que el lenguaje y su capacidad referencial a menudo se veían colapsados. Sabíamos que el rock, desde sus orígenes, se había concebido como la banda sonora oficial de la juventud y la contracultura, pero este proyecto llevaba eso al extremo, acaso porque sus virtudes creativas y decisiones estéticas lo separaban del resto, y encarnizaba como nadie una forma de supervivencia que muy pronto se convirtió en faro para generaciones enteras. Las Pelotas –y por extensión Alejandro Sokol–, mostró otro modelo de manejarse que se hallaba en las antípodas del mercado y cuyas consecuencias, por lo general, fueron quedar fuera de los circuitos de difusión y medios comunicacionales. Su independencia, rebeldía y autogestión, rasgos que sintetizaban el espíritu del viaje colectivo, caben también para retratar la existencia individual del Bocha. Un músico al que, desde lo técnico y formativo, tal vez no le sobraba nada y que, no obstante, poseía el don del magnetismo, de darte corriente con la mirada e interpretar mejor que muchos, letras de una poética sencilla, urbana, que calaban en el corazón de las personas. Como un mesías de la celebración, Alejandro Sokol, al frente de Las Pelotas, tuvo la llave del cofre de la felicidad en una época infame, y paradójicamente, acaso sin jamás desearlo, se convirtió en un ídolo. Tal vez el último del rock argentino, esa música que nos salvó la vida.

Constantino Sokol llegó a nuestro país a los 14 años en un buque procedente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, escapándose de la posguerra, en pleno auge del gobierno estalinista. Sin demasiadas expectativas de futuro y un horizonte que parecía solo prometer pobreza y hambre para una familia como la suya, decidió abandonar el continente euroasiático para torcer su destino. También existe la teoría de que, en realidad, Sokol haya nacido en Polonia, que después emigró a la actual Rusia y desde allí subió a un trasatlántico con rumbo a Sudamérica, aunque esto jamás fue confirmado –cuentan que Don Coski era un hombre a quien no le gustaba explayarse sobre su pasado porque solía traicionarlo la emoción–. La única certeza es que nació en un pequeño pueblo y que en su aventura lo acompañaba un hermano con el que, ni bien pisaron suelo argentino justo antes de tramitar los papeles inmigratorios, se separaron para siempre.

Al principio fue duro, pero en base a constancia y mucho sacrificio, Constantino logró salir adelante. Ya instalado en Buenos Aires, consiguió empleo en una empresa metalúrgica, y prontamente conoció a Dolores, una joven nacida en San Luis. La pareja tuvo tres hijos: Cristina, Susana y Alejandro Javier, que fue el último en llegar un sábado 30 de enero de 1960. Los Sokol se establecieron en Hurlingham, que por entonces pertenecía al partido de Morón, más precisamente en Parque Quirno, un barrio de construcciones bajas y arboledas generosas, emplazado justo detrás de la fábrica de neumáticos Goodyear –una planta que en sus mejores épocas les dio trabajo a cinco mil personas impulsando el crecimiento de la zona–. Allí, en esa parcela del conurbano, que hasta no hacía mucho tiempo supo ser tierra de fecundas quintas, formaron su hogar.

En el fondo de esa casa, por entonces ubicada en la calle Pizzurno 663, los Sokol montaron un taller de costura donde fabricaban camperas de diferentes materiales. El emprendimiento textil, a cargo de Dolores, demandaba numerosas horas de esfuerzo, pero su recompensa les permitía vivir con una cierta solvencia que, si bien no los hacía ricos, posibilitaba que a sus hijos no les faltara nada. En ese lugar, entre máquinas de coser y retazos de tela, Alejandro pasó gran parte de su niñez junto a sus dos hermanas mayores. Don Coski, el patriarca ruso, que fumaba tabaco en pipa, era dueño de un espíritu cómico y muy conocido por su gran sentido del humor, lo supervisaba con justas dosis de severidad y afecto, mientras que Doña Lola, tal vez porque se trataba del único varón, era más contemplativa. 

Al lado del domicilio de la familia Sokol –una sobria edificación de una planta que se extendía por un largo terreno rectangular–, vivía Claudio Gauto, el hermano de Giorgio, un recordado y multifacético artista plástico de esa especie de ciudad-estado que es Hurlingham. Pese a ser unos años menor que el cantante, salir a jugar a la vereda implicaba hacerlo con Alejandro, que siempre se mostraba bien predispuesto para la aventura y parecía poseer una energía inagotable. De este modo lo recuerda:

Teníamos una quinta enfrente, “La Luz”, llena de árboles de los que siempre nos colgábamos. Él era el que ataba la soga y hacía las cosas más locas. Jugábamos a hacer películas. Mi hermano Giorgio filmaba, y Ale y yo éramos los actores. De chico le gustaba la actuación, por ahí imitaba a Batman. Era todo muy sano. Fue al colegio “El Platerito” y dejó. Era un tipo inteligente pero no le interesaba estudiar. Tocaba la guitarra de chico, sacaba temas, tenía mucha facilidad, era muy bohemio. Me acuerdo de que íbamos a buscar latas de batatas al supermercado América de Cinco Esquinas para armarse una batería, siempre lo apasionó la música y fue por ese lado. Para mí era como un hermano más grande y siempre fue el mismo.

Cristina Sokol, la hermana del músico, comenta:

Ya de chiquito era un colgado, como fue toda su vida. Salía a hacer un mandado con la bicicleta y por ahí volvía caminando (…) Nos agarraba las muñecas que teníamos guardadas con mi hermana y las colgaba del cuello en un árbol me acuerdo que a la hora de jugar. Le encantaba disfrazarse de cowboy, se ponía un sombrero y se armaba con un palo.

Sokol terminó la formación primaria casi a la fuerza; por esa razón y aunque tuvo la oportunidad de asistir a una buena escuela secundaria, ya en ese momento se notaba que lo suyo, su marcada afición, no estaba dentro de un aula, y mucho menos bajo las ordenes de alguien.  Una amiga de la infancia, Marité García, que además fue su compañera de jardín y colegio, comparte sus vivencias junto al Bocha: 

Nuestras madres quedaron embarazadas de nosotros el mismo año, así que nacimos con poca diferencia. Me acuerdo de él desde que estábamos en el corralito peleando por los juguetes. Fuimos al jardín de infantes juntos, vivíamos todo el tiempo uno en la casa del otro. También hicimos la primaria hasta que, en un momento, él cambió de escuela, se empezó a desbandar un poco, y entonces Susana, una de sus hermanas que estaba casada con un polista, lo agarró y se lo llevó al country donde vivía ella. Pero por supuesto se pudrió y se escapó. Era travieso y muy inquieto, movedizo, de hacer travesuras. Una vuelta, en su casa, allá en la calle Pizzurno, se había subido a un poste de luz, se cayó, se quebró el codo y le pusieron un yeso. Unos días después, mientras mirábamos la tele y nos peleábamos porque él quería ver una cosa y yo otra, le di un cachetazo y el me dio un codazo con el yeso y me hizo un tajito en la ceja que todavía tengo. Cosas de chicos. Al poco tiempo de eso empezó a tocar la batería, y ya era muy difícil seguirle el hilo.

A muy temprana edad, era obvio que el Bocha se sentía mucho más atraído por la música que por cualquier otra cosa. El tocadiscos que tenía en su hogar le permitió descubrir un universo nuevo, debido a esto no fue extraño que se interesara por los instrumentos y, a través de ellos, la posibilidad de crear sus propios sonidos. La vocación de Alejandro estaba demasiado latente como para pasar desapercibida. Esto le decía al periodista Cristian Vitale respecto de sus comienzos:

–Los Beatles fueron los primeros para mí. Cuando tenía trece años, me armaba baterías caseras y tocaba sobre las canciones, que ponía en un Wincofón. Luego, se me había dado por la guitarra, empecé a tocar folklore, pero me aburrí del método de enseñanza, la tiré arriba del ropero y la volví a agarrar años después.

–¿Con qué objetivo?

–No sé. Empecé a tocar canciones de Sui Generis. Me acuerdo que cuando conocí a Germán le enseñé a tocar “Confesiones de invierno” (risas). El siguió perfeccionándose y yo nada más la rasco lindo, para acompañarme.

En una adolescencia que transcurrió a la par del crecimiento de la violencia política, Alejandro Sokol conoció a Germán Daffunchio y rápidamente se volvieron casi inseparables. Los presentó el barrio, ya que frecuentaban los mismos lugares, y ambos practicaban rugby en tradicionales clubes de la zona, pero lo que los unió en verdad fue el interés por el rock nacional. Su niñez y juventud habían coincidido; primero, con Los Gatos y Almendra y su ineludible sonido beat; luego, con la crudeza urbana de Manal; y, por último, con el pacifismo folk de Sui Generis. De hecho, pertenecían al dúo de Charly García y Nito Mestre las primeras canciones que el Bocha ejecutó en una guitarra, ese instrumento que jamás terminó de dominar del todo, pero del que sabía lo suficiente como para sacar de oído aquellos temas que le gustaban, y años más tarde empezar a componer los suyos. Aunque tocaba unos pocos acordes y casi ninguna escala, ese conocimiento se trató de un capital invaluable porque, de alguna manera, comenzaba a darle sentido a su vida. Quizá no lo sabía entonces, pero ese era su don, y expresarse mediante la música su principal propósito. Una actividad que ya no abandonaría nunca y que le permitiría conectarse con miles de seguidores.

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