Subte, un relato de Juan Solá

Me gusta el subte porque es como el cumpleaños de quince de una prima lejana al que todos se ven obligados a ir, aunque nadie tenga ganas. En él, converge la mezcla más exótica de seres, una suerte de feria llena de colores y ruidos y alguna que otra imagen triste.
Los pibes se metieron al vagón a los gritos. Eran tres y ninguno tenía más de ocho años. Eran flaquitos y chabacanos, maleducados sin maldad; medio pillos, pero compañeros.
Uno solo tenía zapatillas, el más chiquito. Y cuando digo el más chiquito no me refiero a la cantidad de años, sino de la cantidad de costillas que le conté sobre el cuero desnudo.
El más chiquito tenía las zapatillas y también las tarjetitas. Las fue repartiendo entre hombres y mujeres del vagón, que los observaban con los ojos llenos de una pena que se parecía más al asco. Hablaba a los gritos y otro le respondía, también a los gritos, y el tercero le gritaba a la gente que por favor les tiraran una moneda, que Dios los bendiga.
Una señora se tapó los oídos.
Recién cuando pasaron en retirada escuché hablar al nene que tenía sentado enfrente. Él tampoco habrá tenido más de ocho.
—¡Mamá! ¿Por qué gritan los nenes?—, preguntó exaltado, sin sacarles los ojos de encima. ¡Qué libres son los nenes que pueden jugar en el subte!, habrá pensado.
—Porque son negros-, dijo la madre, y sentí como si un árbol se me hubiera desplomado sobre el pecho.
Pensé que había escuchado mal y presté atención. No sé por qué, tuve miedo.
—Porque son negros. Y cuando crezcan, van a ser ladrones. Vos tenés que tener mucho cuidado con esos chicos, ¿sabés?
La cara del nene cambió como cambia la luz de la tarde cuando es verano y son las ocho menos diez y hay sol, y de repente son las ocho y todo se ha puesto oscuro. Sus ojos se apagaron y los ratoncitos de curiosidad que espiaban desde las pupilas se atacaron entre ellos. Sus cejas se torcieron hacia adelante y sus labios se convirtieron en una línea recta y severa.
Creo que hasta se le cayó un poco de magia de los bolsillos.
—¿Sabés?
—Sí, mamá.
No entiendo muy bien lo que me ocurrió a mí. Se me aceleró el corazón y mi garganta se puso rígida. Quería salir del tren aunque estuviera en movimiento. Quería ser yo el que gritara ahora, pero me pareció más virtuoso el silencio de quien sabe que nunca se humilla a alguien delante de sus hijos.
Tuviste la oportunidad de sembrar una semilla de amor, pero preferiste perpetuar el odio.
Elegiste enseñar a tener miedo.
Podría haberte perdonado la falsa misericordia de quien observa y murmura “pobrecitos”, pero masticaste tanta bronca que ya ni siquiera sabés hacer eso.
Ay, pibe, ojalá que alguna vez alguien te explique que ese día, tu mamá estaba enfurecida y que los chicos de la calle no se juntan para jugar, sino porque tienen miedo.
Los chicos de la calle no gritan porque son negros, gritan porque son invisibles.

Subte. Relato del libro Microalmas, de Juan Solá.

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