1982

Por Cecilia Solá

Me acuerdo del rostro de mi abuelo cuando la radio dijo que el Ejército Argentino había recuperado las islas Malvinas. Se llevó la mano a la frente y apoyó la cabeza en la palma, en la tristeza resignada de quien atestigua una estupidez garrafal. Mi pueblo fue otra cosa.  La comunidad siempre tan correcta y medida estalló en banderas, escarapelas, misas y cánticos de cancha contra el Pirata. Las Invasiones Inglesas se contaron, se cantaron, se estudiaron, se recrearon como un Pesebre Viviente, y de pronto la Reina, Margaret Thatcher, el Principito fueron los villanos de todas las historias. El insulto más común contra la reina británica y su Primera Ministra era viejas feas, pero entonces a nadie le resultaba incómodo. Se odiaba con lo que se tenía.
La tarde que los pibes salieron para la guerra el pueblo se volcó a la calle con banderas, flores y gritos de amor y aliento. Los gurises iban en los camiones verdes, con casco y fusil. Algunos llevaban los rosarios en las manos y otros al cuello. Nos miraban sonriendo, pero había quienes llevaban los ojos bajos y el rostro serio, como si no mirar a quienes los despedían los hiciera mas hombres y menos niños. Lo vi al hermano del Tato Barboza reconocerme y sonreírme, y se me llenaron los ojos de lágrimas de una  emoción patriótica. Traté de bajar a la calle para alcanzarle la mano, pero el policía me detuvo y él me hizo un gesto como que “a la vuelta” y el camión se alejó mientras  nos sonreíamos. El Roli Machuca iba en uno de los últimos camiones. El Roli era de mis amigos vetados, por varón, por costero y porque a los 16 había dejado embarazada a una piba y al nene lo tuvieron que anotar como hijo de los abuelos, pero se parecía tanto al Roli que era como si la criatura lo hiciera a propósito. Ni soñar que me dejaran juntar con alguien como él, así que  tuvimos que ser amigos a escondidas, en los picnics de estudiantes en los que se colaba o cuando nos encontrábamos en la costa, yo intentando mis primeros cigarrillos y él masticando un yuyito. Era flaco, morocho y jodido. Su poca estatura no lo eximía de cagarse a trompadas vuelta y media, aunque siempre llevara la peor parte
Era  cuestión de no recular, no de ganar. El casco le quedaba grande y le tapaba un poco los ojos. Cuando lo vi grité su nombre, agité los brazos y alzó la cabeza . El miedo le había puesto vítrea la mirada, como la de un pájaro nocturno sorprendido por los faros de un camión, y se le caían unos lagrimones enormes por las mejillas flacas. El hermano del Tato no volvió. Murió en el Belgrano, cuando la guerra había dejado de ser un desfile y el miedo nos volvía silenciosos frente a la radio. El Roli si volvió. Herido y con una medalla que, dicen, se la dio a la madre del hijo, aunque otros aseguran que la cambió por vino. Para cuando me fui del pueblo ya hacía un año que se había ahorcado.

Anterior

La Tita de Burzaco: Historias travestis del conurbano

Próxima

Hablemos de autismo