Borges todavía

Hay dos reacciones típicas, y sólo en apariencia opuestas, que permiten dar medida de la grandeza de un autor después de muerto. La primera es el intento de apropiación de su figura por corrientes estéticas (o ideológicas) contradictorias entre sí, o por las que el autor nunca en vida se hubiera inclinado, una torsión de textos y argumentos en el afán de todos de tener al “nombre” de su lado. La segunda es el ataque empecinado, los sucesivos intentos de erosionar su figura o destronarla. Al erigir a un autor como blanco predilecto, o al oponer contra él, como si la literatura fuera un ring, contendiente tras contendiente, no se hace más que confirmar su dimensión y su peso.

Por Guillermo Martínez*

Borges, en estos años, tuvo el privilegio de correr las dos suertes. Los intentos de apropiación no esperaron ni un minuto después de su muerte: Vlady Kociancich recuerda en su libro La raza de los nerviosos la sorpresa que les deparó, a quienes “en la intimidad y en público lo oímos repetir cortésmente pero con firmeza, su convicción de ateo”, el solemne funeral religioso con que se lo enterró, con dos sacerdotes, uno por la Iglesia Católica, otro por la Protestante, “como si un solo delegado del otro mundo no bastara para convencernos de que Borges conseguirá alojamiento en algún Paraíso”.
Más fundada, más establecida, aunque también discutible, es la postulación de Borges como un representante tempranísimo (y desprevenido) en las filas del posmodernismo. Las citas apócrifas, la permanente evocación de otros textos, los diálogos intertextuales, la idea de que toda escritura es reescritura, la ironía, y aun el hecho de que no escribiera novelas y prefiriera las formas breves, se han tomado como evidencias suficientes. Pero apenas uno se detiene a examinar los procedimientos narrativos de Borges, aparecen otras explicaciones tanto o más razonables. Es cierto que cuando Borges escribe típicamente acumula ejemplos, analogías, historias afines, variaciones de lo que se propone contar. En “El Aleph” enumera otras versiones posibles de la esferita que contiene a todas las imágenes del universo: el espejo de Merlín, la lanza de Júpiter o una columna de piedra en una mezquita de El Cairo, que encerraría en sí “el atareado rumor” del universo. En “Funes el memorioso” hay también una lista de los casos históricos o legendarios de memoria prodigiosa. Y el cuento “Historia de dos reyes y dos laberintos” estaba precedido, en su primera versión, por un ensayo tres veces más largo sobre los laberintos más famosos de la historia. Pero en todos estos casos y en cada ocasión en que Borges se rodea de otros textos, los ejemplos que prodiga no son cualesquiera, sino que tienen siempre la misma intención: son ejemplos prestigiosos de alguna tradición universal, están elegidos dentro de una estrategia de inserción de sus textos en lo universal. Ricardo Piglia, en su ensayo “¿Existe la novela Argentina?“, expresa muy bien el dilema común a Borges y a Gombrowicz cuando se pregunta: “¿Qué pasa cuando uno escribe en una lengua marginal? ¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser ‘argentino’ (o ‘polaco’)?”.
De algún modo, siempre se percibe ese complejo que acompaña a Borges: se resigna a escribir sobre los suburbios porteños y sobre compadritos, pero se preocupa por demostrar, a veces con ironía (llama por ejemplo a su Irineo Funes un “Zarathustra cimarrón y vernáculo”), que su “destino sudamericano” es un avatar legítimo de cualquier universalidad. Así, lejos de proponerse, como en los afanes posmodernos, desmantelar la idea de lo universal, de las jerarquías literarias, de tal o cual tradición clásica, hay más bien en Borges un anhelo de pertenencia, de añadirse como un par entre los nombres y obras que más admira. También, y más elemental: Borges siempre se ha definido ante todo como un lector. “Que otros se jacten de los libros que han escrito”, ha dicho famosamente, “yo prefiero enorgullecerme de los que he leído”. Como a todo lector de suficientes bibliotecas, muy posiblemente lo acometiera a partir de un momento la sensación creciente de que ya no había dónde dejar una marca, de que toda bifurcación del jardín ya había sido transitada. Y por cada idea que se le ocurría, de lo “ya escrito” sin duda acudían a su mente mil resonancias. Borges dio el paso quizá novedoso, pero no necesariamente “posmoderno”, de registrar y exhibir en su escritura estas variaciones en vez de ocultarlas. Todavía una posibilidad más, para mí la más verosímil: Borges tenía una mente poderosamente analítica, con una tendencia a lo clasificatorio, como se deja ver en sus ensayos, y un modo de concebir la tensión entre lo genérico y lo concreto cercano a lo científico. Escribe en Historia de la eternidad: “No quiero despedirme del platonismo (que parece glacial) sin comunicar esta observación con la esperanza de que la prosigan y justifiquen: lo genérico puede ser más intenso que lo concreto. Casos ilustrativos no faltan. De chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era ‘pampa’ y esos varones ‘gauchos’. Lo genérico prima sobre los rasgos individuales”.
Borges convierte esta observación en método narrativo: al rodear su historia de ejemplos afines, la ficción propia que desarrolla es a la vez particular y genérica, y sus textos resuenan como si el ejemplo particular llevara en sí y aludiera permanentemente a una forma universal. Como se ve, basta rotar un poco el caleidoscopio de citas para tener un Borges posmoderno, uno clásico, uno científico, uno cabalista, uno vegetariano. Y el caleidoscopio sin duda ha girado y girado en estos años.
En cuanto a los ataques, se han inscripto en general en esa ley del rencor que ya enunció Ricardo Piglia: “Todo gran escritor tiene en la Argentina los días contados”. En lo que parece una imposibilidad crónica de parte de nuestro mundo intelectual para pensar más allá de las deprimentes oposiciones del tipo Boca-River, o de concebir la literatura nacional como un parnaso de único trono, se han querido librar los desafíos Borges versus Walsh, Borges versus Puig, o, más recientemente Borges versus Aira. No hace falta decir lo extraños y patéticos que resultan estos “juegos de guerra” a los lectores que pueden sostener en la mente dos ideas distintas y que nunca encontraron problemas en valorar talentos literarios diferentes entre sí.
Sin embargo, la razón profunda de oposiciones más recientes a Borges debe buscarse en otro lado. Borges, más que cualquier otro autor contemporáneo, plantea la cuestión, difícil de abordar para la crítica, del genio literario (hasta tal punto que la crítica académica hasta el 65 –cuando ya estaba escrita casi toda su obra– seguía ignorando su nombre). Borges es, a la vez, el modelo de un tipo de literatura precisa, o más aún, eximia, libresca, que se inspira en las tradiciones literarias y tiene ambición universal. Uno por uno, todos estos rasgos provocan aversión o fastidio en algunos de los nuevos grupos literarios. Enrolados en la teoría del “rendimiento decreciente”, según la cual, como es cada vez más difícil escribir grandes obras, mejor ni siquiera intentarlo, o bien en la también novísima y consoladora idea de que escribir “mal” está bien y escribir bien está mal, la figura de Borges es un recordatorio molesto de que el talento no sea quizá, como suponen, tan democrático, ni una cuestión de lobbies académicos que pueden a discreción alzar o bajar pulgares.
Para algunos irritación, para otros estímulo, Borges nos recuerda en cada relectura que el genio literario existe y pudo hablar en argentino. ¿Quiere decir esto que a Borges no se lo puede criticar? Muy por el contrario. La contracara de estas lecturas enconadas y mezquinas es lo que Saer ha dado en llamar el fenómeno de “religiosidad popular” en torno a Borges, en que se lee su obra como los cabalistas leen la Biblia, creyendo que todas las perfecciones están allí, y que si no las vemos es porque no hemos pensado lo suficiente, o no tenemos el grado de fe necesario. Que nada sobra, que nada falta, que todo tiene una razón de ser. Que no puede haber error y que estamos ante la suma literaria. Borges ha escrito en su famoso ensayo “Sobre los clásicos” que clásico es aquel autor que los pueblos o naciones “han decidido leer con previo fervor y una misteriosa lealtad”. Tantos años después él mismo se ha convertido en clásico. Quizá llegue ahora el turno de que se lo lea sin previo fervor, sin previo rencor. Sólo con lealtad.

*Nota publicada originalmente en el especial Arlt vs Borges

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