¿Cómo fueron vistas las mujeres escritoras?

(…) esa muñeca suicida llamada Sylvia,
que caminará y hablará
y morirá a voluntad,
y morirá, y morirá
y por siempre seguirá muriendo.
(“Mi madre”, Frieda Hughes)

Por Sofia Leibovich*

La idea de este ensayo surgió cuando leí el prólogo de mi edición de Al Faro, de Virginia Woolf. Nunca me dieron tantas ganas de revolear un libro después de leer un prólogo. El autor o la autora —no sabemos, porque no se animó a firmar con su nombre— hace una lectura de la vida y obra de Virginia. Habla de sus privilegios de clase, de cómo podía darse el lujo de pensar y de analizar a la gente que tenía alrededor, ante la ausencia de “responsabilidades reales”. Dice que a pesar de sus privilegios, increíblemente, Virginia “veía el mundo de una manera negativa”. Después expresa: “Como espécimen humano, Woolf no era una figura muy fuerte. Tendía a períodos depresivos y de crisis, probablemente inducidos por la falta de la necesidad de simplemente realizar actividades positivas para su salud mental y su constitución física.” (¿Qué es eso de “espécimen humano”?, como si fuera un taxonomista inspeccionando su cadáver). Y se pone peor. Este escritor anónimo le diagnostica a Virginia un trastorno bipolar y dice: “Dada la ausencia de responsabilidades que endurecieran su carácter, vivió en un mundo de círculos concéntricos hasta que, un día, sus horizontes se achicaron tanto que eligió el suicidio como forma de escapar”.
No puedo entender cómo, teniendo la oportunidad de escribir un ensayo sobre una autora tan alucinante y multifacética y brillante como Virginia, esta persona decidió, no solo enfocarse en su muerte, sino también juzgar su vida, sus decisiones, dictaminar qué actividades la hubieran salvado del suicidio y cuáles la llevaron a eso. Afirma, con demasiada ligereza, que la escritura fue en gran parte lo que la mató. Que escribir empeoró sus pensamientos obsesivos, sus crisis, su “carácter débil”. En cambio, yo me pregunto cómo hubiese sido la vida de Virginia si jamás hubiera levantado la pluma. Al biógrafo casi que le faltó decir que ella hubiera sido más feliz siendo ama de casa —lo que le correspondía a una mujer de esa época—, sin leer ni escribir ni pensar demasiado, quizás, solamente, sobre qué preparar para la cena, si comprar lirios o narcisos para adornar el living, a quiénes invitar al día siguiente. Es decir, una Mrs. Dalloway pero sin la depresión ni el trauma de Septimus y sin nada remotamente dark. Una típica mujer de la Inglaterra victoriana. Salvo que Virginia nunca encajaría del todo con ese estereotipo.
Este prólogo no es una excepción. Está lleno de biografías que hablan más de la muerte de una mujer que de su vida. Sean artistas, escritoras, cantantes, famosas, desconocidas. Hay una tendencia a escribir biografías y análisis de las obras desde una perspectiva trágica, como si cada acontecimiento, cada mínimo gesto, cada palabra que una mujer escribió fuera un paso más en el descenso a la locura y al suicidio. Como si la vida de un ser humano fuese tan causal o estuviera tan predestinada. Por ejemplo, el título de una biografía de National Geographic es “Virginia Woolf, una escritora atormentada”. Más que una biografía, es el recuento de los hechos más cruentos de la vida de Woolf: la muerte de su madre y de su padre, el abuso por parte de sus hermanastros, sus períodos depresivos. Pero es solo eso. No habla de ningún momento de alegría, de descubrimiento. O esta titulada: “Virginia Woolf: la biografía de un trauma silenciado”, donde se interpreta la vida y la obra de la autora exclusivamente a partir de los abusos que sufrió. Creo que es importante hablar de esas cosas; tanto del abuso como de la violencia y del sufrimiento, de los trastornos mentales que, en ese momento, eran considerados “histeria” o “crisis nerviosas” pasajeras. Pero me enoja cuando se reduce toda la vida y obra de una persona a su enfermedad y a sus padecimientos. Esto vale para ejemplos contemporáneos también. Tanto en el caso de Woolf como en el de Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Amy Winehouse, Ofelia, Britney Spears, la “loca del desván” de Jane Eyre. En todos estos ejemplos hay una romantización de la depresión, de la locura y/o suicidio de mujeres que, en mi opinión, puede ser peligrosa.
Tamara Tenembaun explica, citando a la psicoanalista Shoshana Felman, que la locura se opone a la rebelión. Dice que “es el punto muerto al que se enfrentan aquellas personas a las que el condicionamiento cultural ha privado incluso de los medios para protestar y autoafirmarse”. Reproducir una lectura trágica, llamar a una escritora “loca” implica silenciarla y dejar de lado todo lo demás. Leer trágicamente a Virginia Woolf y a Sylvia Plath implica no leerlas en serio (o no leerlas ni un poco). Eso es un problema porque terminamos reproduciendo las lecturas de lxs otrxs, sin considerar si están fundamentadas en las obras o no, si aquellos críticos sólo van a buscar a los textos lo que ya presuponen. O sea, tragedia, sufrimiento y locura. Entonces, no se permiten encontrar nada más.
Cuando leí La campana de cristal, la única novela de Sylvia Plath, me sorprendí mucho. No era el libro oscuro y turbulento que lxs críticos me habían prometido. Me encontré con una novela de iniciación sobre una joven en Nueva York, una joven que tiene problemas con sí misma y con la burbuja en la que vive, rodeada de gente falsa y trepadora. Pero no me pareció un libro súper angustiante ni profundamente triste. Hay tristeza, sí, pero también hay otras cosas. Me hizo acordar a El Guardián entre el centeno, al personaje de Holden Caulfield, un adolescente que está desilusionado con el mundo y que tiene muchísimo miedo de crecer.
Por otra parte, está claro que también hay y hubo “escritores malditos”, como Poe, Baudelaire, Rimbaud, Bukowski, etc., pero, en el caso de los hombres, la locura está ligada a la idea de “genio”, de inspiración. Hamlet es el “iluminado” que resuelve el asesinato de su papá, mientras que Ofelia es la loca-depresiva que no puede soportar este mundo. En el caso de las mujeres, la locura fue y todavía es un instrumento de una sociedad patriarcal que intenta volver lo peligroso dócil. Es el “me gusta cuando callas” de Neruda.
Tenembaun termina el ensayo diciendo que “el modo en que una sociedad trata a la figura de la “loca” —escondiéndola o exaltándola— habla de la relación de esa época o de ese grupo social en particular con la idea de normalidad.” En la época de Woolf, los trastornos mentales de mujeres no eran considerados trastornos mentales. Virginia nunca hizo psicoanálisis, disciplina que, en su época, todavía era nueva y suscitaba desconfianza. Los médicos solían recetarles a las mujeres con “crisis nerviosas” o “desbalances hormonales” la “cura de descanso”. Básicamente, consistía en encerrar a las mujeres en sus casas —o en sus habitaciones—, donde solo podían dormir y descansar y hacer dieta. No podían tener contacto con el mundo exterior ni escribir ni hablar ni hacer nada.
El cuento de 1892, “El empapelado amarillo” de Charlotte Perkins Gilman, está narrado por una mujer a la que le diagnostican esta “cura de descanso”. Es un cuento revolucionario porque, por primera vez, se le da voz a una mujer considerada “loca”, relatando la historia desde su perspectiva. No como en Jane Eyre, donde el personaje de la “loca del desván” —Bertha Mason— es descrito y narrado desde afuera. El texto de Gilman muestra cómo, en realidad, la “cura” recetada por el médico es lo que enferma a la protagonista. En una parte del cuento, dice: “Si un médico reconocido, y el propio marido les aseguran a amigos y a familiares que no una no tiene ningún problema y que solo es una depresión nerviosa pasajera —una ligera tendencia histérica— ¿qué puede hacer una?.”
Si bien la historia ficcional no tiene un final feliz, la real sí. Gilman dijo que escribió el cuento porque ella misma había sido recetada una de estas “curas de descanso” por un médico muy conocido de la época. Gilman sufrió de depresión posparto, cosa que, por supuesto, para los doctores del siglo XIX no existía. La “cura de descanso” casi la lleva al colapso. Su médico se llamaba Silas Weir Mitchell, un americano que popularizó este diagnóstico; era conocido como “Dr. Diet y Dr. Quiet”. Charlotte le mandó el cuento y, si bien Mitchell nunca le respondió, parece que años más tarde le confesó a un amigo que cambió su tratamiento después de leerlo.
Volviendo a las biografías, la falacia peligrosa en la que muchas de estas caen es que, si una mujer se suicida, significa que “fracasó” en la vida. La escritora del blog Brain Pickings, Maria Popova, dice que es una cosa es lamentar la muerte de estas escritoras o putear porque en esas épocas no había ayuda disponible para ellas, pero algo muy distinto es “adjudicarle la falla al instrumento defectuoso”. Expresa: “Es particularmente impensable para una mente con una bioquímica más o menos normal, en un cerebro más o menos normal, llegar a entender cómo podría sentirse vivir con una mente inflamada de manera constante por neurotransmisores fallados (…)”.
Después, afirma que “sobrevivir, aunque sea un día, con una mente así no es una victoria despreciable. Y no solamente haber sobrevivido 31 años, como Sylvia Plath, sino haber colmado todos esos años con obras de una belleza extraordinaria, con poemas que marcan generaciones de vidas —ese es un triunfo raro del espíritu—.”
Hay otra causa importante detrás de la romantización de la locura, sobre todo en el caso de artistas y escritores. Es ese mito de que las personas con trastornos mentales son personas extremadamente creativas. Una creatividad casi metafísica, suprahumana, fuera de este mundo. Sin embargo, no hay suficientes datos que respalden esa teoría. Como explica este artículo de la BBC, los estudios que investigaron ese vínculo no son confiables y se basaron en muestras muy especializadas. Se remarca, también, que la relación entre la creatividad y los trastornos mentales es mucho más compleja de lo que se cree. Además, cuando las personas sufren episodios psicóticos graves, es muy muy difícil que sean “productivas”. Este mito refuerza la idea de “genio”, como si lxs artistas fuesen seres iluminados que escriben una obra maestra en una noche de inspiración y locura y listo. Es un mito que vuelve invisible el trabajo que implica la escritura y cualquier forma de creación artística.
Woolf y Plath  escribieron mucho a lo largo de sus vidas; poemas y novelas híperrevisadas y pulidas. Textos que fueron el resultado de un trabajo meticuloso y constante. Creo que, más que “locas brillantes” eran escritoras que trabajaban muchísimo, que escribían y reescribían día y noche, que corregían y les leían sus textos a otros. Haber logrado eso, aún cuando tuvieron que atravesar períodos muy difíciles es, en mi opinión, extraordinario.
Creo que es necesario hablar de la muerte, pero me interesa más hablar de la vida. No pintemos a Ofelia muerta, entre amapolas y narcisos y margaritas, flotando en el agua traslúcida. No vendamos muñecas suicidas de Sylvia Plath, como si fuera un souvenir macabro. Escuchemos lo que esas mujeres tuvieron para decir. Leámoslas. No nos quedemos únicamente con esa última imagen; la imagen de la tragedia, de la mujer que no puede soportar este mundo y se llena los bolsillos de piedras. Hablemos de cómo fueron oprimidas, no sólo por sus maridos y padres y hermanos, sino por todo un sistema que no las quería escritoras ni libres ni con un cuarto propio. Preguntémonos qué hubiese pasado si Shakespeare hubiera tenido una hermana igual de brillante que él. Prestémosle atención a la luz de un faro que se entrevé a lo lejos, como una promesa. Hablemos de Ted Hughes, pero no dejemos que opaque a Sylvia. La vida de estas mujeres fue muy difícil, pero no olvidemos que, como escribió Virginia en Al Faro, cada tanto hay “pequeños milagros cotidianos, momentos de luz, fósforos que se encienden de golpe en la oscuridad.” No nos quedemos con la versión fácil, con las biografías que trazan un camino desde el nacimiento hasta la muerte como un camino hacia la autodestrucción. Se los debemos. A Sylvia, a Virginia, a Alfonsina, a Charlotte, a Alejandra, a Amy y a muchísimas más. Es hora de sacar a “las locas” del desván.

*Nota en colaboración con Agenda Feminista

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