De cómo Eduvigis de los cuarenta santos nos hizo conocer a su mamá

Por: Franco Rivero

Mamá siempre cuenta un recorrido heroico. Le era instintivo al principio, ella no conocía de épica.
Ni bien puede te tira con su historia y no le importa repetirla. Disfruta de contársela a desconocidos. Ama que la admiren y se sorprendan de su fuerza, de lo dura que fue su vida y de sus habilidades para sobrevivir.
¡Qué manera de hablar la de esta mujer! Nunca reparó en contenido alguno o en contextos (acá nadie lo hace) ni cuando éramos chicos, muy chicos. De violaciones eran los cuentos –como los son también los de hadas pero más explícitos-. La violencia y el terror, no sólo eran contados sino también alardeados. Yo prefería que hablara del lobisón, del alma mula, del pombero o de cuando cruzaban a nado el Río Negro en el Chaco que yo lo imaginaba como el Paraná de ancho y además turbio, lleno de peligros.
Ver el río cuando fuimos a conocer a la abuela me decepcionó: parecía un arroyo y con él se volvían mínimas muchas de las historias que yo creía hazañas colosales. No tardé en ver más exageraciones, ese entrar en trance que implica la ficción: yo sabía que ella hacía cien kilómetros caminando por día para ir a buscar leche de un tambo que les daba gratis. Cuando nos quería asombrar más nos decía los kilómetros en leguas pero ella no sabía calcularlos con esa medida, lo entendí de grande. De todos modos, fue a la primera persona que le escuché decir leguas y la palabra era fascinante. Caminaban desde Fontana hasta Roque Sáenz Peña, decía; se levantaban a las cuatro de la mañana incluso en el frío para ir a buscar la leche. Yo todo eso creía y se lo contaba en los recreos a mis compañeras de la escuela. La parapsicología también les contaba: cómo ella podía mover las cosas con los ojos y matar a alguien con sólo repetir una oración. Nos había dicho que estudió parapsicología cuando estuvo en Buenos Aires y básicamente desarrolló poderes mágicos. Por eso es que hacía exorcismos: un primo mío fue la primera persona que conocí con el diablo metido adentro. Era tan lindo ese mi primo; una pena que tuviera así al diablo, en la escuela todas mis compañeras estaban enamoradas de él y a mí se me mezclaban los celos con el orgullo de que él viviera en casa.
Volvíamos juntos de la escuela. Era hermoso caminar así, cerca del niño del diablo que además era mi primo y el deseo de todas.
La veía tirar las cartas, curar con tinta china, atender todo tipo de enfermedades y pacientes en una piecita de santos que era más grande que nuestra pieza y estaba pegada a ella pero al fondo de la casa para que se pudiese llegar ahí por detrás sin ver nuestras cosas (que eran demasiado pocas y feas, éramos demasiado pobres). Ella y la pieza tenían el mismo olor: a estearina de velas (esterina, en verdad decimos acá), a incienso, a mirra y a cigarrillos.
La oía eructar, decía que por la boca de ella se liberaba el mal del cuerpo de los enfermos que atendía. Una vez hice coraje y empecé a ayudarle, primero le pasaba cosas, prendía velas, limpiaba pero después empecé a atender. Un par de veces curé el empacho y el ojeo pero de lo que más me agrandaba era de sacarle gusanos de la nariz a una doña sin que se me diera vuelta el estómago. Le meó una ura y se había agusanado. Se sacaba la venda con que se tapaba la nariz y tenía ahí un hueco lleno de gusanos. Yo estaba con mi mamá entre los santos, nada me asustaba.
Estoy seguro de que escribo porque me crié con una conversadora nata y la escuché, le creí la ficción porque me emocionaba y además me gustaba oírla.
Cuando ella decía El Chaco a mí me sonaba al nombre de otro cuco. Yo era muy chico la primera vez que nos llevó allá, tengo recuerdos vagos, sin rostros pero en el camino recordaba todas sus historias y desde que llegamos esperaba por una aparición.
Lo que apreció fue un guiso de arroz hecho en el fuego (como una poción de bruja), seco y rojo de pimentón, mágico. Hasta ahora le pido a ella que me lo haga, le sale igual. No sé si recuerda que lo comimos allá, en Fontana, a donde fuimos para conocer a nuestra abuela. Ella había viajado triste, yo me daba cuenta. Nos hablaba de gente de las que nunca nos habló y con cada uno tenía un recuerdo triste. Con eso yo fui reconociendo a los que nos presentaba por la cosa triste que le había pasado.
Conocí a una tía y un tío de mi mamá, la tía es la que hizo el guiso. Después fuimos a una casa, pasamos directo hacia el fondo. Ahí había un árbol, debajo dijeron que la encontraron muerta a la abuela.
Vino un tío hasta el árbol, me alzó de prepo al presentarse mientras apuntaba con un dedo el lugar. Había una cruz. Entendí que el cuerpo estaba enterrado ahí debajo: conocía de costado lo que era un cementerio porque nos quedaba de camino al río.
No entendí si se ahorcó en ese árbol o si la mataron. Más me confundí al regresar cuando ella le contaba a nuestro viejo una historia donde a la abuela la mataban a cascotazos después de una violación. De adolescente encontré esta historia en la biblia, casi completa, y fue como encontrarme con la abuela: ¡maravillas de la ficción!
Desde el regazo de ese tío, que a cada rato me hacía upa, yo entendí las cosas que pasaban uniendo las historias: mamá venía diciendo que veía que su mamá se le aparecía por todos lados y la aparición definitiva fue mientras fregaba la ropa una siesta. Pidió plata prestada y viajamos. Hacía como diez años que no la veía: debe estar enferma porque se me aparece sana y sonriente doña Elvira Aguirre, dijo y yo supe su nombre.
Años después cuando fui a Resistencia a estudiar, mamá viajó y buscamos unos parientes suyos. Era tan extraño ese encuentro entre desconocidos que se daban de la nada afecto y demostraciones de cariño. Volvimos adonde había alquilado con una cama que ellos me dieron.
Cada tanto aún viaja a buscar algún pariente. Su familia es un misterio, me cuesta pensarla como mía. Son muchos hermanos, todos de diferentes padres. De la abuela sé su nombre, el alcoholismo, el árbol de su muerte y que sus hijos se criaron solitos. También que a mamá quiso ponerle de nombre Eduvigis de los Cuarenta Santos por lo que estaba escrito en el día de su nacimiento en ese almanaque que daba nombres; siempre cuenta que menos mal que la bisabuela no lo permitió, yo le digo que errada no iba a estar.
A los once años Eduvigis ya estuvo en Buenos Aires, vivió con gente que le judeó. Conoció a papá jugando al fútbol: ella jugaba, fanfarroneaba contando eso, hasta intentó jugar con las mujeres del barrio un par de veces. Se ponía una bincha, un short cortito. Linda entraba a la cancha, los ojos delineados, la boca pintada de rojo. Un rosario colgándole del pecho. Se persignaba.
Hoy fuimos a verla a su casa en Loreto, cada tanto la visito con amigos. Tiene una casa de material, su primera casa propia, se la hizo construir ella, vendiendo cosméticos, cobre, y cuanto se le cruce para vender. Se hizo hacer un baño como el de un hotel en el que estuvo, sé que es como el de ese hotel porque también fue la primera vez que viajó como de paseo, fue a Jujuy y se hospedaron en uno del que le gustó mucho el baño. Se hizo hacer uno igual. Hoy le abracé y le dije que estoy orgulloso (más porque a ella le gusta esa palabra, en verdad, yo sólo estoy tranquilo con ella y la ficción). Le felicité mucho por la casa, por el baño, y nos reímos de todo juntos, como nos reímos cada vez que nos perdonamos el daño que nos hacemos.

(*) Es poeta y escritor, su último libro es Disminuya velocidad.

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