“Tenía una sonrisa muy bella, amistosa y, sin embargo, tímida. Cuando se hablaba de ella y se la ponderaba por algo, se cerraba sobre sí misma como si fuera una flor”.
Kewpie, mamá de Diana.
Por Marco Teruggi
Apoya la Browning nueve milímetros sobre la mesa, limpia, lubricada, vuelta a armar. La mira con la naturalidad de quien ha aprendido las cosas cuando todo va tan rápido. A su lado se encuentran compañeros tomando mate, otros que salen de la imprenta. Afuera casi todo es silencio.
En esa calle de tierra y pozos del borde de La Plata hay poco tránsito. Por eso, en parte, están instalados allí. En un rato saldrá al barrio, a conversar con el almacenero, o las vecinas, hablar de su embarazo, de
ella, Diana Teruggi, a punto de graduarse en letras, casada con Daniel Mariani, economista, que todas las mañanas sale con traje y maletín de cuero a trabajar a Buenos Aires. Es un día de calma clandestina en la
casa de 30, número 1136, entre 55 y 56.
Mientras termina de preparase para su tarea pública piensa en su familia: su padre en el Museo de La Plata, su madre entrando a la casa de 59, donde sus hermanos deben estar tocando piano, con libros en las manos, viviendo esa ciudad que para ella no existe más. Le gustaría que vinieran, para conocer el jardín que arregla con cuidado y mostrarles los preparativos para el futuro nacimiento. Ya les propuso a sus padres que lo hicieran con los ojos tabicados, la única forma posible para no correr riesgos. No quisieron. Ellos están al tanto de su militancia pública como parte de la Juventud Universitaria Peronista en la facultad de Humanidades, les avisaron cuando en los alrededores de 59 estuvo la Concentración
Nacional Argentina preguntando por ellos. Saben, les propusieron salir del país. Desconocen lo demás: su ingreso al Ejército Montonero en 1974, que la nueva vivienda, comprada en agosto de 1975, es una Unidad Básica de Combate de Prensa dentro del Área Logística, que tiene nombre
de guerra, Didi, al igual que Daniel, Cacho.
No hay margen para el error, todas las cartas están echadas en el país: la organización clandestinizada, decretada fuera de la ley por el Gobierno de Isabel Perón, la Alianza Anticomunista Argentina, los asesinatos diarios y selectivos, la clausura del diario Noticias, la lucha de clases y de balas dentro y fuera del peronismo, el Operativo Independencia, la huelga general del mes de julio, la necesidad del poder para la patria socialista. Cueste lo que cueste. Callar es entonces necesidad; quedarse, para ellos, una certeza.
“La recuerdo con un abrigo gris oscuro, ese andar apurado y esa manera, casi busterkeateana, de ordenar sus papeles. Anotaba todas las cosas que le interesaban, que es como decir el mundo entero”.
Juan Octavio Prenz, docente de la cátedra en la que Diana Teruggi era ayudante.
“A los que están en la casa de 30 número 1136, que salgan con las manos en alto. Están rodeados por efectivos de las fuerzas conjuntas”, es lo último que se escucha a las 13 y 20 del miércoles 24 de noviembre de 1976. Diana, que tiene 25 años, está almorzando junto a cuatro compañeros, con Clara Anahí, de tres meses, en el cochecito, a su lado. Daniel ha salido media hora antes hacia Buenos Aires.
En ese instante, frente a la puerta principal está apostada una tanqueta para impedirles una posible salida frontal; las calles 55 y 56 desde 31 a 29, y 30 de 55 a 56 han sido cercadas, las casas y techos del frente, la
terraza y medianera de las viviendas aledañas, así como las del fondo, están tomadas. Se trata de un operativo de más de cien efectivos, compuesto por las tres unidades de las Fuerzas Armadas, cuerpos especializados de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Gendarmería, Grupos de Tareas. Escondidos en la esquina de 30 y 55, se encuentran, entre otros, el General Guillermo Suárez Mason, el Coronel Ramón Camps, y el Comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz.
Quienes encabezan están seguros de lo que hacen. Pocas horas antes, confundiéndose de casa, ingresaron a una vivienda en 66 y 30 y golpearon salvajemente a un detenido. Están en busca de la tercera casa operativa de Montoneros en La Plata: dos días antes atacaron en 63 entre 15 y 16, donde se falsificaban y guardaban documentos y archivos, y en 139, entre 47 y 49, sitio del escondite de las armas en la región.
En la casa de 30 incrementaron las Browning y los fusiles automáticos livianos; tienen información de lo sucedido, aunque resulta difícil saber hasta dónde: la organización está compartimentada y parte de la conducción regional cayó en los combates del lunes. En cuanto a la defensa del lugar, su construcción fue diseñada pensando en allanamientos dela policía, la Triple A, no para resistir a un ataque con artillería liviana, vehículos blindados, armas cortas, largas, helicópteros y granadas incendiarias, como está a punto de suceder en esa tarde de primavera con tanto calor, una lluvia a punto de comenzar, la historia tan cerca de sus huesos.
“Diana era excelente. Una persona entera. Serena, comprensiva, sin dobleces, pero también firme y segura. Y es muy posible que ‘angelical’ sea el calificativo que le corresponda”. María Inés, compañera de militancia en la casa de 30.
La casa tiene dos ingresos desde la calle: el garaje y la puerta principal, precedida por un pequeño jardín. Al pasar esa puerta se ingresa a un pasillo: a la derecha se encuentra la habitación de Diana y Daniel,
luego la cocina-comedor que tiene en su final una puerta que da sobre el patio. Al entrar a esa parte, a la derecha se encuentra un pequeño baño sin ventanas, otra habitación, y en el fondo está la razón principal
de la elección de la casa: un galpón en pésimo estado, el lugar señalado para construir el embute para la imprenta.
Existe otra causa: el garaje cerrado, que permite la entrada y salida discreta del Citroën. La vivienda fue adquirida legalmente por el matrimonio. Se trata, para el vecindario, de una joven pareja de profesionales, que puso en la casa una placa con el nombre de Daniel Mariani. A ella le fueron designadas las tareas del cuidado de la casa, las relaciones con el barrio, la cobertura pública que justifica tanto movimiento: una empresa de conejos en escabeche.
La construcción del escondite estuvo a cargo de un ingeniero –el mismo que los armó en otras dos casas atacadas– y un obrero, ambos de la organización. Sus entradas y salidas a la casa siempre tuvieron
lugar escondidos en la parte de atrás del Citroën de caja cerrada. Sólo César, responsable del grupo, Daniel, Diana, y María Inés, que vivía ahí clandestina junto a su hija Laura, pudieron saber, por seguridad, la dirección. Luego de sacos y sacos de tierra llevados fuera de la casa, la obra quedó terminada. Detrás de una falsa medianera, situada en el fondo del patio, la imprenta: 1 metro 20 de ancho, 10 de largo, 3,20 de altura, totalmente cerrada; un espacio al cual se puede ingresar por un pedazo de muro, situado abajo a la derecha de la pared, que se desplaza sobre rieles mediante un mecanismo eléctrico –con el contacto
de dos cables a la vista– o manual, necesario en caso de corte de luz. Cualquier visitante podría encontrar una pared marcando el final de un patio, donde se amontonaban jaulas para conejos.
Primero María Inés, luego los compañeros llamados cocineros –Roberto Porfidio, Daniel Eduardo Mendiburu Eliçabe, Juan Carlos Peiris, y Alberto Bossio– comenzaron a trabajar sin cesar para publicar los cerca de 5 mil números de la revista Evita Montonera, volantes y materiales de la regional. La responsabilidad de Daniel y Diana quedó centrada en el transporte de los periódicos, escondidos en grandes paquetes envueltos con papel brillante y muchas cintas de colores, que Laura, con sus siete años, ayudó a hacer mientras estuvo en la casa.
Allí están entonces Diana y Daniel en ese final de 1976, con su primera hija, habiendo conocido juntos la experiencia de la Unidad Popular en Chile, sus primeros pasos dados en las agrupaciones de superficie a fines de 1972 –ella en la Juventud Universitaria Peronista, él en el Frente Villero Peronista–, ahora con responsabilidades en el Ejército Montonero, en la imprenta rodeada de un país donde los compañeros y las estructuras caen cada día. Lo saben, en los números de Evita Montonera que imprimen y distribuyen denuncian las torturas, los vuelos de la muerte, el plan sistemático de extermino. La dictadura genocida no puede permitir la existencia de la palabra, necesita el silencio, un silencio
tan grande como aleccionador.
“Con su enorme vientre de embarazada, sus ojos hermosos y sus largos rulos rubios, es fácil imaginarla franqueando todos los controles, contrabandeando un enorme paquete atado con grandes cintas en la
parte de atrás de la furgoneta”. Laura Alcoba, escritora.
Al escuchar el megáfono agarran las armas, buscan las posiciones para impedir que ingresen a la casa y al patio. Las ráfagas comienzan de inmediato, caen con peso de guerra sobre las paredes, parten vidrios,
madera, cuadros, la vida allí reunida en 15 meses, los recuerdos de alegría entre tanta clandestinidad, las noches de jugar al TEG, a las cartas, las clases de matemáticas que Diana le daba a Laura, y Clara Anahí,
sobre todo, nacida el 12 de agosto a las 20 y 20.
A las 16, cuando ya son más de dos horas y media de combate y no logran ingresar a la vivienda, la comandancia del operativo ordena disparar con un mortero. El impacto abre un boquete en el frente de la casa, atraviesa la pared del dormitorio que da sobre el comedor, hasta impactar en el muro que tiene del otro lado el baño. Cesan entonces las balas por unos instantes, Camps y Etchecolatz se acercan a la casa vecina, y envían a tres soldados recién salidos de la academia a intentar el ingreso al patio. Uno muere y otros dos son heridos. De dónde venían esas balas, de dentro de la casa o del fuego cruzado del operativo, no se sabe. La resistencia dentro de la casa a esa hora es poca, el mortero arrasó con fuerza.
“Tirale negro, que no se nos escape, dale, rajala al medio”. Diana intenta salir por el patio, lleva a Clara Anahí en brazos. “Viva la patria”, grita. A su lado queda otro combatiente, sus lentes caídos cerca, las marcas de los disparos en cada pared, techo y piso.
El último estruendo sucede casi a las 17. Los comandantes del operativo ingresan, los colimbas quedan apostados en la entrada. Un represor sale con un bulto envuelto en una manta, del tamaño de una niña. Clara Anahí es secuestrada, subida a un auto que se aleja. Sale luego de la casa un hombre con los brazos en alto, mal herido. ¿El ingeniero, quién habría delatado la casa señalándola desde un helicóptero? De serlo, estuvo luego en el Centro de Detención Clandestina de La Cacha, y fue fusilado.
Al regresar a La Plata, Daniel se entera del ataque, el fuego y las muertes. La certeza no cambia: continuar militando, como pueda, en la organización que se deshace, que seis meses más tarde pierde a su nueva
conducción regional. Su familia le ofrece irse. Como antes, decide quedarse. Ya no se llama Cacho, sino Bocha, también Esteban, y logra, el 30 de julio de 1977, interferir la transmisión de la pelea de Carlos Monzón con Rodrigo Valdéz en una amplia zona de La Plata, para emitir una proclama de Montoneros. Es lo último. El 1 de agosto es acribillado en 132 y 35 cuando intenta ingresar a una vivienda por una pared lindera.
Su cuerpo, como el de Diana, es llevado al osario del Cementerio de La Plata, luego a la fosa común, como NN. Los militares y la policía saben en ambos casos quiénes son.
“Han pasado casi cuarenta años; intento fijar mi memoria, seguir conservando hermosos momentos, sonrisas, alegrías. Mis hijos ya son mayores de lo que fue. Qué corta su vida, cuánto amor en ella…”.
Daniel Teruggi, hermano de Diana.
Kewpie se acerca, camina con un pie siempre lento, como de arrastrar algo que nunca pudo, que no podrá. Le entregan el anillo de Diana, es 24 de noviembre de 1993 frente a la casa de 30. Se pregunta qué hacer con los aplausos de esos jóvenes y sobrevivientes reunidos frente a la casa que a partir de esa tarde se llama “Casa de la resistencia Diana Esmeralda Teruggi”. Deja unos segundos el anillo en la palma de su mano que todavía puede agarrar las cosas, la cierra, se aleja mientras siguen aplaudiéndola, a ella, a su hija, esa historia que vuelve como incendios cada tanto, todo el tiempo, como hoy, donde algo ha cambiado y todo sigue igual.
Diecinueve años después, en la mañana del 22 de agosto de 2012, en las radios hablan de la masacre de Trelew, y de la muerte de Genoveva Dawson, Kewpie. Hay testimonios, Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo –quien investigó casi todo lo que acá escribo–, dice su tristeza, Clara Anahí pierde a una de sus abuelas, ella a su querida Kewpie. El tiempo se acerca como olas a los pies de las abuelas. Alicia De La Cuadra, del grupo fundacional, muere en 2008, su nieta Ana Libertad
recupera su identidad en 2014. No es la única. Los genocidas no
hablan.
La ausencia de Clara Anahí –su vida allí, en cualquier lado posible– es la marca diaria del proyecto de dominio impuesto con el terror, la repetición argentina: desde la fundación de su orden, y cada vez que lo han necesitado para mantenerlo, las clases dominantes han asesinado. Por eso, entre tantos, los treinta mil. El crimen es proporcional a la amenaza: la necesidad del genocidio indica las dimensiones de la potencia transformadora y de resistencia que habían acumulado las clases populares al llegar a 1976. Dentro de ellas, Montoneros, el intento patria o muerte. ¿Qué queda de ese proyecto implantado con el plan sistemático de exterminio? Diana ya no es “una extremista, subversiva marxista autodenominada
montonera” como fue nombrada por los diarios, y replicado años después con la teoría de los dos demonios. En la balanza del bien y del mal –ese posible sentido común nacional–, el primero quedó, luego de tanta marcha, tanta lluvia, tanto sol, del lado de nuestras familias, de las organizaciones políticas, de los trabajadores, de los organismos de derechos humanos. El retroceso cultural de la dictadura ha sido grande. Su quiebre mayor: diciembre de 2001. Quienes condujeron militarmente
el genocidio, tienen ante sí las espaldas del país: la condena social y, en parte, judicial. El silencio, que entró como peste en nuestras casas, sigue alejándose.
¿Dónde están, en cambio, quienes se beneficiaron con aquella muerte protectora del saqueo? ¿Qué lugar ocupan en este país que cambió? ¿Para ellos cambió? ¿No continúan en su mismo lugar –el de la riqueza
sobre el crimen de la pobreza–, más poderosos aún? Más seguros también: con el terrorismo de Estado quedaron desterrados, para muchos, imaginarios de lo posible: patria socialista, poder para el pueblo, el enfrentamiento al capitalismo, cueste lo que cueste. Allí obtuvo uno de sus mejores logros el proyecto de dominio, su certeza, por ahora, de mantenerse.
No sé qué pensaría Diana hoy. De qué manera pronunciaría la palabra Didi, Daniel, si diría Evita Montonera todavía, como aquello que viene de lejos y a lo cual no se renuncia. Suelo preguntarle, encontrando cada tarde una respuesta nueva. Tienen, ella, la casa, la revolución inconclusa, un paso hundido en la historia que nos enseña, nunca limpia, nunca nítida. Su nombre lleva la verdad de quien lo ha intentado, aquella que mira de frente cargando todos los fuegos de un tiempo.
Nota publicada originalmente en la edición 140 de Revista Sudestada