“Diferente”: un cuento de Fernanda Felice

“Crecemos bajo el amparo, el peso, el anhelo
o la ausencia de una mirada…”
Luis María Pescetti

Martín amaba las luces que imprimen todos los colores, y las sombras que dibuja el grafito de los lápices negros, la amabilidad del gramaje de las hojas lisas que acarician las yemas de los dedos, y la aspereza de las hojas rugosas que no pasan desapercibidas. En cambio, su familia apenas se permitía disfrutar de unos pocos colores: celeste y blanco, azul y oro, blanco y negro.
A Martín no le interesaba el fútbol. Martín quería ser dibujante. Pero, a veces, los sueños pueden convertirse en pesadillas. Es que es una desgracia que no te guste ni un poco el deporte más popular del mundo en un país, en el que la mayoría de las personas tiene una pelota en la cabeza, y que encima pretendas ser un artista.
– “¿A quién se le ocurre semejante disparate? Dibujar es un hobbie, eso no es un trabajo. ¡Nadie gana plata dibujando! Bueno, a lo mejor, algunas personas pueden trabajar y vivir de eso. Muy pocas ¿Cuántas? ¿Quiénes? Quino, Caloi, Fontanarrosa. Me sobran los dedos de una mano y todos los de la otra”. Martín escuchaba estas palabras, una y otra vez, u otras muy parecidas. Y aunque estuviese tentado de recitar todos y cada uno de los derechos del niño, que le enseñaron en la escuela; aunque tuviese un montón de argumentos para explicar por qué no le gustaba el fútbol y por qué soñaba ser un dibujante, no se animaba a decir nada.
Martín no solo hacía silencio, también hacía un enorme esfuerzo y trataba de jugar a la pelota en los picaditos que se armaban en su escuela y su barrio, pero no pegaba una. Los eruditos del fútbol estaban convencidos de que su cuerpo no colaboraba con la destreza física necesaria para destacarse en el potrero ni en la cancha. Los que pintaban canas repetían un viejo refrán: “lo que natura no da, Salamanca no presta”.  Martín no entendía qué querían decir esas palabras, pero sí entendía que todo su esfuerzo no alcanzaba para ser aprobado.
A pesar de eso, la familia de Martín no estaba dispuesta a darse por vencida. Las convicciones no se negocian y los sueños no tienen precio. Por eso el papá de Martín puso todo su empeño para que él amara el fútbol. Le regaló la camiseta antes de nacer y, aunque estuvo tentado desde el momento en que se enteró que iba a tener un hijo varón, decidió que su nombre no podía Diego, porque Diego hay uno solo. Lo llevó a la cancha cuando Martín fue capaz de dar sus primeros pasos. El relato del gol a los ingleses, en la mano de Maradona y en la voz de Víctor Hugo se convirtió en una especie de mantra o discurso evangelizador. Lo hizo ver todos y cada uno de los goles del barrilete cósmico. Repitió el mismo ritual con Messi.
El abuelo José no se quedó atrás y se ocupó de enumerar todas las veces que fue a la cancha con su hijo, el papá de Martín. No escatimó en detalles. Le contó sobre las cábalas previas a cada partido. Las cábalas son sagradas y las nuevas generaciones deben aprender que esos rituales tienen que repetirse rigurosamente. No se olvidó de los goles a favor y en contra, ni de los campeonatos ganados y los torneos para el olvido. Lo hizo con la voz quebrada por las lágrimas, esas lágrimas que no querés soltar y que te aprietan la garganta. A veces, por bronca y, otras veces, por emoción.
El tío Andrés, el hermano del papá de Martín, repitió el relato del abuelo José, como quien está convencido de que insistiendo con la misma jugada es posible llegar a un resultado distinto. Es que hay jugadas que son soñadas, que tienen todos los chiches: gambetas, caños y rabonas. Pero, a veces, no funcionan ni en la vida, ni en la cancha.
La madre de Martín se esforzaba por evitar todo tipo de conflictos familiares. Tenía la habilidad de sacar cualquier tema de conversación, en la mesa, con tal de que nadie dijera ni media palabra sobre el fútbol. Pero, cuando estaba a solas con Martín, le recordaba que el sueño de su papá era tener un hijo varón con quien compartir el amor por el fútbol.
– “Cuando seas grande, vas a poder elegir qué querés ser. Pero mientras tanto ¿qué te cuesta darle el gusto a tu papá? Poné un poco de entusiasmo cuando te invita a la cancha. Poné cara de alegría cuando te regala la última camiseta de Boca o de la selección. ¡Una fortuna cuestan esas camisetas y a vos no te cuesta nada dejarlo contento por un rato! Si no lo hacés por él, hacelo por mí. Dale, Martín. No es tanto lo que te pido”.
La hermana de Martín estaba de acuerdo con el resto de la familia y le decía que no era tan grave lo que le pasaba; que lo que su papá le pedía era lo mismo que la mayoría de los padres querían para sus hijos.
– “Disimulá un poco y listo. No te está pidiendo nada del otro mundo ¿Sabés lo que daría yo porque papá quisiera compartir tiempo conmigo o porque se tomara el trabajo de ir a un lugar y elegirme un regalo de cumpleaños? ¡Aflojá con el drama, querido!”
En el pan y queso, obligado y establecido por el profesor de Educación Física, Martín se sentaba a esperar el turno final; ya se había acostumbrado a ser el último orejón del tarro en la selección de la escuela. Pero lo que, en realidad, nadie sabía era que, aunque a Martín no le interesara el fútbol, él deseaba ser como muchos de sus compañeros por una simple razón: ganar el premio de la aprobación o la medalla de la inclusión. Esos trofeos que te aseguran, que sos parte de un grupo de amigos, de una familia y también de ese mundo que gira alrededor de una pelota.
Martín se moría de ganas de ser como Juan, que era capaz de resignar cualquier cosa por llegar a jugar en primera, o como Enzo, que no veía la hora de que sonara el timbre del recreo para demostrar su mayor habilidad: convertir cualquier objeto en una pelota y disfrutar corriendo detrás de ella, o como Román que, con tal de darle el gusto a su papá, y reconociendo sus pocas habilidades para ser goleador o enganche, se convirtió en el mejor arquero del Club Unión y Progreso del pueblo. Pero Martín no podía. Lo intentaba, pero no le salía, aunque deseara con toda su alma parecerse al hijo que su papá soñó.
A pesar de todo, Martín no estaba dispuesto a darse por vencido. Él quería que las personas lo miraran del mismo modo al que miraban a esos otros chicos. Entonces se propuso ser el mejor alumno del curso. Pensó que eso podría ayudarlo a ser reconocido. ¡Pobre Martín! Debe haber pocas cosas menos populares que ser un muchachito al que no le gusta el fútbol y encima ser abanderado. Su esfuerzo le costó algunos nuevos apodos, ya no solo era un perro en la cancha, un queso, una ojota, también era traga, nerd, olfa y chupamedias.
Sin embargo, ser el mejor alumno no fue tan mala idea. Porque sus maestras y profesores empezaron a mirarlo de un modo parecido al que Martín deseaba. En realidad, empezaron a mirarlo y entonces lo descubrieron a él y a sus dibujos. Tenía la carpeta llena de retratos. Le gustaba observar e ilustrar a las personas, sus gestos, sus miradas.
El primero en descubrirlo fue su profesor de Plástica. Quedó fascinado y le propuso tareas diferentes al resto de sus estudiantes. Martín aceptó con alegría. A la semana siguiente le entregó todos los dibujos y el maestro se quedó con la boca abierta. Después lo felicitó, le dijo que tenía muchas condiciones para convertirse en un dibujante profesional en el futuro y que podía presentar algunos de sus trabajos en una muestra de arte, que estaban organizando en la casa de la cultura del pueblo. Martín trataba de encontrar todas las palabras que quería decirle para darle las gracias por confiar en él, por valorar sus dibujos, por pensar que podían ser exhibidos en una muestra que visitarán muchas personas, por asegurarle que no estaba equivocado, que el fútbol no es para todos, por confirmarle que no es cierto que no puede ganarse la vida dibujando y que, si no fuera así, él tenía derecho a intentarlo.  Martín encontró solamente tres palabras capaces de resumir todo eso que sentía: gracias por mirarme. Puso su carpeta en la mochila, le dio un abrazo al profesor y volvió a su casa.
Mientras caminaba, pensaba en su familia. Pensaba que tenía que encontrar más palabras para contarles esta gran noticia y, al mismo tiempo, tenía miedo de que ninguno de ellos se alegrara. En cierta medida, sentía que era su revancha. Sentía que podía darse el gusto de decirles: vieron, al final, yo tenía razón. Soy bueno dibujando. Puedo convertirme en artista. Mis dibujos van a ser exhibidos en una muestra de arte que visitarán muchas personas. Pero Martín se acordó de que a su familia no le gustaban los retratos, ni las pinturas, ni el arte, ni los dibujos, ni las ilustraciones, ni ninguna de esas cosas raras que no generan, ni por asomo, la misma emoción y pasión que provocan el fútbol.
Martín llegó a su casa. Le dio un beso a su papá, a su mamá y a su hermana. Después se encerró en su cuarto. Apoyó la mochila en la cama y se sentó en su escritorio. Siguió buscando las palabras que quería decirle a su familia, a pesar de que ya sabía todo lo que ellos pensaban sobre el arte y el fútbol.
Martín recordó una imagen, buscó una hoja y sus lápices. Después de algunas horas, terminó su obra de arte. Se animó y la dejó sobre la cama grande de sus padres. Después escuchó que su mamá lo llamaba para sentarse a la mesa y allí fue. Cenaron en familia y charlaron un poco. Martín no dijo nada sobre la muestra de arte.
El padre de Martín dijo que estaba muy cansado y que quería acostarse. Les dio un beso de buenas noches y se fue a su habitación. Cuando entró, encontró un papel sobre la cama. Apenas lo vio, pensó que alguien había sacado el poster que estaba colgado en su cuarto de niño, en la casa de sus padres. Se acercó y descubrió que era una réplica de una fotografía histórica: Maradona, en andas levantando la Copa del Mundial 86, con la tribuna repleta de gente. Se detuvo a mirar cada detalle: en esa muchedumbre de varones, que arengaban, festejaban y lloraban de emoción, había caras conocidas. Podía ver su rostro, el de su papá José y el de su hermano Andrés. Diego se destacaba del resto porque estaba en lo alto, sobre los hombros de un niño muy parecido a Martín. Se quedó un rato largo mirando el dibujo y soltó todas las lágrimas, que no quería que le apretaran la garganta y le quebraran la voz, para ir a darle un abrazo a su hijo y decirle las únicas dos palabras que encontró: “gracias y perdón”.

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