El álbum (1995)

Son las dos o tres de la tarde. El sol entra por la ventana. Una veintena de chicos cabecea, luchando contra la modorra. Es difícil no dormirse después del almuerzo; mucho más cuando retumba en el aire la voz monótona de una docente que farfulla datos sobre Enrique VIII. Estamos leyendo una adaptación de dudosa calidad de “Príncipe y Mendigo”. Quizás la novela real sea fascinante, pero lo que leemos no es el texto verdadero sino uno abreviado. Un libro fácil, previsible, pensado para que digamos un par de líneas en inglés durante el acto de fin de curso.   
Uno de mis compañeros no sigue la lectura. Todos lo sabemos, pero nadie lo dice. Escuchamos cómo abre los paquetes de figuritas y pega, con precisión milimétrica, a los Caballeros del Zodíaco. Luz, la maestra, tarda un poco más en darse cuenta. Pero en un momento sucede lo inevitable: su mirada se cruza con la del alumno y lo pesca justo cuando está por pegar una figurita de Athena, Shiryu o Hyoga.
Lo que ocurre después nos sorprende a todos. La maestra no sólo reta a nuestro compañero (cuyo nombre ha quedado perdido en mi memoria). En un rapto de furia le saca el álbum, lo rompe en dos y lo tira al tacho de basura. Nadie respira. Jamás habíamos visto a un adulto reaccionar con semejante impunidad. Un murmullo de indignación recorre el aula. Definitivamente deberíamos hacer algo. ¡Somos veinte contra una! Pero esa una tiene poder, porque es adulta y está al frente del aula.
En el banco de atrás, Navarro. El que nunca presta atención. El que siempre dice una palabra de más. El que esgrime un constante gesto desafiante. Navarro, el chico-problema. 
Navarro se incorpora de su asiento. Esperamos un insulto o alguna palabra soez. En lugar de eso, señala su reloj de mano y dice:
—Un minuto de silencio para el álbum que está muerto.
Todos entendemos: Navarro asumió la pesada carga de la defensa. Clavamos la vista en nuestros bancos y nos negamos a continuar con la clase. La maestra se vuelve loca. Nos habla uno por uno. Busca un cómplice, un aliado, un delator. Amenaza con una sanción colectiva. Pero ni uno solo de nosotros la mira mientras dura ese minuto, que Navarro controla en su cronómetro.
Ese día aprendo dos cosas. 
La primera: que si algún día soy docente, jamás trataré de esa manera a un alumno. 
La segunda: que siempre trataré de estar del lado Navarro de la vida.

Un relato de Carolina Fabrizio

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