Finales pendientes

Querido sur,

Puede cada quien sentirse implacable a la hora de verbalizar toda esta cuestión del final, pero enfrentarse a él es una cosa bien distinta y a mí me sucedió cuando Franco tuvo que irse. No hace falta que te cuente los motivos de su partida, no quiero escribirte una carta triste. Lo cierto es que después de que se fuera y de que ambos, mirándonos a los ojos, nos dijéramos “hasta acá”, la casa, como es habitual, se hizo enorme, pero ésta, que ya era enorme de antes, ahora se había convertido en un pueblo pequeño donde sólo vivíamos el gato y yo y en el que todo quedaba lejísimo. Un pueblo extraño, en el que nadie saluda ni los vecinos preguntan nada ni nadie cura ni el empacho ni ninguna otra cosa; un pueblo mudo de cualquier euforia, gran escenario para la obra de teatro más triste del mundo. Pero te juro que con eso también se puede, querido Sur. Con lo que no se puede es con las heridas de las casas viejas.
El nido que había elegido se venía abajo conmigo en su vientre y yo solo supe que tenía que irme como saben los caballos cuando viene tormenta. Aquí en el Norte siempre falta el agua, querido Sur, y aquí había días en que faltaba en todos los baños y explícame para que mierda uno necesita tantos baños cuando solo se tiene un culo.
Como es bien sabido, amigo Sur, irse siempre cuesta más que llegar, así que podría decirte que hasta esta cama llegué esta noche arrastrándome, agotado, pero con certeza de caballo de que de ahora solo resta llenar este pequeño espacio que elegí de plantas (y tal vez chequear alguna movida para acustizar las paredes así mi vecina nueva y su novio no me escuchan cantar) y tratar de acordarme de mí antes del final. De todos los finales. Especialmente de los pendientes.

Buenas noches,
Juan

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