La campana de cristal: Terapia de choque

El año que viene esta novela semiautobiográfica, o esta ficción autobiográfica (como prefiero llamarla), cumplirá 60 años. Inseparable en su análisis de la corta vida de la autora, La campana de cristal transcurre mientras escuchamos el tañido de los hechos que entrelazan las vidas de Esther, la protagonista, y Sylvia Plath, la autora, con la radiografía de un mundo sumamente adverso para las mujeres. “Mi gran tragedia es haber nacido mujer”, escribió Plath; y en este libro esa tragedia permanente, desgastante, agobiante, agotadora, va deshilachando desgarros en el ánimo, el ímpetu y el vestido de Esther Greenwood. 

Por Natalia Carrizo

El gran pozo del que habla Natalia Ginzburg en A propósito de las mujeres, late párrafo tras párrafo en un rito que las seduce a las dos a olfatear algo que silencie la disonancia con la voz de su tiempo. Las oportunidades, los mandatos y las expectativas son el meollo de la gran tragedia. Como ocurre con otras novelas que narran vidas de mujeres en esa época, sin mencionar ni una vez la palabra patriarcado, Plath pinta un retrato impresionista de la presión cultural, el destrato social y la violencia a la que estaban sometidas las mujeres en la primera mitad del siglo pasado. Todo es desigualdad. En la ficción y en la realidad. 

Una novela feminista, podría decirse. Choque tras choque, encuentro tras encuentro, escena tras escena; resuena un desajuste permanente entre el mundo exterior y la interioridad. La narración de hechos y pensamientos íntimos en primera persona se presenta sin regodeos, la pluma de la escritora no da demasiadas vueltas. Allí están dolores y crueldades fluyendo en línea recta sobre la corriente eléctrica que recorre la vida de la protagonista y su fragilidad. Allí están, sujetos a un cuerpo que sufre hasta adormecerse en el insomnio y a una mente que ve descender lentamente esa campaña de cristal, esa metáfora perfecta de la distancia invisible entre Esther y el mundo, Esther y los hombres, Esther y su madre, Esther y la escritura; esa distancia que desciende y se enraiza entre Esther y el deseo de vivir. En lo profundo, esta novela cuenta una historia sobre el padecimiento y la salud mental.

En el desenlace de esta ficción autobiográfica se respira un aire cargado de luz azul. Se respira esa asfixia, lo viciado de un encierro cristalino levemente fisurado por la terapia electroconvulsiva que sacude hasta los huesos el cuerpo literario de Esther y sacudió, en la vida real, el cuerpo de Sylvia Plath. Y luego otro encierro, un encierro blanco, el manicomio se vuelve el escenario donde el relato encuentra su punto máximo de tensión, ahí convergen y a la vez se disocian personaje y persona. ¿Qué podría haber sido distinto? ¿Son los hechos o son los pensamientos y decisiones los que trazan el devenir de los acontecimientos?
Sus líneas, sin duda, nos llevan a revisar nuestros encierros. Cierro el libro y los ojos, escucho sus voces susurrando al viento una plegaria sin fe: ¿Alguien puede ver la campana de cristal?
Sylvia Plath acabó con su vida en 1963, unas semanas después de la publicación de esta novela; veinte años más tarde (o demasiado tarde) recibió un Premio Pulitzer por su poesía, un reconocimiento póstumo que tal vez no sea acaso más que otra metáfora perfecta. 

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