La tarjetita decía que a las cinco, pero Sarita llegó a las cuatro porque su mamá la dejó de pasada cuando se fue a tomar el colectivo, así que nos sentamos abajo del gomero para ver lo que hacía mi mamá, que iba y venía por el patio, con el vestido de flores hecho una campana, inflado de tanto viento norte.
La tarjetita decía que a las cinco, pero mi mamá había salido en la bicicleta bien temprano, a las ocho, para ir a lo del Gringo a comprar las cosas para la tarde, para que esté todo listo antes de que mis amigos y mis primos llegaran.
Con Sarita mirábamos a mamá poner la mesa, que en realidad no era una mesa, sino una tabla larga que mi papá pintó de blanco para salir del paso. Mirábamos a mamá y mirábamos la mesa blanca, que se fue llenando de platitos de plástico rojo y chizitos y gaseosa de pomelo y, cada tanto, también se llenaba de las flores que se caían de los lapachos porque se habían quedado dormidas.
Sarita me hizo reír porque trajo la tarjetita que decía que la invitaba a mi cumpleaños de cinco a ocho por si en la puerta no la dejaban pasar, pero ¡cómo no la iban a dejar pasar, si era mi mejor amiga! Yo sé que Sarita es mi mejor amiga porque cuando se dio cuenta de que la tarjetita en realidad era una fotocopia, no se rió como se habían reído…
¡Los primos! avisó mi papá cuando escuchó el auto de la tía Nora. El auto o sus gritos, no sé. La tía Nora habla más fuerte que los motores y enseguida se puso a gritar que ¡cuidado con la zanja, Lucrecia! ¡cuidado que hay barro, Augusto! ¡se van a ensuciar las zapatillas nuevas!
Augusto y Lucrecia aparecieron en el frente de casa, saltando con cara de asco los charquitos, que eran como espejos para yuyos, acostados sobre la tierra húmeda.
¿No te podías ir a vivir un poquito más lejos?, le dijo la tía Nora a mi mamá cuando ella salió a recibirla, secándose las manos con un repasador. La tía tenía cara de enojada y mi mamá le dijo hola, Nora, pasá, pasá, te sirvo un poco de gaseosa con hielo.
Cuando vienen los primos, mamá se pone nerviosa porque nuestra casa es chiquita y ellos miran para todos lados y preguntan por qué las paredes están mojadas y por qué el techo es de chapas y por qué la puerta de mi cuarto es una sábana del Hombre Araña, pero nunca se fijan en cómo crecen los tomates de la huerta, ni les importan ni un poco las flores, como globos brillantes, que cuelgan de los árboles. Jamás preguntan qué significan las canciones de los pajaritos ni saludan al Tom y a la Negrita cuando les mueven la cola para darles la bienvenida. Al rato, se ponen chinchudos porque en mi casa no hay cable, ni videojuegos, ni computadora, y dicen que leer y dibujar es aburrido y enseguida empiezan a preguntar cuánto falta para volver.
Pero mi mamá dijo que igual tenía que invitarlos.
Para las cinco y media ya habían llegado todos y nos paramos alrededor de la tabla para tomar una gaseosa de pomelo y comer lo que había en los platitos.
Lucrecia le dijo a mi mamá que quería una chocolatada y Augusto se metía los chizitos en la boca y los escupía y como no había chocolate para la chocolatada, Lucrecia agarró su vaso de pomelo y lo vació en el pasto.
Este cumpleaños es una mierda, dijo.
A mí me dieron muchas ganas de empujarla y tirarla al barro, pero escuché la voz de Sarita y se me fueron las ganas de pelear, porque me mostró cómo hacer un caballo con palitos y chizitos y al final hicimos muchos porque los otros chicos se pusieron a jugar con nosotros y después Sarita nos contó que cuando los búhos se juntan en grupo, eso se llama “parlamento”.
¿Cuánto falta para irnos, mami? dijo Augusto a los gritos, pero la tía Nora ni le respondió. No le hagas caso, me dijo Sarita. Te está buscando roña.
En eso llegó la Negrita. Venía de la calle, de jugar con los perros de la cuadra. Cuando me vio, movió la cola y paró las orejas, como diciéndome feliz cumpleaños, y enseguida se me vino encima, con tanta mala suerte que en el camino le pisó las zapatillas a Lucrecia.
Nunca la había escuchado gritar con tanta rabia. Lloró y pataleó y dijo malas palabras y después corrió hasta donde estaba la tía y le dijo que la perra le había embarrado las zapatillas nuevas. Yo corrí atrás de ella. ¡Fue sin querer, prima!, le dije, asustado. Tenía miedo de que mi papá la castigara a la Negrita.
Lucrecia me miró con los ojos llenos de odio. Creo que del otro lado de sus pupilas había un monstruo que quería comerme.
Vos porque no tenés ni zapatillas, me dijo, y la tía le gritó que si no se callaba la boca le iba a dar una cachetada. Yo sé que a la tía le daba vergüenza que a los primos se les escapara en voz alta lo que ella pensaba en silencio.
Mi papá, que no sabía pedir disculpas, no supo hacer otra cosa que agarrarla a manguerazos a la Negrita. Pobre Negra. Aulló finito, finito, como suplicando que la perdonen. ¡Pegale más fuerte, tío!, le pidió Lucrecia y mi papá le hizo caso porque no quería que nadie supiera que a él le daba mucha vergüenza no haber podido comprar las zapatillas que le había pedido.
Después de eso, la Negrita no vino a casa por varios días.
Mi mamá apareció con la torta en una bandeja y la canción del feliz cumpleaños en la boca y papá y la tía y todos los demás (menos los primos) cantaron con ella.
Me hicieron pararme en la punta de la tabla con todos los chicos y pedir tres deseos y soplar las velas y papá nos sacó fotos (después las mandaron a revelar y quedaron re lindas porque eran más o menos las seis y media y a esa hora los árboles del fondo de casa se veían mitad verdes y mitad anaranjados.)
La tía Nora vino con un paquete y mi mamá le dijo que muchas gracias, que no se hubiera molestado, y ella dijo que feliz cumpleaños, sobrino, que no era nada. Que era ropa que Augusto no quería usar, pero que estaba nuevita.
Mi papá me sacó una foto con la tía Nora, pero esa no salió tan linda.
Mi mamá agarró el cuchillo para cortar la torta y Sarita dijo ¡paren, que falta mi regalo! y sacó de abajo de la mesa una bolsita de plástico negro.
¡Sorpresa!, me dijo, cuando saqué las zapatillas. Estaban buenísimas. Eran rojas, con cordones blancos y unas tiritas de cuero marrón oscuro cosidas a los costados. Probátelas, me dijo mi mamá, que estaba re contenta. Cuando me las puse, me di cuenta de que me quedaban un poquito chicas, pero eran tan cómodas que no me importó. Me paré y era como estar parado arriba de la cama de mis papás.
La tía aprovechó que mi papá me sacaba una foto con las zapatillas nuevas para decir que gracias por todo, que muy ricos los chizitos, que se les hacía tarde para la misa. Nos tuvieron que obligar a darnos un beso con mis primos, que después se fueron saltando atrás de la tía Nora, que gritaba ¡cuidado con el barro! ¡cuidado con la zanja!
No se dieron cuenta, me dijo Sarita, muerta de risa, mostrándome los pies descalzos, escondidos debajo de la tabla.
Hoy nos vimos en la escuela y le conté que apareció la Negrita y ella me contó que le dijo a la mamá que se había olvidado las zapatillas en la puerta de su casa porque volvió caminando y había pisado barro y me dijo que su mamá le creyó y yo le conté que mi mamá dijo que ella era como mi ángel de la guarda y ella me contó que el domingo había visto un documental sobre animales y yo le conté que me quería comprar un cuaderno para hacer historietas y ella me contó que si le sostenés la cola a los canguros, no pueden saltar y yo le conté que hay una mariposa en África que es tan venenosa que puede matar seis gatos y ella me contó que los pingüinos se quedan con un solo compañero por el resto de su vida y yo pensé que ojalá Sarita y yo fuéramos pingüinos.
Un relato de Juan Solá
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