Los amores urgentes / Juan Solá

Querido sur,
Dicen que para contar una historia, hay que comenzar por el principio, ¿pero cuál es el inicio de un círculo? Allí dónde queda evidenciado lo ficcional, la ilusión de la linealidad que nos organiza los días, a lo mejor.
A Dormilín lo conocí cuando su mamá decidió parirlo debajo de una chapa que los vecinos habían tirado en el fondo de la casa que alquilamos con Luan en Buzios, a finales de 2017. Nos hicimos amigos de inmediato, a pesar de que su madre me gruñera cada vez que él o sus hermanos se acercaban, curiosos, a ver quién era el tipo que los llamaba desde la puerta de la casa blanca, ofreciéndoles comida. Ellos eran chiquitos como ratones y curiosos como esos nenes que permanecen despiertos hasta tardísimo esperando a los Reyes Magos.
Cuando nos tocó irnos de ahí, juntamos nuestras cosas en cajas y alquilamos un flete. Ante la situación, Dormilín maulló desesperado. Era evidente que entendió que nos íbamos y que quería que lo lleváramos con nosotros. Luan no estaba de acuerdo, pero terminé convenciéndolo y al final, nos llevamos a los tres: su mamá estaba desaparecida hacía un par de semanas y ya no les daba de mamar. Dije que les buscaría una buena casa y resultó ser cierto, porque terminaron viviendo con nosotros. Luan siempre dirá que hice trampa, que le mentí de entrada, y podrá ser cierto, pero sé que él también los amó de inmediato.
Es impresionante cómo puede cambiarte la vida cuando encontrás un compañero animal. Con Dormilín hacíamos todo juntos. Él se echaba cerca mío y me miraba con esos ojos dorados, siempre entrecerrados, como los de quien amanece a la fuerza porque le subieron la persiana de un tirón (de ahí el nombre). Cuando escribía, el gato subía a mi regazo, se echaba panza arriba y me miraba y yo lo miraba y era como mirar la arena húmeda a la hora de la puesta del sol.
Yo estaba lejos de la casa donde había crecido y llevaba un buen tiempo sin ver a mi familia. Luan había entrado a trabajar en un hotel que quedaba a unos cuantos kilómetros y salía de Geribá temprano solo para volver bien entrada la noche. Pasé mucho tiempo solo. Escribía y tomaba cerveza, cantaba en portugués y lloraba en español litoraleño. Iba a la playa cada vez con menos frecuencia, me encerré y fue como si la casa se hubiera cerrado sobre mi cuerpo. Me hacía un bollo en la cama y Dormilín se encajaba en el hueco de mi plexo solar y ronroneaba como si entendiera mi melancolía, acaso como si fuera capaz de sanarla.
Cuando papá se enfermó y tuve que irme, con Luan acordamos un reencuentro en Chaco que nunca sucedió. La distancia terminó de poner orden al caos que era nuestro vínculo y resulta que a veces, poner orden significa poner punto final.
De un solo plumazo había perdido a mi padre, a mi compañero y a mis gatos. No sé cómo explicar la sensación, pero se parece mucho a la clásica imagen del héroe colgando sobre el precipicio, aferrado a una cuerda que va perdiendo de a uno sus hilos. Después caí.
Pensé mucho en Dormilín y en la tarde que por primera vez nos miramos bien adentro de los ojos y nos dijimos te quiero sin emitir sonido alguno. El amor más poderoso no hace ruido. Yo estaba triste y borracho de cerveza y de ficción, y a lo mejor fue justamente por eso que pude entender lo que el gato me decía con los ojos dorados fijos en los míos que estaban húmedos. Yo estaba escribiendo una historia sobre un padre que se equivocó demasiado y fue como si el gato me comprendiera perfectamente. Me acarició el rostro con la pata, yo le di un beso en la frente. Muchos años después leería por casualidad que los gatos entienden que nuestros besos son una muestra de afecto y pensaría inmediatamente en ese momento y sentiría la inexplicable paz de quien alcanza a despedirse.
Quisiera poder detenerme a contar esta historia de manera ordenada, cronológica, pero es justamente aquí donde todo empieza a volverse circular. Sé que mi vínculo con el aspecto más místico de la ficción podría estar empujándome a caer en un sesgo de confirmación, pero no por ello me arriesgaré a perder la oportunidad de creer, al menos por un minuto, que la magia sí existe.
Hace un par de días, Ludmila puso en sus redes que necesitaba tránsito para un gato que apareció en su casa. Apoyé el dedo en la pantalla y me quedé mirando la foto un rato largo, el parecido era asombroso: la marca en la frente, los ojos dorados, la mancha con forma de lágrima anaranjada.
En esos días, Franco se iba del nido y mi cabeza era un bardo. Cerré unas fechas en San Luis mientras corregía Ñeri para la reedición y curaba una perfo de poesía disidente para el CCK. A esta altura del año mi cabeza es un call center, pero por algún motivo no podía sacarme de encima los ojos dorados del gato que había aparecido en la casa de Ludmila. A la siesta le escribí para decirle que yo le daría tránsito con gusto. Le comenté al pasar que me recordaba mucho a un gato con el que había vivido cuando estaba en Buzios. Se llama Dormilín, le dije.
Esa misma noche me escribió Luan después de muchos meses para contarme que Dormilín se había muerto. Me pareció inverosímil, pero aquí estamos. Dice que lo encontró abajo de un auto, que no entiende qué pasó. Me escribió unos mensajes tan tristes que fue como si el gato se me hubiese muerto a mí en los brazos. Dice que fue en verano, que no me dijo porque ya no hablábamos. No tuve el valor de reprocharle nada. Dice que lo enterró con hojas de eucalipto en un lugar en el que tiempo después construyeron una vereda, y que la vereda se partió exactamente donde está Dormilín. Dice que cuando pasa por ahí, lo saluda. Que lo soñó muchas, muchas veces.
Querido Sur, mientras te escribo esta carta entra a imprenta la reedición del libro que escribía en Buzios con el gato en el regazo y al mismo tiempo, el gato que encontró Ludmila me mira desde el almohadón. Y sus ojos dorados son los mismos.
Nunca sabré si es Dormilín.

Buenas noches,
Juan.

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