Los mundos perdidos / Juan Solá

Querido Sur,
Me siento a escribirte aprovechando el silencio de la siesta y el feriado. En las horas posteriores al ritual del almuerzo, la ciudad entera entra en un estado de somnolencia profunda, un adormecimiento involuntario que la tumba sobre lechos y patios mudos para dejar ir parte del día sin culpa. Quién pensaría que al otro lado del mundo, un grupo de misóginos extremistas toma el control de Afganistán.
Es en esta hora que los detalles íntimos a mi alrededor parecen cobrar vida. A lo lejos, alguien lava los platos y la loza se aparece con un estridencia imperceptible en los horarios del tránsito. Es como si el cotidiano hiciera una pausa para llenarse de diminutos barullos. Quién diría que al otro lado del mundo, meten a los maricones en campos de concentración.
Ay, Sur querido, me temo que el infierno tiene el tamaño del mundo, no por extensión territorial, sino por esmero de quienes el mundo habitan. Vamos encimando una tragedia sobre otra, hostilidad costumbrista, la miseria como plaga del imaginario, y así es como todo ese infierno cabe, por ejemplo, en los pueblos chicos de los que habla el refrán.
Hace poco volví a ver El Espanto, de Martín Benchimol y Pablo Aparo. Si algo me maravilla especialmente de esta pieza es la forma en que sus autores han sabido retratar perfectamente el tamaño flexible de los terrores que hacen a las pequeñas comunidades campo adentro. Vuelvo circularmente a la idea de las ciudades como enjambres de luz, trampa eléctrica a la que muchas veces se migra a consciencia y muchas otras simplemente se llega escapando de alguna otra cosa.
El Dorado es un pueblo en el que la gente no va al hospital. Algunos de sus habitantes son especialistas en pata de cabra y mal de ojo, otros curan el empacho o se valen de cordones de tela para diagnosticar malestares, y hay hasta quienes se dedican al arte de enlazar sapos por la barriga para alejar el mal. La comunidad cuida de su propia salud a través la implementación de un esquema de cooperación energética y aquello es suficientemente bello, pero infinitamente más complejo, porque así como la comunidad cuida de sí misma, también establece sus propios códigos de convivencia en torno a firmes convicciones que oscilan entre el cristianismo y el ostracismo.
Hace algo más de un año, Martín nos visitó en el taller que dicto y quedé maravillado con la posibilidad de conocer los entretelones del filme. En sus palabras gané experiencia para construir verosímil desde la narración audiovisual, pero al mismo tiempo conseguí entender algunos de los motivos más importantes que conllevan al éxodo de las juventudes del interior y el consecuente vaciamiento cultural de los territorios controlados por las Industrias.
Su película fue la chance de meterme en los rincones de las casas y las mentes de la parte de la humanidad que confía en las tradiciones y las sostiene, a veces para sanar, a veces para expulsar, casi como una suerte de contrapeso necesario para tanta modernidad de neón y fibra óptica.
¿A qué precio ofrece sus bondades la tradición? ¿Será cierto que hoy somos más libres que hace un par de décadas? ¿O simplemente hemos pasado más tiempo alejándonos de las vísceras de nuestra primera comunidad?
¿Será que esa misma libertad fue la excusa que el discurso hegemónico normalizador ha utilizado para pulverizar gran parte de una memoria comunitaria atávica, propia de cada territorio?
¿Será que la libertad puede medirse en la cantidad de cosas que nos han hecho olvidar? En la cantidad de mundo que hemos perdido buscando el mundo.

Buenas noches,
Juan.

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