Mi biblioteca: un árbol y una historia

Desde chica fui acumulando una vasta cantidad de libros: al principio me los leía mi mamá antes de irme a dormir, con los años empecé a leérselos yo a ella, y entrada la adolescencia los leía sola a cualquier hora del día. Casi sin darme cuenta, como un árbol que crece lento pero constante, construí una biblioteca propia de todos los libros que pasaron por mis manos. Al principio no eran más que dos o tres estantes amurados a la pared, hasta que, luego de un tiempo, compramos un mueble con mayor capacidad. La biblioteca tiene cuatro estantes de madera oscura, que se extienden un poco más de un metro. No sé si es la gran cosa, pero, sin dudas, es mi joyita preferida. 

Por Camila Miranda de Marzi

A medida que fui creciendo, empecé a notar que tenía una forma un tanto singular de comportarme con mis libros, en particular, y con todos los libros, en general: no me gustaba prestarlos, ni que me los presten. No tenía problema con que mis amigues o familiares se acerquen, los hojeen o se sienten a leerlos; lo que no podían, aunque me costó bastante darme cuenta por qué, era llevárselos a sus casas. Una sensación de recelo, alerta e incomodidad surgía cuando escuchaba la pregunta: ¿Me lo prestás? Terminaba balbuceando respuestas inconexas o fingía que eran de mi mamá para evadir la respuesta que no me animaba a pronunciar: no, no te lo presto ni a vos ni a nadie. A veces me sentía mala, egoísta, pero era sincera, y, un día, cansada de inventar excusas, le terminé anticipando a todo el mundo que no me pidiera más libros porque no se los iba a prestar. 
Intuí que si yo tenía este tipo de obsesión, tan infundada como inevitable, quizá tuviese algo que ver con cómo surgieron los primeros manuscritos, y cómo aparecieron las primeras bibliotecas, qué representaban, cómo llegaron a ser objetos tan importantes en casi cualquier casa: si yo tenía este sentimiento algo debía de haberlo gestado en el pasado (digamos, yo no era tan original). Después de un poco de investigación encontré dos que fueron las pioneras de las bibliotecas como las conocemos hoy y, quizá, aún más importante, lo que representaron en ese momento estuviera relacionado con lo que me pasaba a mí. 
La primera que se conoció fue la Biblioteca de Nínive, en el siglo VII a.c., en Asiria; estaba ubicada en lo que hoy conocemos como Irak. En ese entonces, lo que almacenaba eran más de 30 mil tablillas de arcilla que contenían canciones épicas, proverbios, mitos, etc. Este edificio guardaba muy pocas similitudes con, por ejemplo, la gran Biblioteca Nacional que se ubica en Recoleta, ya que era privada y pertenecía al Rey. El objetivo de esta gran biblioteca era realzar la autoridad del monarca. La lógica de ese momento establecía que mientras más tablillas tenga, más fuerte era su poder como rey. Se creía que, incluso, se le leía para alejar las malas energías, como si la lectura tuviese una especie de aura superpoderosa ––aunque, la verdad, ¿quién no sintió algo similar después de un gran libro? En todo caso, la acumulación de conocimiento en forma de tablillas le proporcionaba al rey algo único que nadie más tenía. Era la única biblioteca, que aunque estatal solo el monarca tenía permitido usar, por lo que se la consideraba un tesoro, y además, le otorgaba una legitimación por parte de la sociedad que lo consideraba la única persona con semejante poder digno de gobernar. 
La Biblioteca de Alejandría, que en realidad fue un museo, funcionó en el siglo IV a.c., en Egipto. Recibió ese nombre por Alejandro Magno, alumno de Aristóteles, que estaba obsesionado con tener todo el conocimiento del mundo. Uno de sus objetivos fue traducir al Griego todos los textos que llegaban a sus manos para que así pasasen a formar parte de la civilización. Se creía que lo que no ingresaba en esa biblioteca, siendo previamente bautizado por el griego, no era parte de la sociedad. Había un único idioma que prevalecía, y así fue como Alejandría se impuso como la matriz cultural. Fue una lástima cuando Alejandría ardió en llamas, porque gracias a la gran obsesión de Alejandro gran cantidad de material irrecuperable y único ardió en ese edificio. Tal vez yo debería entender un poco más a Alejandro, al final no somos tan diferentes. 
Luego de recolectar esta información pude empezar a bosquejar de dónde venía arrastrando esa actitud tan posesiva con mis libros. Si desde mucho antes de la aparición de la Religión Cristiana e incluso antes de que existieran las bibliotecas privadas tal como las conocemos ahora, las bibliotecas 1) representaron todo el saber del mundo y 2) volvían poderoso a su dueño, el rey, quizá mi involuntaria obsesión tuviese que ver con esto. Sin embargo, mi problema no estaba resuelto porque era consciente de que, a diferencia de Alejandro Magno, a mí me era imposible tener todos los libros del mundo y, más complicado todavía, llegar a leerlos. Por otro lado, aunque me hubiese gustado sentirme poderosa por mi biblioteca, en la actualidad del siglo XXI, nadie se convierte en reina ni es tan poderosa por tener una biblioteca enorme. Sí coincidía en que había algo de la representación simbólica que tuvieron los libros en Grecia y Egipto que sobrevivió hasta ahora: una biblioteca demuestra, en teoría, cuánto  sabe una sobre el mundo, sobre la vida. Pero, más allá de esas simples certezas, seguía perdida. 
Decidí que si quería saber algo más sobre lo que me pasaba tenía que hacer una arqueología de mi biblioteca. Someterla a un análisis profundo, exhaustivo como el peor estudio médico, en el que llegase a dilucidar cómo estaba armada y, en base a eso, intentar resolver por qué no podía prestar libros o, en otras palabras, por qué no podía desarmarla. La observé de arriba a abajo, de izquierda a derecha, intenté memorizar el orden en que había acomodado los libros, y busqué qué criterio había elegido, si había un metadato operando o había sido simple azar. Luego de unos minutos, las primeras conclusiones a las que llegué fueron que no estaban ni por autore, ni por editorial, ni por color, ni por tamaño. En cambio, noté que si recorría los estantes de abajo para arriba, había sectores de libros que me remitían a una época de mi vida: unos cuantos de lomo negro que me iniciaron en la lectura adolescente, en el siguiente estante sagas fantásticas y de aventura, en el tercero varios tomos de Cortázar y García Marquez y en otro grupo los que había leído en los últimos años, los más actuales, mientras que en el cuarto estante había un rejunte de distintos libros que me habían regalado, había heredado o no tenía muy en claro de dónde habían salido. El primer descubrimiento que hice entonces fue que había ordenado, sin darme cuenta, todos mis libros según las distintas épocas de mi vida. Había construido una línea temporal de mi propia historia. Los libros, en ese sentido, una vez que fui consciente de este sistema, empezaron a traerme recuerdos sobre el momento en que los había leído; pero, y más interesante, me recordaban situaciones muy puntuales de algún aspecto de mi vida que no necesariamente tenían que ver con el libro sino con la época de la lectura, como, por ejemplo, que en determinado momento estuve de novia con un chico de ojos claros o que ese verano había ido a bailar por primera vez. Pude darme cuenta de que cada estante con grupos de libros era en realidad mucho más que solo eso: funcionaban como un traslador que lograba recordarme situaciones que incluso tenía olvidadas. La lectura de tal texto se había unido al momento en que había sido leído, y los que eran más lejanos, los que había leído hace unos 10 años y no me recordaba nada puntual, me transmitían alguna sensación que había sentido en ese entonces. Los libros acomodados de esta manera organizaban mi memoria, me ayudaban a recordar cosas. Intenté reconstruir cómo había decidido ordenarlos así sin darme cuenta, hasta que me acordé de que cada vez que terminaba de leer un libro lo acomodaba en el sector de los recientes. De esta forma, cuando no había más lugar en el estante, creé subgrupos en otros, parecido al efecto de una onda expansiva. Tal vez, mi biblioteca no significase para el mundo lo que significó en aquel momento la Biblioteca de Alejandría, pero sin dudas, para mí representaba las distintas etapas de mi vida, y eso, en algún punto, era similar al funcionamiento que instauró el Rey de la biblioteca de Nínive: nadie tenía acceso a ella porque era su pequeño tesoro que, en mi caso, era mi historia. Entendí que cada vez que alguien me pedía prestado un libro, ese pedido se traducía en querer llevarse un fragmento de mi pasado. 

Tres generaciones
En el cuarto estante donde había un rejunte de todo, había uno especial: Rayuela, la segunda edición, publicado en 1965. Mi propio Rayuela, el que había leído en el último año del secundario, estaba con los demás de Cortázar, por lo que este ejemplar no era el mío “original”. ¿Y este libro que no había leído? ¿A qué época podría trasladarme? Sabía, porque mi mamá me lo había dicho, que había pertenecido a una tía abuela suya. Cuando pasé, como toda adolescente, por ese momento de fanatismo “rayueliano”, había robado esa edición de su biblioteca ––parece que no prestaba libros, pero estaba a favor de robar ajenos. Al abrirlo me encontré, en la primera página, con una firma que decía Elsa Nydia Pepe 1972, en una letra cursiva muy torcida y un trazo fino escrito a pluma. Quizá este libro, a su manera, era parte de la historia de Elsa, solo que se había cruzado con mi propia línea temporal. En ese caso, tenía un ejemplar que fue de un familiar que no había conocido, pero tener su libro intervenido con el nombre y la fecha, gesto que lo había vuelto de su propiedad, posibilitaba que, unas cuantas décadas después, yo pueda reconstruir una parte de mi familia. No tardé en descubrir que más abajo, en la misma página, mi mamá también había hecho lo suyo: Andrea De Marzi, 2015. En una cursiva bastante más redonda y en lápiz. Así me embarqué en la investigación de las siguientes páginas en las que pude encontrarme con marcas de las dos: frases subrayadas, acotaciones, preguntas, corazones, corchetes. Fue fácil distinguir las anotaciones de una y de la otra porque, muy fieles a sus firmas, Elsa marcaba en pluma y mi mamá en lápiz. Esta distinción lo primero que me hizo pensar fue en la diferencia de época: posiblemente ahora casi nadie usa pluma pero en los 70 parece que fue una herramienta común. 
Las marcas en lápiz señalaban líneas de diálogo entre La maga y Oliveira, reflexiones sobre el amor o descripciones sobre la ciudad de París, no había nada de especial en ellas. Pero Elsa marcaba cosas raras: frases por la mitad como “y el mate se había volcado al borde de la mesa” o “¿pero a vos realmente te puede gustar ese tipo?”. Al principio pensé que había algo en la escritura que yo no estaba llegando a entender, una belleza escondida o algo por el estilo, pero buscando en las siguientes hojas vi que los números de algunos capítulos estaban redondeados. Cómo sabrá quien haya leído Rayuela, la novela propone una lectura desordenada, por lo que en caso de olvidarnos en qué parte estamos cada página tiene el número del capítulo que se está leyendo. De esos números que indican el capítulo, observé que algunos estaban rodeados por un círculo. ¿Qué significaba que algunos estén marcados y otros no? Noté que la mayoría de las marcas estaban en los primeros 30 capítulos. Dejo un ejemplo de algunas: 
6 – 5 – 72
15 – 6 – 72
4 – 7 – 72
El 72 era el único número de dos cifras que aparecía redondeado varias veces, con ímpetu.  Volví a la firma de Elsa, al trazo de su pluma, intentando que su nombre me revele algún secreto. Después de observar los números un par de veces me di cuenta: eran fechas. Todas en un lapso de tiempo de un mismo año. Supuse que quizá llevaba un registro de cuando sus lecturas, aunque no encajaban las frases subrayadas. Busqué obsesivamente en cada hoja la más mínima pista de cuál era la lógica de Elsa, hasta que en el final del capítulo 138 por fin había dado en la tecla: había un párrafo escrito por ella en el que decía “Aunque te tengas que ir de tu casa y tus padres seguramente te quieran lejos, no te vayas Hugo”, seguido un corazón abajo de la frase. No tenía idea a quién iba dirigido ese mensaje, ni qué había pasado, ni tampoco por qué Elsa lo había escrito en un libro. Pero todas estas marcas y fechas, y la frase final desparramadas por las hojas, hablaban de que había algo en la vida de Elsa que no podía decir o resolver en otro lado, que solo pudo hacerlo en ese libro. Un amor que no fue, o que no podía ser, quedó capturado por las intervenciones de ella. Volví a releer las frases que había subrayado, las que sí pertenecían a Cortázar, y pude imaginar que representaban momentos que vivieron juntes. Al mismo tiempo que Elsa leía la novela iba construyendo su propia historia de amor dentro del libro, un amor que se detiene luego de esa frase final, después ya no hay más pluma. Elsa escribiendo el libro encontró una manera de plasmar lo que estaba viviendo y lo hizo de una forma permanente ya que esa parte de su historia llegó a mí. No sé exactamente quién fue Hugo, pero sí sé más sobre quién era esa mujer. 
De los rasgos que fui encontrando en las hojas pude reconstruir a estas dos mujeres que, si bien a una la conocía bastante bien, ver sus marcas era una aproximación distinta, mucho más íntima. Lo que se señala en un libro siempre parece ser algo cómplice que queda entre una y la página. Pero esta vez, tenía la posibilidad de espiarlas un poco. Al releer las partes del libro subrayadas y las anotaciones hechas a mano, tuve la sensación de que estaban las dos cerca, en mi presente, marcando las hojas. Este libro, al que nunca le había prestado demasiada atención, resultó ser un dispositivo que, más allá de lo impreso, contenía otro tipo de historia: una singular, familiar, que lograba unir a tres generaciones distintas, aunque una de ellas ni siquiera viviera físicamente, y también posibilitaba dejar testimonio de un amor que tuvieron dos personas. Este objeto lleno de marcas lograba acortar distancias y unir múltiples narrativas que de otra manera no sería posible poner en contacto. 
Empecé a hacer mis propias marcas con mi lapicera Bic negra justo después de incluir mi nombre y año abajo de los otros.  Mediante las escrituras a mano alzada de Elsa, Andrea y las mías se volvió posible inscribir a Rayuela en una época determinada. Sin marcas un libro es atemporal, no está sujeto a ninguna historia ni pertenece a nadie. En la decisión de realizar anotaciones con un elemento para escribir se consigue una subjetivación del libro haciendo que sea particular y que contenga rasgos de la dueña. Parecido a lo que pasaba en el inicio de la imprenta, hacia 1450, cuando les lectores cultos mandaban a encuadernar sus propios libros, es decir que podían personalizarlos eligiendo el cuero que iba a forrarlos,  ahora lo que vuelve particular a cada uno son las marcas que puedan encontrarse en él. En el caso de Rayuela, la anotación de nuestros nombres organizó una parte distinta de la historia, que no tenía lugar en mi biblioteca, y que luego de ese descubrimiento me hizo notar que el libro reúne tres líneas temporales. El libro como objeto que pasa de generación en generación, dejó de ser solamente una cosa para leer, sino que posibilita, mediante otras escrituras, la construcción de un árbol genealógico y la supervivencia de lazos familiares que, aunque nunca hayan existido, se encuentran en las páginas. Esta dinámica no sería posible si el objeto libro fuese distinto al que conocemos: una tapa, varias hojas y una contratapa habilita que en su interior se puedan construir este tipo de vínculos. Entonces, mi incapacidad de prestar libros tiene que ver con que ellos construyen mi memoria, son una forma de poder revisitar distintos lugares del pasado. Rayuela me permitió reconstruir un lazo afectivo con esa tía de mi mamá que no conocí. Y ese tipo de escritura no oficial, la que no pertenece a ningún género, la que parece que solo vive en los márgenes, permitió que algo de Elsa sobreviviera.   

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