La película “Ni héroe ni traidor”, dirigida por Nicolás Savignone e interpretada por Juan Grandinetti, Inés Estévez, Rafael Spregelbud y Héctor Bidone, transcurre durante los primeros días del mes de abril de 1982 mientras comenzaba la Guerra de Malvinas. Un joven de 19 años, recién salido de la colimba, es convocado para ir a las Islas. En un contexto íntimo, de una familia de clase media, se debaten las contradicciones de una guerra impuesta e injusta.
Por Natalia Bericat
Asistimos a un film cargado de imágenes que se van mezclando con la cultura popular de los ochenta en nuestro país. Así esta película nos abre la puerta a la juventud: al rock nacional, a Charly y a Nito, a los posters en las paredes de la habitación, al Mundial del 78, a la estética de una generación. El espacio íntimo y familiar nos introduce en lo cotidiano, en los gustos y el ritmo que se vivía ese momentos antes de que sonara el teléfono o golpearan la puerta con una carta informando que tocaba ir a la guerra. En el espacio exterior, chicos jugando en el polvo un picadito, “proteriando” con los amigos, siendo casi niños en la calle pateando la pelota. Una rutina repetida, una mesa con conversaciones sobre el futuro y ciertos roles que cada integrante de la familia iba cumpliendo en una atmósfera todavía impregnada por Falcón verdes y uniformes.
“Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, se escucha desde la radio de la casa. La voz de Galtieri cambia el eje de las discusiones. La guerra irrumpe en la película para quedarse. Ya no se debate si el joven se irá a estudiar música a España, sino si le toca ir a poner el cuerpo a Malvinas. “Tacher nos declaró la guerra”, dice el padre a su hijo. A partir de ahí la discusión maniquea: si vas sos héroe, si te quedás son un traidor a la Patria. Los opuestos otra vez en la boca de un discurso que se repite hasta el cansancio. No hay grises. Es estar de un lado o del otro de la trinchera. Podemos pensar “Ni héroe ni traidor” como un intento de romper ese binomio que no ayuda a comprender la profundidad de la guerra. La intimidad de la película permite entender este matiz, esto que a millones de argentinos les pasó por la cabeza en ese momento. “Alguien tiene que ir”, dice uno de los personajes femeninos. Los diálogos interpelan una y otra vez al espectador para generar algo diferente a lo que veníamos acostumbrados a escuchar de Malvinas.
El tiempo del relato es corto. Solo unos días para procesar y entender la guerra y las emociones de una familia con miedo por el futuro de su hijo. Algunas escenas nos llevan a otros momentos que nos ayudan a reflexionar: un abuelo republicano hablando de su propia batalla, del exilio y su juventud en España: “las guerras son una mierda”, no dice. Todas las generaciones en la pantalla para demostrar que hay una historia que se sigue repitiendo y nos impacta a lo largo del tiempo.
¿Cómo no ser una madre que protege cuando a tu hijo lo están por enviar a la intemperie y al frío de una guerra? El personaje de Claudia, la madre, protagonizado por Inés Estévez, es quien encarna este rol. “Me gustó que esta madre tuviese influencia en la historia, que no fuera un personaje pasivo. Además, que fuera el personaje que le pone más claridad al punto de vista ético y no desde la moral social, sino desde la ética que es de una índole más constitutiva, más universal”, dijo la actriz en una entrevista para La cosa cine. El discurso moral de la sociedad atraviesa la película de lado a lado. Hay una intención de develar otra mirada sobre la Guerra. Hoy, a 40 años de Malvinas, una vez más el Cine Argentino aporta memoria en aquellos hechos que, lejos de cerrarse, siguen abriendo camino a la crítica y la reparación colectiva de los pueblos.