No es un río: una isla habitada por fantasmas

A veces los sueños
son ecos del futuro.

No es un río, publicada por Penguin Random House en 2020, es la tercera novela de la trilogía de Selva Almada sobre vínculos entre varones; la primera, El viento que arrasa, fue publicada en 2012, y Ladrilleros, en 2013. Con influencias del universo de Horacio Quiroga, reminiscencias del realismo mágico de García Márquez y las elipsis de Di Benedetto, Almada crea un mundo a la vez extraño y familiar.

Por Sofía Leibovich

En este libro, hay palabras lanzadas al viento: tres hombres que salen a pescar y toman vino, calor que derrite los cuerpos, bailes improvisados en el medio del campo, una mantarraya muerta colgada de un árbol, bichos que zumban en el oído, un verano interminable; hay sueños premonitorios y muertos que reviven, una mujer obsesionada con el fuego, secretos que se ocultan durante años, una luna que, como una sonrisa, alumbra la noche. Hay una isla, mucha agua, un monte misterioso, la superposición del presente, pasado y futuro. Hay un río que no son todos los ríos, sino este río, una atmósfera vaporosa, como de ensoñación o trance.
En No es un río, Enero y el Negro, dos amigos de toda la vida, llevan a pescar a Eusebio, el hijo de su otro amigo muerto, Tilo. Pescan una mantarraya hermosa que se termina pudriendo estacada a un árbol. La novela narra, a través de retazos fugaces, la vida de los amigos en la isla y los conflictos de los otros personajes, haciendo revivir fantasmas y desordenando la cronología. En este texto se construye un micro-universo fluvial, onírico y nebuloso, tanto a partir de las descripciones espaciales como de la forma de hablar de los personajes. La escritura de Almada parece simple, pero está muy lejos de serlo. Las frases siguen el orden lineal de sujeto, verbo y predicado pero, más que imágenes genéricas, se describe de forma precisa y sutil ese mundo vegetal, humano y animal donde el Negro siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por adentro o donde esa misma luz dorada los envuelve a todos, como si irradiara de los cueros, las escamadas chamuscadas.
Los temas de la novela son la amistad, el deseo, los tabúes, los vínculos madre-hija y padre-hijo, los secretos que se guardan durante vidas enteras, un duelo que no se termina de procesar y se extiende durante años y años, el paso del tiempo y la vida en un pueblo chico. La oralidad es uno de los aspectos más logrados del texto. Las frases de los personajes parecen breves sentencias universales o aforismos teñidos de poesía, palabras que no esperan una respuesta. Los personajes hablan, más que para entablar un diálogo con otros, para reafirmar su propia existencia. O quizás, para hablar con el río y sus fantasmas. Por ejemplo, cuando Eusebio dice que los sueños son ecos del futuro, o cuando Enero afirma que el fuego se apaga con fuego.
Hay un ritmo pausado, una melodía secreta que emerge en el encadenamiento de las frases. Después de un comentario de un personaje, introducido sin comillas ni raya de diálogo, aparece “dijo” pero en una línea más abajo, poniendo en duda por un instante si quién habla es personaje o narrador. Esta repetición del “dijo” cumple una función rítmica, va construyendo una cadencia lenta, como el sonido de gotas que caen.
La voz de la novela pareciera ser una sola, compuesta por melodías disímiles. Todas las voces se funden y se escuchan como un susurro bajo el agua. No es un río puede leerse como una larga conversación solitaria, un derrotero plagado de repeticiones, fragmentos de historias que se ramifican y, sobre todo, de silencios. Los ríos fluyen, renuevan sus aguas, están en perpetuo cambio. Pero los personajes de esta novela están atrapados en un torbellino interminable, estancados en un pasado lejano. No hacen más que bañarse mil veces en el mismo río. En un momento, el narrador dice No es un río, es este río, en un gesto que enfatiza la particularidad de esta historia, de este mundo y de estos personajes.
No es un río se lee en un estado de trance, sin entender rápidamente quién es quién, si es el futuro, el pasado o el presente. Se entra de golpe a un universo que parece vivo, donde casi que se puede escuchar el zumbar de los mosquitos, ver el monte a lo lejos, sentir el calor del fuego con el que sueña Siomara e intuir la presencia de un río que está afuera y adentro. Un río que se mete despacito en los poros de todos los personajes, llevando y trayendo fantasmas o recuerdos que, como olas, los sacuden y los dejan desorientados y sumergidos, intentando salir a la superficie.

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