Un nuevo ciclo de Nina Ferrari poniéndole la voz a las voces de lxs autorxs del conurbano, a escritorxs de los bordes, esos que no están en el centro de la escena, pero que existen a lo largo y a lo ancho del país. A ellxs queremos darles este espacio, desde Editorial Sudestada, continuar el camino que inició Hugo Montero: reivindicar el arte popular y darle lugar a las voces que están por fuera de los circuitos culturales hegemónicos. Así como el neoliberalismo propone mercantilizar el arte a través de la cultura del ego y la supremacía del individuo, nuestra resistencia propone redistribuirlo todo: hasta la belleza.
Por Nina Ferrari
“LA HUELLA DEL OLVIDO” de FÁTIMA VILA
Debe tener doce o trece años, no sé bien, pero sé que quince no tiene. Viene todas las mañanas a buscar el pan del día anterior. Hoy casi nos chocamos cuando iba saliendo, ella se quedó parada y yo alcancé a hacerme para atrás. Sonreí, pero ella no levantó la mirada. Le pregunté si estaba bien, no me respondió. Me esquivó lo más rápido que pudo y se fue. No me sorprendió tanto porque nunca habla con nadie, ni siquiera con mi vieja cruza dos o tres palabras, y eso que a ella la ve siempre porque yo nunca llego temprano. Es una de las primeras que espera en la puerta mientras mi mamá abre, ella dice que siempre la espera alejada y muy pocas veces levanta la cabeza, que seguramente vive por ahí cerca. No sé qué tiene que hace que yo piense particularmente en ella; es como si en sus ojos se reflejara mi sobrina, la Cele, que tiene los ojos transparentes como las hojas nuevas de la planta de la abuela.
Hoy me levanté temprano, mi vieja me pidió que viniera a rallar el pan. Estaba agachada con los pensamientos divagando vaya a saber dónde, es automático, saco un pan duro de la bolsa, lo meto a la máquina, saco un pan, lo meto, saco un pan, lo meto. Y el ruido ensordecedor, tratatratatrata. ¡¡¡Listo, la trabe!!!! Le grito a mi mamá que seguramente me caga a pedos por hacer las cosas volada como dice ella. ¡¡¡Ay Dios!!! Me grita desde el otro lado, me reí y salí del depósito. Levanto la mirada y ahí estaba, todos estaban sonriendo con la situación anterior menos ella, que agarró la bolsa y se fue rápido. ¡¡¡Esperá!!! Le grité, quería decirle que le había preparado un sanguche, pero cuando estaba abriendo la boca… dice una mujer: Esa es a la que hacen trabajar de eso… ¿Cómo es que se llama? Ah sí, de prostituta, contesta otra. Siguieron su charla murmurando. Era como si todo lo anterior hubiera desaparecido, el pan, la máquina, el amanecer, la euforia que me caracteriza en las mañanas también había desaparecido, estaba atónita ¿La prostituyen? Pero tiene la edad de mi sobrina. La frialdad que tienen para hablar de ella responde a todas las cosas que pasan. ¿Cómo alguien puede saber eso y no hacer nada? Seguí cortando el salame en silencio, uno de esos silencios que cortan la feta y el cuerpo. La mañana ya no volvió a ser la misma, no pude sacarme de la cabeza lo que dijeron o lo que ella vive. Tenemos algunos años de diferencia, pero en los rulos nos parecemos mucho, y en sus ojos que son marrones como los míos. Tal vez tiene ese no sé qué en la piel que me recuerda a eso que yo tuve en algún momento o tal vez la miro y me veo hace algunos años atrás.
Le saco el candado a la bicicleta, le tiro un beso a mi mamá desde afuera y me voy. Llegué a mi casa y lo primero que hice fue buscar ese baúl de los recuerdos, como le dice mi abuela, y saco algunas fotos viejas mías, saco una sola, una de aquella época oscura, y sí, tiene la misma mirada que tenía yo, llena de miedo, de dolor. Automáticamente la tiré en la caja, no puedo verla más, los recuerdos golpearon el dolor y se me caen las lágrimas. Cierro la caja con toda la bronca que me silenció tanto tiempo y me voy a la cocina; mi vieja me dijo que compre costeletas y las prepare con fideos.
Son las diez de la mañana, esta vez no tenía un sanguche listo para ella, porque sé que va más temprano, y yo hoy llegué más tarde de lo que llego habitualmente, era más fácil no esperarla. Después de reponer unos cajones de cervezas, preparar algunas milanesas, salí y prendí un cigarrillo, las mismas mujeres se habían juntado, pero hoy… me encontraron con menos paciencia. Les dije con mucha educación que ya no iba a atenderlas, que esperen que mi vieja se desocupe, no pude después de escuchar que el país estaba mejor cuando estaban los militares, que el peronismo, los pobres, los homosexuales y las feministas que andan en tetas para embarazarse y abortar, como la que vino acá el otro día le dijo la otra. Y ahí, justo ahí, fue mi limite. Salí y prendí un cigarrillo como quien puede prenderle una bomba a la ignorancia. Salí cada vez más convencida de que el cliente muy pocas veces tiene la razón.
De una cosa estaba segura, no iba a entrar hasta que se fueran, aunque tuviera que soportar el ruido de los autos en la hora pico. Un bocinazo por la 9 de julio me alertó, intenté buscar entre los autos y vi que ella pasó corriendo. No podía ver bien, solo vi que lloraba. Tiré el cigarrillo y empecé a correr atrás, no quería gritarle. ¿Cuántas personas le habrán gritado antes? Se la veía débil, pero pese a eso no podía alcanzarla, nadie intentó contenerla, todos la dejaban pasar, la esquivaban como quienes esquivan una persona apestosa, enferma o pobre. La luz verde del semáforo y el arrancar de los autos la obligaron a frenar, se quedó agachada en un rincón de la esquina, en la casuchita del medidor del gas. Intenté acercarme despacio, tenía la cara contra las piernas, unos raspones en los brazos, y en la mano… un bollito de pan. Otra vez le pregunté si estaba bien, y creo que ahora me reconoció la voz, porque levantó la cara, las lágrimas le dejan una huella como de tierra, tiene los labios partidos y los ojos marrones más tristes que había visto. Le estiré la mano y me abrazó, ella seguía arrodillada y yo también me arrodillé para que me sienta igual. No sé cuál de las dos está temblando más fuerte, ella por frio, miedo, soledad y yo por ella. Sentía lo mismo que cuando me abrazaba a mí misma para contenerme, se respiraba el mismo dolor. ¡¡¡Abigail, Abigail!!! Gritaban desde un auto negro, ella cierra los ojos como si estuviera cerrando los oídos. No vayás, le dije, casi llorando se levantó con la fuerza que le quedaba, salió corriendo y se metió en el auto. Yo no pude ver nada, ni siquiera la cara de quien gritaba.
Nadie se acercó en esos minutos. Nadie. Absolutamente nadie la ayudó. La vereda se volvió más larga y yo lloraba. Todos me miraban. Y sí, ¿Cómo no? Si era la hija de la señora del almacén, y yo sí, si era digna de ser mirada. Abigail o tal vez ni siquiera se llama así, ella no. Porque era pobre, era prostituta y seguro había abortado, a ella sí, si podía matarla la indiferencia de todos.
Entré tan enojada, tan triste, tan llena de mierda. Mi mamá soltó la máquina de cortar fiambre y fue al depósito, no me dijo nada, solo me abrazó. Seguramente alguien ya le había contado todo, porque para eso también son buenos. Las lágrimas se me salían solas y en cada una estaba Abigail, sus brazos raspados, sus rulos enmarañados, el cuerpo temblando y yo cuando tenía su edad. Me quedé sentada, atragantada con un montón de palabras. Con su mirada sin esperanza. Esa esperanza que se vende en el cielo del capitalismo. Le pregunté a mi vieja si ella la conocía, me dijo que no, que sólo había escuchado lo que hablaban de ella. Sé que siente lo mismo que yo; mi mamá nunca le había dado el pan del día anterior y, cuando se entristece, los ojos se le ponen claros, como a mi abuela.
Es la mañana más fría del invierno, o eso dicen en la radio. Este aire agónico arrastra la letanía del tiempo. Abigail no volvió, tal vez no va a volver. Yo tengo una taza de café en la mano y una semita caliente que acaba de llegar.
“LA NOCHE QUE MIS PADRES DEJARON DE AMARSE” DE JAVIER MARTÍN TOSSI
La noche que mis padres dejaron de amarse, Marina se encerró en el baño, con la luz apagada, durante la misma cantidad de tiempo que tardaron en cocerse los huevos.
Ella tenía apenas dos años y poquito más. A esa edad ya sabía sobre el puñado de sal al agua para que no se pegue la cáscara y de los siete minutos en ebullición para lograr el punto justo de cocción.
Luego bajó la tapa, trepó al inodoro y pulsó la tecla; se miró al espejo, frunció el ceño, pestañó y soltó una leve sonrisa. Revisó el botiquín como lo hiciera un pirata con el cofre del tesoro y, cuando descubrió el pintalabios, dibujó, en los azulejos, una casita sin chimenea (al sol lo hizo con coronita de oro).
Marina no conocía el mar. Abrió las canillas a todo lo que dan y llenó la bañera con juguetes, hizo un vestido de novia con el papel higiénico y se quedó dormida en el piso.
Fue la noche buena del 81 justo antes de cenar.
En ese mismo instante mi madre preparaba las ensaladas, chinchuda porque sus sueños habían empezado a tomar ese color negruzco que tiene la yema cuando se pasan de hervor los huevos.
Mi abuelo “coco” sumergió la dentadura postiza en el vaso de whisky que le había regalado el cerrajero Mario un 17 de octubre de la segunda presidencia, mientras calentaba la gola para afinar.
Mi padre miró al cielo iluminado por fuegos de artificio y, contemplando el cosmos, pensó que debe existir algún planeta que dominen las aves y el hombre sea esclavo de su codicia.
A partir de ese año las navidades siempre fueron para problemas. Ni la conmemoración del nacimiento de Cristo traía un poco de paz. Puede que haya que ser demasiado crédulo para poner expectativas en ese carpintero de morondanga y chapucero como la gran siete que cavó su propia fosa.
Con esa misma inocencia podríamos celebrar la inmensidad imaginando que somos cositos narigones con pelos en las orejas, inteligentes y sensibles, que habitan una esfera de mares y montañas danzando para un rey de fuego.
La única excusa para celebrar es el vitel toné pero, a decir verdad, hasta el mundial del 98 siquiera sabía de la existencia del paté de foie. Lo único francés que había en la familia era el pan que, en el mejor de los casos, se untaba con jamón del diablo. Cuentos de Sicilia, chistes de gallegos escapando de la guerra y las sobras de un naufragio, van a los tumbos por nuestras venas.
La Rusa era pura zanahoria y nadie se había tomado el trabajo de echarle un chorrito de vinagre al agua para que no se pasen las papas.
El tío Cacho se peinaba los bigotes para la ocasión y, desde la punta de la mesa, ofrecía un repertorio inagotable de chistes misóginos y recuerdos en la tribuna de Huracán que decoraban la sobre mesa hasta las doce.
-“¡Los tomates son de cámara!”
Gritaba el viejo cuando ya estaba medio en pedo (por costumbre a repetir frases hechas y a ser políticamente correcto) agregando una pizca más de hipocresía al menú.
El arbolito, como en penitencia, estaba armado en un rincón (porque los adornos alcanzaban solo para la parte que se ve) decorado con lamparitas de colores que titilaban al ritmo de música pensada para hipnotizar niños.
Y, en el cajón de las medias del juego de dormitorio que les habían obsequiado para la boda a mis padres, junto a un chocolate con el envoltorio roto y algunos mordiscos, estaban escondidos los regalos.
La noche que mis padres dejaron de amarse broté entre los malvones que mami solía manguerear para apaciguar el dolor del desarraigo que, dormido como un feto en la boca del estómago, busca ese lugar fresquito bajo las sábanas limpias.
Los hijos de padres separados confundimos a Papá Noel con “el viejo de la bolsa”. Cuenta la leyenda que te lleva para siempre y te abriga, con residuos de úteros y plástico, si salís a jugar a la hora de la siesta.
Lo vas a encontrar llorando sobre el embudo de una damajuana en la casita del árbol de la calle Palacios al 1400, en un barrio sin cloacas al sur de la vía.