Rusia, octubre de 2002. Un grupo de chechenos armado toma por asalto el Teatro Dubrovka de Moscú en plena función. Con 850 rehenes es el inicio de una etapa de tensiones, negociaciones y disputas, que termina en una masacre por la iniciativa de Vladimir Putin. Segunda entrega de la serie #Rehenes en Sudestada.
Por Hugo Montero
“Nuestro objetivo principal es preservar la vida de los rehenes”
Vladimir Putin, horas antes de ordenar el ataque que terminaría con la vida de más de un centenar de rehenes.
Eran las 21,05 horas del miércoles 23 de octubre de 2002, cuando las puertas del Teatro Central de Moscú, situado en el barrio obrero de Dubrovka, se abrieron abruptamente. En ese preciso momento, los espectadores de la muy popular comedia musical Nord Ost, un drama romántico basado en la novela Dos capitanes de Veniamin Kaverin, aguardaban el final del intermedio. Pero entonces sólo hubo tiempo para escuchar las ráfagas de fusiles Kalashnikov al aire y los gritos de medio centenar de guerrilleros vestidos con ropa de camuflaje y pasamontañas que irrumpían en el edificio. Uno de ellos trepó al escenario y desde allí disparó, al tiempo que exigía a los actores de la obra que descendieran y se acomodaran con el resto del público, que ya padecía los elementales efectos del pánico.
De inmediato, el grupo comando se distribuyó en la sala, bloqueó las puertas de acceso y de salida y requirieron a todos, actores y público en general, que se juntaran en la platea y permanecieran en calma. Al mismo tiempo, instalaban explosivos en sectores estratégicos de la sala y sobre los asientos. Según el testimonio de algunos sobrevivientes, se pudo saber que algunos espectadores confundidos no comprendieron del todo si aquella aparición tan teatral no formaba parte, en definitiva, del moderno despliegue en escena de Nord Ost, una obra que ya llevaba un año en cartel y que contaba, por ejemplo, hasta con un avión situado en mitad del escenario.
En esos primeros instantes de desesperación, algunos actores y personal de servicio que aguardaban tras bambalinas el final de la pausa aprovecharon la confusión y el caos para saltar por las ventanas o escapar por las puertas de emergencia. Otros actores, por caso, se ocultaron detrás de bastidores, fuera del alcance de los terroristas islámicos, y esperaron hasta la noche para abandonar el edificio desde una ventana, improvisando una cuerda con el vestuario del teatro.
En la antigua Casa de Cultura de la Fábrica de Rodamientos, quedaron como rehenes 850 personas, entre el público espectador y el personal vinculado al musical. El grupo comando explicó a los allí presentes que exigían la retirada definitiva e inmediata de los 80.000 efectivos de las tropas rusas del territorio de la república caucásica, presentes desde octubre de 1999, y el fin de una guerra que ya había provocado la muerte de 100 mil civiles desde su inicio, en 1994.
Por la libertad de Chechenia
Si bien el conflicto en Chechenia cuenta con antecedentes próximos en el tiempo, la historia de desencuentros de Grozni con Moscú comienza mucho antes, desde el siglo XIX incluso. Ya durante la segunda guerra mundial, Stalin acusó a los chechenos de intentar colaborar con los invasores alemanes y ordenó una deportación masiva que aniquiló a casi la mitad, víctimas del tifus, de quienes emprenden el exilio rumbo a Asia Central o Siberia. En los años noventa, poco después de la desintegración de la Unión Soviética, el Kremlin atacó la región nuevamente para frustrar los proyectos separatistas a través de un bombardeo constante. Los separatistas eligieron desde entonces el camino de la resistencia a través de la guerra de guerrillas, y ocultos en las montañas, exigían autonomía total, mientras enviaban algunos grupos comando para realizar acciones terroristas. Luego de una frágil tregua pactada en 1996, las disputas internas terminaron por empujar al pequeño país casi a una guerra civil tres años más tarde, en lo que se llamó “la segunda guerra chechena”. Esta vez, jugaron un papel protagónico algunos grupos islámicos.
Movsar Baráyev de apenas 22 años, sobrino de uno de los más reconocidos combatientes chechenos pero hasta entonces desconocido en Moscú y también en Grozni, era el nombre del joven líder del comando de 50 combatientes llamado “la escuadra suicida de la 29º División”, que habían trasladado gran cantidad de armamento hasta un local vecino al teatro con la argucia de fingir ser trabajadores de reparaciones de un restorán. Para el analista del conflicto en el Cáucaso, el español Javier Morales Hernández, Baráyev en realidad no hizo otra cosa que seguir las órdenes dictadas por otras personas: “Movsar no era sino uno más de los innumerables cabecillas de grupos armados, sin carisma ni influencia política, ni mucho menos capacidad para organizar sin ayuda una operación de la envergadura de la toma de rehenes en Moscú”. En ese sentido, horas después se supo que el organizador intelectual de la toma había sido el ex líder del Ejército Revolucionario Checheno, Shamil Basayev.
Para Morales Hernández, lo extraño de lanzarse a una acción tan temeraria en pleno corazón de Moscú fue que nadie en Chechenia podía creer a ciencia cierta que el presidente Vladmir Putin cedería a las exigencias de un grupo secuestrador, por lo que el motivo de la maniobra, en realidad, había que buscarlo en otro sitio: “[La operación] no había sido con el objetivo de conseguir una improbable retirada de las tropas rusas de Chechenia. En cambio, sus fines podrían haber sido tanto propagandísticos del radicalismo islámico, como una maniobra política para eliminar a otros candidatos moderados de la escena chechena: ya que si éstos conseguían iniciar negociaciones con Moscú, los primeros perjudicados serían los mismos que tomaron el Dubrovka”.
“Victoria o paraíso”, decían los carteles con los que entraron al teatro los enmascarados del comando suicida, integrado por 32 hombres y 18 mujeres. Ellas monopolizaron el interés de la prensa apenas conocida la noticia de la toma. “Hemos venido aquí a morir y a encontrarnos con Alá. Ustedes también partirán con nosotros”, advertían esas jóvenes viudas de combatientes, todas vestidas de negro (de allí el apodo de “viudas negras” que recibieron por parte del periodismo ruso) y con explosivos de 800 a 2 kilos de trotyl atados a su cintura, que asumían ahora la responsabilidad de protagonizar acciones militares en memoria de sus familiares caídos. En un territorio castigado por la guerra como Chechenia, la BBC estimaba que el 75 por ciento de las mujeres de esa región perdieron algún familiar, el 60 por ciento padeció la destrucción de sus hogares y al menos la mitad estaba desempleada. Si a este peligroso cóctel de crisis y dolor se le sumaba la presencia del fundamentalismo islámico, no resultaba tan extraño que estas “viudas negras”, fueran también las encargadas de colocar 100 kilos de explosivo en las puertas de ingreso al Dubrovka.
Un día de furia
Una hora más tarde del secuestro, pasadas ya las primeras secuencias de pánico, los secuestradores liberaron a veinte niños y a todos los adultos de procedencia caucásica, a quienes tiempo más tarde seguirían todos los ciudadanos extranjeros y el resto de los niños presentes en el teatro. También permitieron a los rehenes utilizar sus teléfonos celulares para comunicarse con familiares y con agencias de noticias y canales de televisión, para denunciar los hechos solicitando a las autoridades rusas que no intentaran recuperar el teatro por la fuerza porque, en ese caso, volarían todos en pedazos.
El jueves 24 cerca de las 4 de la mañana, en un confuso episodio del que existen varias versiones, una mujer que había ingresado al edificio de forma temeraria, muere de un disparo perpetrado por un guerrillero del grupo separatista. Son ellos los que denuncian que en realidad se trataba de un miembro de los servicios secretos rusos, que había desoído las advertencias de no avanzar hacia el teatro. El nombre de la víctima era Olga Romanova, quien de alguna manera logró sortear el cerco militar de seguridad y acercarse al lugar. “¡Lleguemos a un acuerdo, basta de jueguitos, liberen al menos a los niños!”, gritaba Romanova, ante la incredulidad de los chechenos y de los rehenes, que de inmediato intentaron salvar su vida alegando que estaba ebria o enferma de la cabeza. Pero no hubo caso, Romanova enfrentó al jefe terrorista de un modo precipitado y fue separada por dos comandos y ejecutada finalmente en el sótano del teatro.
Baráyev aprovechó el interés de los medios para exigir la presencia de un equipo de televisión para grabar un mensaje donde negaba cualquier vínculo entre su grupo separatista y la red internacional Al Qaeda, tal como había deslizado el presidente Putin en su primera declaración pública sobre el episodio. “Podemos resistir tanto como se nos antoje. Estamos aquí para morir, queremos un fin definitivo de la guerra y el retiro de las tropas rusas de Chechenia”, insistió Baráyev ante los medios, no sin antes imponer un plazo de seis días para que el ejército ruso abandonara Chechenia.
“No hay desesperación ni pánico entre los rehenes”, confirmó el cantante Iósif Kobzón, quien entró al teatro dos veces ese jueves, para intentar colaborar con las negociaciones. También señaló que si bien la observación general era que los secuestradores se comportaban con calma, mantenían la disciplina y eran respetuosos con los rehenes, el tiempo pasaba y su paciencia se perdía. Por la tarde de ese mismo día y estancadas las negociaciones con los mediadores enviados por el gobierno ruso, el comando checheno amenazó con comenzar a matar rehenes a las 6 de la mañana del otro día si Moscú no retiraba sus tropas de Chechenia.
Algunos minutos más tarde, la voz de una de las rehenes, Anna Adriánova, se hizo escuchar para transmitir un mensaje desesperado a todos los medios de comunicación: “Pedimos a la comunidad mundial que presione para que Rusia retire sus tropas de Chechenia. Si quieren ayudarnos, difúndanlo. Eso nos salvará la vida”.
Ya se habían iniciado las tensas conversaciones con delegados del gobierno: la vicepresidenta de la Duma estatal, Irina Jakamada, fue la primera en ser admitida por los chechenos como interlocutora y, al salir de uno de los encuentros, precisó ante la prensa que los secuestradores estarían dispuestos a liberar 50 rehenes a cambio de la salida de prisión de Ajmad Kadirov, el ex jefe de Gobierno de Chechenia: “Lo más importante es mantener abierto un proceso de negociación con los que toman las decisiones”, señaló la diputada. Si bien resultó exitoso el intento de permitir el ingreso de dos médicos de nacionalidad jordana para revisar a los rehenes de mayor edad, no tuvo el mismo suceso el intento por enviar 700 raciones de comida para los rehenes, oferta que el comando rechazó de modo lapidario: “Nosotros tampoco comemos, así que si nosotros podemos, también ellos pueden aguantar”, según explicaba el diputado Valeri Draganov, a la salida de las conversaciones. El único alimento distribuido entre los rehenes fueron las golosinas tomadas de la cafetería del teatro, al menos hasta la noche del jueves, cuando la periodista Anna Politkóvskaya, una de las emisarias aceptadas para realizar la mediación, llegó al teatro con una carretilla trasladando comida y agua. Politkóvskaya se había ganado el respeto de los chechenos por sus artículos de denuncia por los abusos militares rusos durante la ocupación, y un par de años después de la toma del Dubrovka murió envenenada en circunstancias aún no aclaradas. “El que quiera trabajar como periodista en Rusia o es servil a Putin o puede pagar su activismo con la muerte, la bala o el veneno”, había confesado la cronista días antes de su muerte.
El asalto final
La noche del viernes 25 de octubre, la paciencia del presidente Putin llegó a su límite. La impresión es que el conflicto en el teatro había llegado demasiado lejos, y el retraso en aplicar cualquier solución drástica sólo podría significar nuevos contratiempos y un empeoramiento radical de la situación, ya de por sí grave. Para el líder ruso, la salida militar fue la única alternativa contemplada desde un primer momento, y también la más efectiva a la hora de lanzar un mensaje inequívoco a todos los separatistas: el Kremlin no negociaría con ellos, ni aún en las peores condiciones posibles, y aplastaría con toda su fuerza cualquier acto de rebeldía, sin miramientos y asumiendo todos los riesgos y costos políticos, que en el caso del Dubrovka, no eran pocos.
Esta vez no cedería. No cometería el mismo error que su antecesor en el cargo, Boris Yelstin, quien en 1995 había afrontado el secuestro de más de un millar de pacientes y médicos de un hospital en la ciudad de Budiónovsk por parte de un grupo separatista y, presionado por las circunstancias, había ordenado un alto el fuego y el retiro de las tropas para evitar una masacre. Además, Putin ya había atravesado una crisis tres años atrás debido a sus cavilaciones y a sus demoras en tomar decisiones clave. Entonces, en agosto de 2000, los 118 tripulantes del submarino Kursk habían muerto ahogados en las profundidades del océano Ártico, después de jornadas donde abundó el diálogo interminable y la más completa ineficacia técnica; jornadas que el propio Putin había decidido seguir no desde el lugar de los hechos, sino desde su refugio de descanso, en Sachin. Pero esta vez no, rápido de reflejos y dispuesto a confirmar que había aprendido de los errores, el premier suspendió su viaje a Portugal y tomó las riendas del caso Dubrovka desde el principio.
De modo que mucho antes de que se agotara el ultimátum impuesto por los chechenos, que habían amenazado con iniciar la ejecución de rehenes, y poco más tarde de la salida del lugar del primer ministro Yevgueni Promakov, que había intentado la última negociación sin demasiado éxito, comenzó a pergeñarse ataque. Pese a la promesa del director del Servicio Federal de Seguridad, Nikolai Patrushev, quien ante la prensa aseguró que respetarían la vida de los secuestradores si eran liberados los rehenes, al mismo tiempo las fuerzas Alfa preparaban todo para la embestida definitiva a través del sótano, el alcantarillado y otros ductos. Poco antes, una cañería rota había inundado buena parte del auditorio y había obligado a los secuestradores a dividir a los rehenes en el piso inferior y en el primer piso.
A las 5.35 de la mañana del sábado 26, cincuenta horas después de iniciada la toma, se apagó el proyector que iluminaba la entrada principal del teatro. Era la señal acordada. Las Fuerzas Especiales bombearon un agente químico somnífero desconocido a través de los conductos de ventilación del teatro que paralizó a varios rehenes y secuestradores, antes de iniciar el ataque final. Cuando el grupo checheno advirtió la presencia del gas, corrieron a tomar posiciones, rompieron las ventanas y comenzaron a disparar hacia el exterior. Cincuenta minutos después, cuando el gas ya había producido sus efectos, tres explosiones simultáneas abrieron boquetes en las paredes por las cuales los 200 militares penetraron en el teatro.
Dos horas después, todo había terminado sin un solo herido de parte de los militares ocupantes, que utilizaron máscaras anti-gas.
Pero la escena que dejaban atrás era lo más parecida a una pesadilla: más de un centenar de cadáveres tirados en el suelo o apoyados sobre las butacas, charcos de sangre en todos los rincones, pilas de basura por todos lados, el foso de la orquesta convertido en patética letrina durante los días de asedio. Los cincuenta chechenos, incluidas las 18 mujeres, fueron acribillados a balazos. Si bien en un primer momento se informó que algunos se encontraban detenidos, finalmente la información oficial confirmó que todos habían muerto. La gran pregunta que desde el sonido del último disparo inquietó a las autoridades fue por qué los terroristas no activaron los artefactos explosivos cuando observaron que se iniciaba el operativo de rescate. “Varios rehenes aseguran que, pese a los efectos del gas, los chechenos estaban en condiciones de hacerlo. Sin embargo, casi todos se concentraron en ofrecer resistencia a las fuerzas rusas”, señala el periodista Dimitri Polikarpov, quien además añade el testimonio de un antiguo perito criminalista de la KGB para intentar dilucidar el misterio: “Considero que, desde el primer momento, no pensaban activar las bombas que, evidentemente, no estaban preparadas para ser activadas al instante. No veo otra explicación”.
La versión oficial da cuenta de al menos 128 rehenes muertos, 8 de ellos extranjeros, durante el operativo de liberación pero las estimaciones del periodismo llegaron a ubicar la cifra real en 200 víctimas fatales. La mayoría de ellos murió en el teatro por los efectos del gas, o bien en el traslado al hospital en condiciones lamentables.
Pocos días después, los medios que logaron burlar la censura gubernamental sobre el episodio, comenzaron a difundir los terribles audios previos al rescate: conversaciones telefónicas mantenidas por los rehenes en el preciso instante en que el final comenzaba. “Nos están gaseando. Esto es lo que nuestro gobierno ha decidido, que nadie salga vivo de aquí. ¡Vamos a saltar todos por los aires!”, relata un rehén, entre gritos de histeria y algunas detonaciones de fondo. Algunos minutos antes, otra de las rehenes había confesado a una amiga por teléfono: “Espero que no terminemos como en el Kursk”.
El asesino silencioso
La muerte de tantos rehenes debido a la inhalación del gas propalado por las fuerzas de rescate, desataron el escándalo. ¿Qué sustancias contenía? ¿Quién había sugerido su uso? ¿Cómo no se había previsto distribuir algún antídoto entre los rehenes? ¿Por qué el Kremlin era tan celoso a la hora de informar sobre ese gas mortal?
Nadie confirmó si en definitiva se utilizó allí un tipo de gas nervioso, prohibido por la Convención Internacional sobre Armas Químicas realizada en 1993, y las informaciones que se difundieron se caracterizaron más por su costado contradictorio que por su voluntad divulgatoria.
Las razones por las que desde un comienzo las autoridades rusas se negaron a informar en detalle sobre la sustancia bombeada en el Dubrovka, fueron diversas. Es más, en un primero momento, el viceministro del Interior, Vladimir Vasiliev, llegó a negar que la mayoría de los rehenes hubieran muerto debido a la aplicación del gas (“recursos especiales”, según el eufemismo elegido por el funcionario) de parte de las fuerzas del Estado. La primera fuente oficial en aportar datos más cercanos a la verdad fue la del anestesista jefe de los Servicios Médicos de Moscú, Evgueni Evdokimov, quien sin profundizar demasiado y para eludir el cerco periodístico montado a su alrededor, admitió que la sustancia narcótica elegida para el plan era similar a la utilizada para la anestesia general: “Importantes dosis de esta sustancia provocan modificaciones de las funciones esenciales del organismo”, agregó el especialista, quien también detalló que esos cambios pueden traducirse en pérdida del conocimiento, trastornos respiratorios y circulatorios.
Por otra parte y algunos días más tarde, el ministro de Sanidad, Yuri Shevchenko, explicó que el gas utilizado era, en realidad, un derivado del citrato de fentanil, un opiáceo sintético utilizado como analgésico narcótico en la anestesia, aduciendo que “estas sustancias en sí mismas no pueden provocar un desenlace letal”. Para el ministro, Shevchenko, lo que había producido la muerte de tantos rehenes no había sido tanto la droga aplicada sino el factor de su estado de salud general, límite después de 58 horas sin alimentos, falta de oxígeno, agua y movilidad. De algún modo, el funcionario salía al cruce de la información aportada por la revista New Scientist, que había señalado que en la mezcla de la droga se había generado un cóctel de fentanil y halotano, un analgésico común, según las muestras estudiadas por científicos alemanas en los rehenes de esa nacionalidad. Según la explicación de los alemanes, los efectos biológicos del fentanil “no se distinguen de los de la heroína, excepto por el hecho de que pueden ser cientos de veces más potentes”.
En ese sentido, profesores de la Universidad de Lomonósov en Moscú agregaron ante la prensa que si el gas utilizado era solamente el fentanil en sobredosis, la reacción debería haber contemplado la aplicación inmediata de inyecciones con dos tipos de antídoto, naxolona y nalorfina. Sin embargo, la atención médica demoró horas para los rehenes en peor estado.
Según los especialistas, el citrato de fentanilo, que se utiliza para adormecer a animales de grandes dimensiones, no sólo es 125 veces más potente que la morfina, pero se distribuye por los tejidos mucho más velozmente y produce un efecto director depresor sobre el centro de ventilación en el sistema nervioso central. Por otra parte, un especialista británico afirmó que se trataba en realidad del agente químico conocido como BZ, un alucinógeno desarrollado en Estados Unidos para ser utilizado durante la guerra en Vietnam, que provoca la pérdida de conciencia durante algunos segundos y una parálisis motriz.
Uno de los rehenes sobrevivientes, explicó ante un cronista de la agencia AFP, que tras haber respirado el gas, se desvaneció y comparó la sensación con “haber tomado mil litros de vodka”.
Tampoco se informaron precisiones sobre la cifra exacta de muertos. Finalmente se llegó a mencionar como trágico saldo los 170 muertos, 119 entre el público que asistía a la representación musical el día anterior, sumados a los cincuenta rebeldes. Otras estimaciones señalan que 115 de los 117 rehenes muertos (63 hombres y 54 mujeres) durante el operativo perdieron la vida debido al gas paralizante utilizado por las tropas rusas, al menos así lo informó el jefe de Servicios Médicos moscovita, Andrei Seltovski: “Entre los rehenes, dos murieron por los disparos y todos los demás a causa del gas especial”, explicó el funcionario en conferencia de prensa. Pero no sólo eso: el mismo día del rescate, 646 rehenes debieron ser hospitalizados con síntomas de envenenamiento o bien con insuficiencias respiratorias y cardíacas, 150 en servicios de reanimación y 45 en estado grave, pero apenas cinco de ellos con heridas de bala.
Sobre la muerte de todos los integrantes del comando checheno, nunca se ofrecieron precisiones acerca de cuántos murieron a causa del gas y cuántos por los balazos de la fuerza que recuperó el teatro. Desde las horas posteriores al rescate, la prensa rusa especuló con que a todos los miembros del comando se los había rematado de un tiro en la cabeza, para evitar que accionaran los cinturones con explosivos que mantenían pegados al cuerpo.
Nadie se preocupó desde el Estado por atender los reclamos de los más de 800 familiares que asistieron al desenlace trágico del acontecimiento a metros de la valla perimetral impuesta por los efectivos policiales, quienes pretendían conocer la suerte de familiares y amigos al mismo tiempo que los cadáveres eran trasladados en el más estricto secreto a escasos metros de allí.
Putin y el final
Frente a las cámaras de televisión que aguardaban por su testimonio en un hospital, Putin apareció vestido de guardapolvo blanco. Allí pidió perdón a las familias de las víctimas por “no haber podido salvar a todos, pero se hizo lo imposible”, afirmó que nadie será capaz de “poner a Rusia de rodillas”, volvió a agitar el miedo ante el terrorismo internacional, al que llamó “el enemigo de todos” y después calificó como “basuras armadas”, pero no aportó ningún dato concreto que pudiera desplazar las dudas en algunos aspectos del operativo que terminó en masacre.
Horas después se lanzó desde el Kremlin la “operación limpieza”: un rastrillaje por todo Chechenia en busca de bandas cómplices y grupos aliados de los guerrilleros muertos en Dubrovka. La orden terminante era perseguir a los rebeldes “hasta el reducto más insignificante”.
La decisión temeraria del presidente Putin recibió el apoyo inmediato del Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad Común, Javier Solana, quien elogió a los rusos porque “se ha usado una técnica que hubiera utilizado cualquier país tal como cabría esperar: durmiendo a la gente”. El siguiente respaldo fue el del gobierno de Estados Unidos, que intentó vincular al comando chechenio con elementos de la red terrorista Al Qaeda, de Osama Bin Laden. Si bien el Departamento de Estado exigió tibiamente conocer en detalle la sustancia utilizada, el respaldo de Washington fue todo lo que Putin precisaba para seguir adelante sin preocuparse por las críticas que se multiplicaron en su país.
Lo que llegó después fue una censura total sobre la información referida a la masacre en el Dubrovka o a acciones guerrilleras en Chechenia. Si durante el secuestro, el gobierno cerró una cadena de televisión y una página web por divulgar los mensajes de los secuestradores, horas después del desenlace fatal cualquier cifra de rehenes muertos no oficial era eliminada de los teletipos de agencia, cualquier mención a la supuesta composición del gas somnífero era borrada de los diarios y cualquier espacio a los familiares de las víctimas y secuestrados en Moscú (quienes también exigían el final de la guerra en Chechenia) fue borrado de la agenda mediático en todo el país.
La versión oficial de los hechos fue, entonces, la brindada por el portavoz oficial del Ejecutivo: “Una operación brillante, preparada minuciosamente y ejecutada con precisión casi matemática”. Por otra parte, el Ejecutivo se ocupó de crear el Comité Nacional Antiterrorista como método de presión sobre los diputados, exigiendo que la Duma aprobara una enmienda en la Ley de lucha contra el terrorismo, que prohibiera de modo tajante “cumplir cualquier exigencia política” de un secuestrador”.
“Me he impuesto una serie de normas que siempre cumplo. La primera de ellas, nunca miento. Siempre digo la verdad, sin importar si es hermosa o desagradable. Nuestro pueblo se merece que le digan la verdad”, aseguró Putin ante la prensa extranjera, en octubre de 2004.
Sin embargo, los familiares de las víctimas del Dubrovka no parecen estar nada de acuerdo con el mandatario, ya que a través de su informe autónomo “Nord-Ost: una investigación inacabada” dan cuenta de varias mentiras de Putin y de una clara intención de trabar cualquier pesquisa profunda sobre los hechos, como por ejemplo haber ordenado la disolución al equipo de investigación en 2003. Como respuesta de parte del Estado, sus referentes fueron detenidos por las fuerzas de seguridad y se les prohíbe manifestarse públicamente sin permiso del gobierno.
Del mismo modo, una encuesta publicada por el Centro de Estudios Sociológicos de Yuri Levada siete años después de la masacre, confirmó que el 52 por ciento de los 1.600 rusos consultados cree que el gobierno sigue ocultando aún concientemente la verdad de los hechos y tan solo el 8 por ciento confiaba en la versión oficial. Además, el 69 por ciento de los consultados estimaba que, en casos de secuestros masivos, las autoridades tienen la obligación de priorizar la vida de los rehenes incluso si eso significa conceder a demandas de grupos terroristas.
Para la periodista Oksana Chelysheva, quien fue una de las mediadoras durante el conflicto en el teatro en virtud a su papel como subdirectora de la ONG Sociedad por la Amistad Ruso-Chechena, de las 160 personas que murieron en el Dubrovka, al menos 69 no recibieron atención médica y sus muertes no fueron certificadas por ningún médico. Según la cronista: “Kristina Kurbatova, de 13 años de edad, llegó al hospital inconciente; simplemente la habían declarado muerta y la habían metido en los frigoríficos de la morgue. Su padre llegó al hospital al día siguiente y cuando le pidió a un médico que estableciese la causa de su muerte, la temperatura del cuerpo indicó que había muerto estando en el depósito de cadáveres. Otra chica, Nina Molividova, también de 13 años, murió asfixiada mientras la transportaban sobre el suelo de un autobús, encontrándose bajo los cuerpos de los vivos y muertos que se habían colocado sobre ella”. La misma periodista señala que los sobrevivientes al “rescate” del teatro padecen hasta hoy complicaciones psicomotrices y discapacidades derivadas del gas inhalado aquella madrugada, y destaca que las pensiones económicas prometidas a cada uno de ellos son “estremecedoramente escasas”. “Las víctimas del terror son olvidadas por el Estado y han decidido imponer una prohibición a que los funcionarios asistieran a sus vigilias conmemorativas”, agrega.
A la hora de buscar culpables del presente de violencia en su tierra natal, Chelysheva no titubea en señalar al premier Putin: “Es uno de los máximos responsables de los crímenes en Chechenia”
Sobre las razones de la masacre, el analista Morales Hernández afirma que se trató de “una patente negligencia gubernamental” y detalla: “Lo que sí se pudo observar en los momentos posteriores al asalto de las fuerzas rusas es una falta de preparación y de coordinación impensables en un país desarrollado. No sólo no se les administró el antídoto a los rehenes liberados en el mismo momento en que abandonaron el edificio, sino que ni siquiera se había informado adecuadamente a los médicos del tratamiento que debían administrarles”. Por último, Morales Hernández estima que hasta tanto Rusia no asuma la tarea de solucionar los problemas de fondo que generan acciones como las del Dubrovka, será difícil imaginar un cese a los atentados terroristas: “La raíz política de la amenaza terrorista en Rusia es el conflicto por la independencia de Chechenia. Hasta que no se eliminen las causas del apoyo social a los terroristas –y para ello no se puede convertir en enemigo al único sector de los independentistas con el que sería posible un diálogo–, el número de quienes optan por el terror como instrumento no hará sino aumentar”.
Pese al esfuerzo de Putin por mostrarse intransigente y dispuesto a todo, no alcanzó para amainar el ímpetu separatista de los chechenos. De hecho, dos años después de los eventos en el Dubrovka, otra vez la tragedia terrorista tiñó a toda Rusia de rojo. En septiembre de 2004, en la ciudad de Beslán, treinta terroristas chechenos ocuparon una escuela tomando como rehenes a 1.181 personas, la mayoría niños estudiantes, con exigencias similares al grupo que atacó el Dubrovka. La desesperación de los padres y familiares de los niños, que hasta llegaron al extremo de amenazar con disparar contra las fuerzas del ejército si intentaban rescatar por la fuerza a sus hijos, no impidió que Putin, otra vez, eligiera el camino de la liberación por la fuerza, pero esta vez el resultado final fue aún más atroz: dos días después, durante el operativo de rescate, las fuerzas rusas dejaron un tendal de 370 muertos, entre ellos 171 niños, al menos 200 desaparecidos y cientos de heridos.
Otra vez, Putin había decido priorizar su imagen de líder inclaudicable que ceder al mínimo requerimiento en una situación extorsiva. Otra vez, cientos de rusos padecieron en carne propia la frialdad e intransigencia de su máximo líder.