Una reflexión histórico política sobre el conflicto en Gaza

Eduardo Galeano decía que la Historia era una dama de digestión lenta. Quizá por eso los historiadores nos tomamos un tiempo para procesar y escribir. Es que, ¿cómo se habla de lo tantas veces hablado? ¿Cómo se puede irrumpir entre tanto ruido para decir algo que sacuda el diálogo entre sordos que hoy domina la discusión pública sobre Gaza? La historia permite siempre encontrar claves explicativas. Sucede que a veces son la indignación, la moral urgente, quienes precisan expresarse y no la razón. Sin embargo, toca hacerlo porque no siempre las emociones son buenas consejeras.

Por Carlos Álvarez

El sábado siete de octubre en Argentina amanecimos con la noticia de que un atentado había acontecido en Israel, y que su perpetrador era Hamas. Noticia que solo a los pocos familiarizados con la región podía tomar por sorpresa, puesto que aquello no era un relámpago en un cielo despejado, sino el desenlace de una tormenta que lleva mucho tiempo condensando allí arriba. Lo que sí resultó sorpresivo fue la eficacia del atentado, su magnitud y el hecho de que había burlado a los servicios de inteligencia y al ejército más sofisticado de la región —y del mundo según se lo analice—. Aquel atentado, atroz y repudiable, donde hubo muchísimos civiles muertos y otros tantos tomados por rehenes, generó un estupor y repudio inmediato de buena parte de la comunidad internacional contra Hamas, y en muchos casos, de forma indistinta, contra los palestinos en su conjunto.

Sin embargo, si estas líneas hubiesen sido escritas al día siguiente, y por caso en los dos o tres días posteriores, posiblemente no podría añadirse más a la reflexión, simplemente una condena total a aquella atrocidad cometida por Hamas sobre población civil israelí. Pero fluyó mucha agua —más bien sangre— bajo el puente desde entonces, propio de esos procesos donde la historia se acelera y cada día cuenta, pues nada se vuelve previsible más allá de unas pocas horas hacia adelante. Y acá es donde el estupor y condena sobre aquellos actos, reflejo casi natural e instintivo de cualquier persona sensata y con un mínimo de empatía y moral, comenzó a mutar hacia formas del todo siniestras y singularmente sesgadas. A poco de comenzado el conflicto casi no hubo estado occidental que no se declarara en completa solidaridad y apoyara sin restricciones a Israel, defendiendo su “derecho legítimo a la defensa”. Sin embargo, lo que sucedió fue una cosa que no tiene precedentes, y es que el apoyo a la defensa mutó hacia formas de legitimación del derecho de revancha, algo que ningún tratado internacional sostiene como válido.

Así, lo que podría haber sido un atentado terrorista a repudiar, investigar y condenar legalmente, abrió paso a un irrestricto acompañamiento a cualquier política de venganza más propia de la ley del Talión babilónica que a un justo proceso. Peor aún, ni siquiera el objetivo era impartir un daño equivalente, sino uno ejemplificador y exponencialmente mayor, superando en espanto ampliamente lo que había supuesto un horror aquel ya lejano sábado siete de octubre. Cuando la retaliación israelí demostró no interesarse por la liberación de los rehenes —pues descargó una furia bélica que solo empeora su situación— ni por combatir al presunto ejecutor del atentado —Hamas—, sino al conjunto de la población gazatí, puso en evidencia que aquella noble sensación de repudio ante la muerte humana no era más que una mascarada que encubría una realidad bien analizada por Judith Butler: hay vidas que importan y las hay que no. El espanto no es sobre la situación de violencia y muerte, sino sobre cierta violencia y determinadas muertes.

El paso de víctima a victimario fue tan veloz y celebrado que casi no hubo tiempo para análisis sensatos. Se decretó en todos los medios masivos un mismo titular: “Israel en guerra”. De esta forma, se presentaba aquel atentado de Hamas como una declaración de guerra tácita que habilitaba las hostilidades, un pie de igualdad implícito entre los rivales. Es aquí que comienza a delinearse parte del problema: guerra solo puede haber entre estados equivalentes, soberanos y libres, situación inexistente para pensar el caso Israel-Palestina. Y aquí volvemos a caminar de la mano con Butler, puesto que, si analizamos la otra gran tragedia del último lustro, entre Ucrania y Rusia, la semántica fue diametralmente otra. Aquí no había una guerra, a pesar de ser estados equivalentes —no por tamaño, sino por soberanía—, sino una invasión rusa sobre el pueblo ucraniano. La comunidad internacional condenó, sancionó y repudió el ataque ruso y las víctimas fatales que dejaba, al tiempo que celebró cada acto heroico y defensivo del pueblo ucraniano. Mirado así, los ucranianos ejercen su defensa, pero los palestinos solo ejercen terrorismo.

De esta manera, tenemos ante nosotros un doble estándar moral, en el cual hay gradaciones de condena desiguales según quién sea el agresor, pero sobre todo según quién sea la víctima. Al cabo de dos semanas de iniciadas las hostilidades, el pueblo palestino de Gaza ha triplicado en muertos a aquellos que tuvo Israel, y esto es alarmante no por el maniqueo uso del contador de muertos por bando que hacen los medios —escandaloso y dramático en sí mismo—, sino porque pone en evidencia los efectos de haber deshumanizado el conflicto al punto tal que la condena de un crimen habilitó hipócritamente otro mayor, este último ya no condenado. Esto pone en evidencia que no existió una condena a la violencia per se, sino solo a un tipo de violencia, a una sola dirección de procedencia de la misma y a un solo perpetrador.

Esta banalización del mal que tanto intrigó a Hannah Arendt, hoy reina en las visiones dicotómicas en las cuales hay buenos/víctimas y malos/victimarios, donde el sufrimiento y escarmiento de los segundos pareciera un mandato. A su vez, existe otra dificultad, no menor, identificada hace tiempo por intelectuales judíos como Norman Finkelstein, Ilan Pappé o Noam Chomsky: la imposibilidad de articular una crítica política hacia el estado de Israel sin que ello suponga cruzar, o ser empujado gratuitamente a hacerlo, hacia la denuncia de antisemitismo. Sin negar la existencia de un antisemitismo a veces abierto y otras, velado, resulta imposible dar una discusión seria cuando no es posible diferenciar judaísmo, sionismo e Israel como tres conceptos analizables por separado. Sin ingresar en la discusión propuesta por Ilan Pappé, quien afirma que el sionismo secularizó al judaísmo y lo convirtió en punta de lanza de un proyecto geopolítico y nacional, así como Norman Finkelstein, que afirma que aquello habilitó el perverso uso y manipulación del sufrimiento judío bajo el nazismo para fines de impunidad política de un estado como Israel, sí resulta preciso afirmar, así sea hasta el hartazgo, que criticar un estado no supone hacerlo sobre su pueblo y menos sobre su pertenencia étnica, cultural y/o religiosa.

Como quiera que sea que el pueblo judío tramite su vínculo con el estado de Israel, lo concreto es que resulta insensato y perverso denunciar preventivamente de antisemitismo lo que supone una crítica a los crímenes de guerra y políticas violentas de ese estado para con el pueblo palestino, sin que esto suponga negar ni justificar en absoluto el acto perpetrado por Hamas. Pero si judaísmo e Israel son cosas diferentes, como de hecho lo denuncian los rabinos anti-sionistas del Neturei Karta, justificar y comprender también lo son.

Sabrán disculpar la extensa búsqueda del Minotauro, pero ahora toca recoger el hilo de Ariadna y retornar del laberinto de la ruidosa coyuntura actual. Sucede que Palestina, o lo que de ella queda desde aquel fatídico sábado, no es un legítimo estado, puesto que no tiene soberanía sobre su territorio ni dispone de un ejército, sino que es un pueblo bajo ocupación territorial desde, al menos, 1948. Aquí cobra sentido aquella línea perdida al inicio de este escrito, donde decíamos que solo a un público ajeno al conflicto regional podía parecerle sorprendente el ataque de Hamas, algo que muy bien editorializó el prestigioso periodista israelí Gideon Levy en el respetado diario Haaretz, afirmando a solo dos días de los atentados que “Israel no puede aprisionar a dos millones de gazatíes sin pagar un precio cruel”. Es que aquel atentado es injustificable —al menos desde un posicionamiento moral genuino—, pero sí es comprensible. Y acá es donde Clío, la musa de la historia, mete la mano.

Los palestinos, fundamentalmente los gazatíes, saben que la paz les ha dado muy poco, o dicho según el historiador y diplomático israelí Shlomo Ben Ami, padecen cicatrices de guerra y heridas de paz. Van 75 años de ocupación del territorio por un estado que sistemáticamente niega el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino, derecho que sí defiende para sí. Al mismo tiempo, saben que la casi veintena de resoluciones de la ONU bregando por una solución biestatal, el retorno de los palestinos expulsados en 1948, la retirada de Israel de los territorios ocupados, la cuestión de Jerusalén, etc., constituyen para ellos letra muerta gracias al poder de veto de los EEUU y al desinterés de la comunidad internacional por presionar a Israel para que los cumpla. Otro tanto supusieron los mentados acuerdos de Camp David y Oslo, leídos por amplios sectores palestinos como una derrota. Es que también saben de la avanzada permanente de nuevos colonos civiles armados por el gobierno sobre su territorio, proceso que en los últimos dos años se cobró la misma cantidad de vidas palestinas que buena parte del actual conflicto.

Otra cosa muy difícil de procesar aparece: que muchos países árabes ya cerraron sus deudas con el naciente Israel, guerras mediante, y que hoy la aceptan como nación soberana en detrimento de la otrora gran causa árabe que supo ser Palestina. Hoy ningún país árabe está dispuesto a romper la paz y la relación de equilibrio regional por apoyar a los palestinos. Solo estarían dispuestos a hacerlo parcialidades no árabes, como la persa Irán; y no sunnitas, como la shiita organización Hezbollah en Líbano, potenciales interventores que solo atizarían las brasas de un medio oriente al borde del abismo. Los palestinos, de esta forma, fueron quedando aislados, cada vez más reprimidos en sus aspiraciones y con el mal trago de comprobar que aquel gesto de Yasser Arafat ofreciendo tanto el ramo de olivo como el fusil que empuñara Leila Khaled, terminó demostrando que el ramo se secó y el fusil sigue ahí, a mano.

Resta —al menos— una variable por analizar. Cuando la Organización para la Liberación Palestina (OLP), como brazo armado de Al Fatah, fue creciendo en popularidad internacional gracias a la espectacularización de sus acciones y atentados, así como logrando que Arafat ingrese a la ONU, Israel fue contemplativa con el surgimiento de sectores radicales entre los palestinos que rivalizaban con aquel partido propenso a negociar una paz. De esta forma, Hamas surge al calor de la primera revuelta o Intifada hacia finales de los años 80, canalizando el malestar ante un Arafat y su partido que no lograban soluciones. Cuando la lógica de “divide y triunfarás” se demostró efectiva para Israel, el problema solo había mutado y se había radicalizado, puesto que Hamas era una cosa muy diferente a Al Fatah e Ismail Haniya un anatema de Arafat.

Pero Israel también viró en sus alineamientos hacia posiciones radicalizadas. El Partido Laborista daba sus últimos pasos como fuerza hegemónica, dejando un Isaac Rabín asesinado por su intento de firmar la paz en los acuerdos de Oslo. Crecía el Likud como fuerza cada vez más derechista, donde dos figuras resultan claves en dicho proceso: Ariel Sharon y el todavía primer ministro Benjamín Netanyahu. Es que derecha e izquierda en la gramática política israelí no supone diferencias en materia económica o de política interna, sino en torno a la llamada “cuestión palestina”. Así como Hamas desconoce la existencia del estado israelí, el Likud en su carta orgánica desconoce toda forma de acuerdo con la autoridad nacional palestina por no condenar a Hamas como organización terrorista. De esta forma, el ciclo de acuerdos abría camino a uno donde las posturas más radicales ganaban terreno ante una diplomacia estancada en el fango. El siglo XXI iniciaba con un arrogante Ariel Sharon visitando la mezquita de Al Aqsa y abriendo paso a una segunda Intifada que duró un lustro. Mientras Cisjordania salía del mapa sosteniendo una autoridad nacional palestina que poco podía hacer por resolver el conflicto, este se iba regionalizando entre Israel y la combativa región de Gaza en un caro clivaje para los años posteriores.

La Operación Plomo Fundido de 2008 volvió a encender las todavía calientes brazas de los años previos, haciendo crecer a Hamas como único rival digno para Israel y como única alternativa para palestinos que llevaban generaciones esperando una solución que nunca llegaba, al tiempo que sus condiciones de vida empeoraban significativamente. De esta forma, Hamas no es un resultado de una suerte de innata condición terrorista de los palestinos, como tantos medios intentan imponer, es producto histórico de una relación de fuerzas entre un ejército de ocupación y un pueblo que no tenía más nada que perder y que agarró el fusil que Arafat dejó caer en la asamblea de la ONU en 1974. Israel no buscó acercarse con los sectores más moderados de la autoridad nacional palestina en Ramallah —Cisjordania—, y al mismo tiempo extremó sus políticas de colonización ilegal de más territorio palestino, violando todas las convenciones internacionales. Si bien no es correcto afirmar que Hamas es una creación de Israel, sí lo es que no hizo más que apadrinar su crecimiento mientras sirvió para debilitar a Al Fatah, pero sin medir o subestimando su nivel de pregnancia entre una población que vive, virtualmente, en una cárcel a cielo abierto como la de Gaza. De esta forma, generaciones enteras de palestinos no conocieron otra cosa que violencia, privaciones, humillaciones y despojos. Cuando el diálogo se rompe y los sectores moderados no tienen resultados para mostrar, resulta natural que las posturas radicales ganen el terreno.

Entonces, ¿resulta realmente sorprendente el ataque de Hamas de hace dos semanas? En absoluto, responde al menos a ocho décadas de abusos y profundización de las desconfianzas mutuas que no hacen más que abonar el terreno para la consolidación de propuestas radicales. Sin embargo, no todos los palestinos apoyan a Hamas, como tampoco todos los israelíes lo hacen con Netanyahu, y en esas fisuras quizá habite la posibilidad, hoy aparentemente demolida, de una solución a futuro. Pero entonces, ¿sirve hablar de víctimas civiles en un conflicto que es eminentemente civil con la avanzada de colonos armados sobre tierra palestina? Pero el verdugo de los palestinos no es solo el ejército israelí, sino los colonos civiles armados que les roban y expulsan de sus tierras y también los matan ¿Por qué hablamos de militares y civiles ante un conflicto donde solo uno de los bandos puede establecer esa diferencia, mientras en el otro todos son civiles?

Buscar un clivaje de guerra es anular el análisis político y esquivar la dimensión histórica del conflicto. Judíos y musulmanes pudieron convivir con aceptables niveles de paz por siglos, encontrando los primeros refugios entre los segundos cuando la persecución judía en Europa les obligaba a escapar para sobrevivir. Es que no se trata de un conflicto “milenario” ni religioso, sino político, nacional e imperialista que hunde raíces en los procesos propios del siglo XIX. Hoy la defensa de los palestinos ante las agresiones israelíes es leída como acciones terroristas, cuando entre 1920 y 1948 los colonos judíos en Palestina formaron organizaciones terroristas como el Irgun, Palmaj, Leji o la Haganá, que no tuvieron miramientos en meter bombas como en el Hotel Rey David asesinando más de una centena de personas, incluidos judíos, así como practicar intimidaciones para vaciar pueblos que luego quedarían bajo su control. Insistimos, la resistencia ucraniana es celebrada, la palestina condenada de terrorismo. De esta forma, para analizar este conflicto resulta imperioso restituir su historicidad y reponer los sentidos de una semántica y batalla conceptual que ha sido hegemonizada por el discurso de los vencedores de la historia y que, por otro lado, se ha visto tensionado por una doble vara de medir que indica que ciertos consensos posteriores a la Segunda Guerra han desaparecido.

Hoy el panorama es incierto, muy poco alentador viendo cómo se practica una limpieza étnica que arrincona a los gazatíes hacia el sur mientras destruye todo lo que sobresale el nivel del mar. Israel está decidido a eliminar el problema palestino por la vía de las armas, mientras los palestinos están dispuestos a seguir dando batalla por su historia, su tierra y un futuro vivible. Lo que no puede suceder es que la comunidad internacional tolere, o incluso acepte, justifique y en ocasiones celebre que la masacre sea una salida posible, ni mucho menos que discrimine vidas valiosas de otras prescindibles. Israel no está en guerra, está masacrando a un pueblo al cual ya viene torturando hace décadas.

*Carlos Álvarez es historiador de Rosario, docente e investigador del Conicet.

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