¿Adónde nos trajo este hombre?

Por: Marcelo Valko

Toda historia comienza antes de saber que se convertirá en historia. Tina, mi vieja, era austriaca y pasó la guerra allá. Su padre que estaba en la Argentina le mando un pasaje y a sus veinte años desembarcó en el puerto de Buenos Aires. Venía de la miseria de la posguerra y traía una sola valija de cartón. Como se estilaba en aquel entonces, la llegada de alguien era un acontecimiento. Acompañaba a su padre un matrimonio eslovaco de apellido Valko con su hijo Stefan que tenía la misma edad que la viajera. Los hombres se habían conocido reparando calderas de grandes fábricas, ambos carecían de títulos pero tenían mucha inventiva. Maña que le dicen.
Finalmente tras los trámites migratorios, la rubia de trenzas tirolesas salió y él de ojos celestes permaneció inmóvil junto al grupo. Ni Tina sabía una palabra de castellano ni Stefan alemán. Pero se miraron, seguramente de reojo y de alguna manera hablaron las miradas. Después de un largo noviazgo se casaron, vinieron tres hijos y comenzó la historia que me compete. Soy el mayor de tres hermanos, dos varones y una nena.
A mis nueve años, mi viejo, que era técnico mecánico egresado del Krause y tenía un taller, un industrial al que le había reparado el auto le preguntó si se animaba arreglar el motor de un barco de carga que estaba anclado en La Boca, parece que resultó tan satisfactorio que el hombre, de apellido inglés, le ofreció ser jefe de mantenimiento de una fábrica en Paraguay. Era un aserradero en el Alto Paraná en medio del monte que también elaboraba yerba y palmitos. Fue a probar suerte medio año. En ese lapso, recibimos una carta cada mes y medio, la traía el capitán de aquel barco que trasladaba los productos hasta Buenos Aires. Un día tuvimos una novedad: nos mudábamos.


En ese entonces el imaginario sobre el Paraguay era el de los cuentos de Quiroga: calor abrasador, aislamiento, selva, lluvias torrenciales y animales. Algo había de cierto. Con mi hermano a nuestros ocho y siete años la emoción nos embargaba, encima sería nuestro primer viaje en avión. En cambio mi madre tenía otra expresión, y por la indisimulable turbación que experimentó al llegar, resulta evidente que Stefan que nos esperó en Asunción como en aquel puerto inicial, no le contó cómo sería exactamente la cosa. Encima mi viejo venia unos pocos días cada mes y medio, la fábrica estaba a más de 350 kilómetros y parte del camino cuando llovía era una picada intransitable. Vivimos un tiempo en Asunción en un departamento que alquilaba la empresa, luego nos mudamos a una casa antigua, colonial, con varias habitaciones y dos patios muy grandes, sobre todo uno de tierra que estaba al fondo. Allí por primera vez quisimos armar una especie de toldería para pasar la noche, cuando empezó a oscurecer comenzaron a rodearnos los ruidos y sonidos nocturnos. Obvio escapamos a la carrera. La llamábamos la casa de los fantasmas. Por suerte nos mudamos muy pronto.


Cruzamos medio Paraguay para estar más cerca de mi viejo. Puerto Stroessner era un pueblo con unos pocos miles de habitantes y una sola calle pavimentada que era la ruta que llegaba hasta el Puente de la Amistad, del otro lado estaba Brasil. Hoy es Ciudad del Este y semeja un hormiguero humano más cercano a Calcuta que a mi recuerdo. La fábrica estaba a unos 40 kilómetros, y mi viejo llegaba los fines de semana cuando no llovía. Era raro estar solos tanto tiempo, pero nos acostumbramos y pese a los rezongos de mi vieja, cada vez tuvimos más libertad con mi hermano. Estábamos en el Paraguay profundo. Teníamos unos tomos de una enciclopedia ilustrada con numerosos dibujos de exploradores y nos sentíamos uno de ellos. La leche que tomamos era de una vaca que estaba en una especie de pulpería todo terreno de un japonés que simulaba entender guaraní. Nuestro colegio no tenía vidrio, el piso era de tierra y se usaba indistintamente la puerta o la ventana para entrar y salir. Mis inolvidables profesoras parecían elegidas en un casting: ¿Vos leíste una novela? ¡Listo, das literatura! ¿Viste una película de romanos? ¡Sos profe de historia! Así era todo… ¡Puro realismo fantástico! No en vano durante el periodo del Dr. Francia el país no tenía analfabetos pero su gobierno había prohibido la tenencia de libros. En esa época empecé a escribir.


Y ahí estaba el correntoso Paraná, aun no domado por Itaipú. En la casa teníamos un aljibe muy profundo en el cual durante el día, los murciélagos encontraban refugio de la luz abrazadora y cada vez que sacábamos agua salían disparados ciegos de furia. Con mis hermanos andábamos por los senderos, la selva empezaba frente a la casa, bastaba cruzar la huella de tierra. Todos los días la aventura de explorar picadas en el monte. Al principio íbamos en zapatillas, luego en ojotas, pero como el barro colorado hace un efecto de sopapa que invariablemente te quita el calzado finalmente íbamos descalzos. La lluvia caía torrencial durante semanas y luego el calor todo lo derretía a la hora de la siesta de tereré con hielo y limón. Los anocheceres de millares de estrellas nos encontraban escuchando historias de lobizones, yací-yaterés y pomberos.


Y en medio de todo ello, nuestra emoción permanente ante los árboles enormes cayendo derribados cada vez que desde el norte avanzaban esas tormentas demenciales. Y allí estaban las invasiones de marabuntas de hormigas que se apoderaban de la cocina, o las víboras de diverso tamaño que cruzaban nuestro patio con la parsimonia de quien recorre su propio territorio, y la voz de nuestra mamá, que no en vano era una austriaca sola en pleno monte con tres hijos, lamentándose una y otra vez: “¡¿a dónde nos trajo este hombre?!” Ese “hombre”, al que acusaba de las invasiones de serpientes y hormigas y murciélagos y truenos que retumbaban de tal forma que hacían caer los objetos de los estantes, era ese joven de ojos celestes que la esperó en el puerto aquel día, sin saber que esa historia que aún no era historia acabaría en estas páginas.

(*) Es docente e investigador, su último libro es Pedestales y prontuarios.

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