Bicherío

Por: Hugo Montero

No sé bien cuándo caí en la cuenta, pero descubrir esta certeza fue toda una revelación: puedo contar buena parte de mi infancia haciendo un relevamiento del bicherío. El recuerdo puede fallar, confundirse y enredarse, pero los bichos son una constante, están ahí, presentes: me acuerdo ahora de las temibles gatapeludas (así, todo junto, aunque el diccionario las mencione como una especie de lepidóptero de la familia de las saturniidae), esas orugas siniestras que se lanzaban desde las ramas de los árboles y aterrizaban sobre la espalda de algún primo, que quemaban con su veneno tan breve como feroz y provocaban alaridos de espanto en la mesa al aire libre. Por el piso andaban los cascarudos (porque nadie les llamaba escarabajos entonces) y sus secas pieles abandonadas sobre el pasto, y la sorpresa que me generó reencontrarme con ellos en las primeras páginas de El Eternauta, cuando formaban parte de la ofensiva invasora. Quién se puede olvidar de los bichitos de luz, dueños de la magia nocturna, a veces atrapados en un frasco de mermelada de a montones con la vana ilusión de utilizarlos como velador a un costado de la cama (¿nadie se pregunta dónde están hoy los bichos de luz? ¿Qué hicieron con ellos? ¿Por qué abandonaron las noches cálidas del conurbano?). Los bichos-bolita que emergían bajo los cascotes y se acurrucaban de temor cuando eran descubiertos, el insoportable sonido de las chicharras en cada mañana de verano (si el infierno tiene banda de sonido, seguro lo producen estos bichos siniestros). Me acuerdo ahora de aquel gusano impertinente que se asomó desde el corazón de un Bon o Bon y que generó el desafío si atreverse o no a comer la golosina, los alguaciles tiñendo el cielo de negro como mensajeros de la tormenta venidera, las babosas cayendo del techo húmedo, cargando en su viaje suicida pedazos del revoque de la casa, los piojos que volvían después de abordar nuestras cabezas de regreso del colegio, la lombriz solitaria a la que nuestros tíos le adjudicaban el hambre insaciable de la merienda en esas tardes de pan y manteca. Los sapos, señores de la zanja y turistas de los días lluviosos, y la leyenda aquella del peligro mortal de la batracia meada sobre los ojos. Los perros flacos del barrio transportando su casi invisible carga de garrapatas, a veces ahogadas en un balde con agua. Las monstruosas cucarachas en la casa de la tía Susana, de dimensiones mitológicas y velocidad extrema que ocultaban su osamenta bajo la mesada de la cocina, los mosquitos asesinos de visita por las noches agobiantes de verano en las que dormía en el piso, tumbado con la almohada sobre la fresca baldosa, las moscas molestando alrededor de la sandía recién calada, el abuelo Chiche cargando la máquina del flit para rociar en alguna pieza y luego cerrar la puerta para que ningún ser viviente pudiese resistir el efecto del veneno, la primera picadura de avispa por molestarlas cerca de la canilla petisa.


Puede parecer extraño, pero volver a esos años de pibe es recordar a través del bicherío. Supongo que para todos los pibes que crecieron en la periferia del Conurbano, la memoria provoca el mismo juego: un poco, somos los bichos que nos rodeaban, nos hostigaban y nos acompañaban. Debe ser por esa razón que cada noche, desde hace tiempo, seguimos mirando por la ventana con la vana ilusión de sorprendernos con el fulgor breve de un bicho de luz que ya no está. Quién sabe si el propio bicho de luz no salga, en algún oscuro y silencioso rincón del Conurbano, a buscar a ese pibe que ya no somos.

(*) Es periodista. Su último libro es Wos. El pibe de la plaza.

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