Imagen: Telam
Después de un rato de preselección entre los colapsados centros de testeo de la zona -tres cuadras de cola en el Santojanni, otras tantas en el Fortín de la calle Rocha (paradójicamente en Chascomús y Albariño), cerrado el club Glorias Argentinas y tarde para el centro de salud de Villa Lugano- terminé volviendo al primero, que al menos había cambiado el lugar de la fila, quedando ahora a la sombra de los árboles de la plaza. Había levantado algo de fiebre y me sentía bastante molesto. Llegué siendo el último de un centenar de sospechosos de la peste. Los había con reposeras, gaseosas y sanguchitos y alguno que otro se animaba a subir un poco el volumen de la música tropical en su celular. Dos enfermeras, tapadas de punta a punta, repartían generosamente vasitos de agua fresca a los esperantes y no faltaba el que protestaba por alguna u otra cuestión.
Por Francisco Casares
Casi una hora llevábamos sin avanzar cuando la fila de pronto empezó a desmembrarse. Un empleado de civil nos avisaba a los últimos que, para descomprimir, saldría un colectivo con treinta voluntarios a ser hisopados hacia el centro de salud de Parque Roca donde, aseguraba, todo sería más expeditivo. Inocentemente me sedujo la invitación. Hicimos una nueva fila los candidatos al micro, que parecía ser uno amarillo, estacionado sobre la calle Murguiondo. Esperamos para subir. Esperamos para arrancar. Los treinta voluntarios pasamos a ser cuarenta. El chofer elevó su música hasta hacer vibrar la carrocería y algún pasajero se sumó con las palmas aunque no tardó en disiparse aquel tenue impulso festivo. Arrancamos. En el viaje logré dormir unos minutos entre toses y estornudos propios y ajenos. Necesitaba una cama. Desperté con hambre mientras estacionaba nuestro colectivo en un inmenso playón desnudo al sol. El motor se apagó dando lugar al silencio. Nadie sabía qué hacer ni a dónde ir y el chofer, el único que parecía conocer el sistema, se limitaba a decir que había que esperar. Que ya nos vendrían a buscar, que era por orden de llegada, que sería rápido, que en el viaje anterior habían testeado a ocho micros en tres horas. Había que esperar. A nuestra derecha había dos colectivos más, con sus pasajeros en silencio, esperando desde antes lo mismo que nosotros. A la izquierda fueron estacionando otros cuatro. Había quienes bajaban a fumar, otros iban y vienían y otros nos quedamos en nuestros asientos, pasando el tiempo con los celulares.
Todavía faltaba mucho. Nos prometieron llevarnos de vuelta, al terminar, hasta la plaza del Santojanni.
Un muchacho de chaleco fluorescente munido de un rociador de alcohol al 70 por fin llamó a los pasajeros del micro amarillo. Luego de un breve altercado con dos señoras que habían llegado en el micro del hospital Piñero y a las que hubo que hacer entender lo del orden de llegada, caminamos en fila hasta el Pabellón Europa. Adentro del gigantesco galpón, el hisopo fluía con celeridad, entre una enorme cantidad de operarios de trajes celestes y siempre de buen humor. Tal vez era esa la imagen de la que nos querían convencer al reclutar voluntarios en el Santojanni, omitiendo, por supuesto, todos los pasos intermedios.
Los ojos me lloraron, como siempre, con el testeo y un enfermero me informó que debía esperar doce horas para pedir por whatsapp el primer resultado. Me pregunté si esperar allí sentado. El tiempo es a veces muy relativo.
Sonaba “Mujer amante” de Rata Blanca en el micro amarillo al emprender el regreso y mientras girábamos frente a la torre de Interama, irrumpió el sólo de Walter Giardino dándole a nuestro final el carácter épico que merecía.
Nos fuimos con la alegría de los niños cuando salen de excursión. El sol ya pegaba de costado en los monoblocks de Soldati, en Lugano 1 y 2, en el autódromo que alguna vez se llamó “17 de Octubre”, en Comandante Luis Piedrabuena, barrio Los Perales y en los mataderos de Nueva Chicago. Siempre es infinito el sur de la ciudad.