Droga por los parlantes, dijo mi padre

Por: JB Duizeide

Nos atravesaba, se nos metía cuerpo adentro, nos llenaba de risa, tibio, inquieto. Nos sacaba de nosotros, nos precipitaba en nosotros, en el mundo. Nos hacía correr, saltar, gritar. Nunca, antes, habíamos sido tocados por un viento así. Nos daba cosquillas en todo el cuerpo, que se nos inflaba de alma. Y volaba, volaba, volaba. Entre constelaciones de colores brillantes que refundaban la noche del hemisferio sur, volaba. Y se veía volar, y se reía.
–Largan droga por los parlantes –dijo mi padre.
¿Cómo puedo recordar esas palabras cuyo significado ignoraba?
Sin embargo sigue sonando aquella frase en aquel patio de fines de los sesenta, con mi madre viva en el mundo mientras Guevara gasta sus últimas balas por la selva boliviana, en aquel patio inundado por la música, por el viento que desbordaba a través de las ventanas de la casa, desde el equipo de mi tío, a todo volumen, hacia el resto de la manzana, que desbordaba para cruzar el boulevard, la arena, llegar hasta los barcos fondeados en la rada, iluminados como árboles de navidad, despertar a la marinería, hacerlos levar anclas y bailar con nosotros, con los vecinos que salían a ver qué pasaba, qué era eso, con todo el planeta.
Me basta entornar los párpados para oír aquella frase y que vuelva aquel viento cruzando aquella noche de primavera a metros del mar.
O darle play al disco.
Largan droga por los parlantes.
Y vuelvo a ser un niño iletrado al que ese viento eleva, espiritualiza y a la vez torna más corpóreo: y corre, y salta, y grita. Vuelto uno con mi primo Flavio que corre, salta y grita. Con mi padre que comenta. Con los tíos que miran. Con algunos amigos tan jóvenes como ellos –Erasmo, el negro Leone, María Celia– en un mundo tan joven como jamás volverá a ser el mundo. Con aquel sonido que se derrama desde la casa, cruza la calle, sortea la arena, se mete al mar, hace bailar a los barcos encendidos al filo del horizonte, pega la vuelta a varios mundos, al tiempo, y me alcanza.
Es mi recuerdo más antiguo vinculado con la música.
Aquel vuelo que nos conmovía. Inexplicable y sin duda tantas veces explicado. El efecto Beatle.
En años sucesivos, ya de grande, me contaron que nuestra excitación –esa palabra no alcanza pero creo que se entiende– comenzó con el primer acorde. Apenas empezó a sonar “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” fuimos otros. Cada vez más más más frenéticos. Para detenernos de nuevo cuando la voz de Ringo empieza con eso de “What would you think if I sang out of tune? / Would you stand up and walk out on me? / Lend me your ears and I’ll sing you a song /And I’ll try not to sing out of key”. Entonces nos quedamos moviéndonos levemente, como juncos a los que acaricia una brisa muy suave, uno frente al otro, Flavio y yo, moviéndonos en extraña sincronía, mirándonos a los ojos, sonriendo, los brazos colgando a los lados del cuerpo, la respiración agitadísima. Fuimos retomando el furor, de a poco, a medida que se sucedieron las canciones a partir de “Lucy in the sky with diamonds”. El terremoto se desató de nuevo con “Good morning, good morning”, llegó a su clímax con la reprise de “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y para “A day in the life” estábamos tirados en el piso dando vueltas como girasoles enloquecidos. Causa suficiente para la rauda intervención de mi madre y mi tía, que corrieron a rescatarnos de la posesión fuera angélica o diabólica. Pero esos son recuerdos ajenos hechos propios con el paso de los años, las despedidas, la nostalgia.
–Tiran droga por los parlantes. Mirá a estos dos –dice mi padre, señalándonos.
Aquella droga -entiendo mientras voy tipeando estas palabras, y la voz de George vuelca hinduismo sobre la isla anochecida- no era otra cosa que la felicidad.
Tantísimas veces, desde entonces, fui feliz con la música. Incluso en medio de privaciones y tristezas. Con distintas músicas, en distintos lugares, con distintas compañías o solo. Pero ninguno de esos éxtasis pudo siquiera acercarse al experimentado en esa época de la vida llamada infancia, tal vez el único, fugaz período, en que se nos permite echar por el periscopio una ojeada a lo real desde el abismo de nuestra soledad.

(*) Es escritor, su último libro es Charly Presidente.

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