“El niño resentido”: la crudeza de la escritura

El niño resentido es una autobiografía del poeta y cineasta César González publicada recientemente por Penguin Random House. Odiaba mi pobreza, nuestra casa tan miserable. (…) Lentamente en mí crecía el odio hacia todo ser humano que no compartiera nuestras paupérrimas condiciones de vida. No tenían que ser millonarios, como el patrón de mi abuela, con que tuvieran una casa de material, un auto y una familia normal alcanzaba para provocarme una envidia lasciva, dicen las palabras de este libro. El niño resentido señala con precisión las cosas que no se ven a través de los vidrios polarizados. Correr por pasillos que jamás voy a poder visitar de noche y entender de qué huyo. Una modesta alcantarilla por donde se escurren las ideas con las que enmascaramos nuestros privilegios. Este libro da miedo y tiene la llave para salir del miedo. Suplico que lo lean. A ver si logramos ir juntos para algún lado que no sea la guerra, escribió Lucrecia Martel en la contratapa.

Por Natalia Bericat

y ahora tiro yo
porque me toca
Indio Solari


El niño resentido destila la crudeza de su pluma y el ritmo de una escritura que taladra profundo. Abordamos este libro con la delicadeza de una bomba a punto de estallar, respirando en cada punto, tomando aire en cada final de capítulo para poder seguir por este paisaje cinematográfico que nos propone la voz en primera persona de César González. Resentido: persona que se siente maltratada por la sociedad o por la vida en general, dicen los diccionarios sobre este título donde la infancia es un lugar vulnerable, que flota en una cloaca y vuelve a la superficie para contar escenas de un niño dolido y un pibe villero que creció sintiendo olor a muerte en la atmósfera y en el cuerpo. ¿Cómo se apaga un alma?, dice el título de uno de los capítulos. Una pregunta retórica que el poeta dispara sin piedad contra los lectores. Una metáfora que se encadena entre tantas otras en estas páginas como escenas de una película. Arder en los valles del subdesarrollo, dice la poesía en Boxes.
El libro de César es, además, un engranaje cinematográfico. El montaje de las imágenes visuales se entrelazan con un movimiento que llevan la velocidad de una bala, que dibujan a los pibes corriendo de la policía adentro del barrio, o como cierta resonancia a las carretas de la época colonial cuando nos relata su vagabundeo tirando de un carro con sus amigos. La Carlos Gardel es descripta como esa frontera donde el espacio físico se pincela con el detalle y la precisión de una obra realista. Sentimos cómo se mueve, cómo respira y transpira el territorio físico, el del protagonista y el de la propia escritura.
Al Peca también lo matarían de forma muy parecida cuando cumpliera veintidós. Pero antes de llegar al desenlace tengo para contar una vida frenética a su lado: un flashback donde hay un ojo que escribe y que registra una vida. La voz que escuchamos conoce la tierra que pisa, utiliza los recursos del cine para contarnos cómo ese niño llegó hasta acá, sin romantización ni discursos de meritocracia. (Y ahora tiro yo porque me toca, cantaban Los Redondos): y así César apunta con un arsenal de palabras y le da al objetivo.
Cada pliegue remite a otro pliegue, decía el filósofo y escritor alemán Walter Benjamin. Luego de sus peripecias para conseguir tener cable en la casilla, César y las personas que vivían en su casa, acceden a ver canales de películas. Ese colchón tirado en el piso, donde se tira con su madre y hermanos a ver una y otra vez lo que pasan en la tele, se despliega en este libro para dar cuenta del origen de un modo de narrar, de una manera de hacer películas y sobre todo, de un modo de percibir el mundo: un germen que se despierta en la mirada política sobre el arte que tiene y sostiene en la actualidad el autor de este libro. Cuando un barrio popular o una cárcel aparecen en la pantalla no lo hacen con la máscara de un supuesto realismo sino que estas locaciones parecieran condenadas a ser representadas a través de lo bizarro y circense, dice en, El fetichismo de la marginalidad, publicado por Editorial Sudestada.


Dicen que el resentido vuelve a sentir (re- sentir). La memoria opera en la cabeza de quien elige pliegues de su propia autobiografía como relámpagos que iluminan su presente. César González recorre las calles con los ojos de quien recuerda la crudeza que le tocó atravesar. Esa misma crudeza es la que se imprime en su escritura y la que como un paseante, un flâneur, va levantando de los márgenes los residuos que la sociedad deshecha y los vuelve a poner en primer plano. Era el hijo de la presa y del linyera, dice su presentación. El escritor nos traslada el sonido de su cirujeo (que también es su modo de escribir), de su arte de recolectar imágenes. El oxímoron y los recursos poéticos resaltan en ese escenario donde el deseo es morir brillando, donde el olor a almas encerradas es captado por el ojo de un pibe que decidió dar batalla con la literatura.
Leemos también esta obra como un registro de época, una primera parte que termina en el momento en que se cierra la tumba con rejas (ese lugar del Infierno de Dante rodeado de serpientes donde los hombres se convierten en cenizas); la cárcel donde el protagonista pone fin al capítulo inicial de su biografía. Un registro del 19 y 20 de diciembre, una marca de para la Carlos Gardel y para muchos barrios de nuestro conurbano bonaerense, Como los mendigos alimentan su mugre/así nutrimos nuestros blandos remordimientos, les alertaba Baudelaire a sus lectores en Las Flores del mal. El niño resentido nos lleva por un camino sin señales de alerta. Nos sumerge en el barro y en la cloaca hasta la cabeza. Nadie sale ileso después de estas páginas. Nadie saldrá igual después de leer a César González.

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