Esa fruta extraña

Un 7 de abril como hoy, pero de 1915, se escuchaba por primera vez la doliente voz de Billie Holiday, tal vez la cantante de jazz más talentosa que jamás haya pisado este suelo. Para recordarla, te contamos la historia detrás de la canción que mejor la definía: “Esa fruta extraña”.

Por Hugo Montero

Las luces se apagan. Los mozos dejan de atender las mesas y se acomodan en un rincón. Todo está preparado. Sobre el escenario, apenas una luz seguidora. Y ella apoyada contra el piano, con los ojos cerrados. Todo es silencio cuando se escuchan los primeros acordes. El piano empieza, la trompeta lo sigue. La canción, solo tres minutos. La voz de Billie Holiday, que irrumpe con una belleza conmovedora: “De los árboles del sur brota una fruta extraña/ Sangre en las hojas y sangre en la raíz/ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña/ Extraña fruta cuelga de los álamos/ Escena pastoral del gallardo sur/ Los ojos saltones y la boca torcida/ Aroma a magnolias, dulce y fresco/ y el repentino olor a carne quemada/ Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos/ Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire,/ para que el sol la pudra, para que el árbol la deje caer/ Aquí hay una extraña y amarga cosecha”.
Cuando la voz de Holiday se apaga, el Café Society neoyorquino queda a oscuras. Nadie aplaude. Las luces regresan al rato, pero ella no está en el escenario. Los parroquianos, blancos casi todos, se miran entre sí sin terminan de comprender qué deben hacer. Algunos, por convención, aplauden aquella magnífica interpretación. “Fruta extraña” es el nombre de esa canción terrible y hermosa. Quizá ninguno de los presentes haya participado de un linchamiento, pero seguro que vieron la imagen de un negro ahorcado en un álamo, o quemado por la rabia enferma y racista de una turba enardecida. La imagen los conmueve, pero la situación los incomoda. Ese es el efecto que persigue la cantante con toda aquella puesta en escena, con esa canción, con esa imagen de un negro ahorcado meciéndose en brazos de la brisa del sur. Que los espectadores queden desnudos ante sus miserias, como con justeza definía Mal Waldron, el pianista que acompañó a la cantante en sus últimos años: “Era como si embarrara la nariz de la gente con su propia mierda”.

¿Puede una canción -y una hermosa voz- condensar en apenas tres minutos una historia de esclavitud, una vida de racismo y persecución, una identidad marcada por el odio y la rabia contenida? ¿Puede una melodía explicar mejor que cien libros de historia el pasado de un país enfermo de racismo, o describir mejor que un centenar de ensayos académicos lo que significa respirar la segregación, padecer el apartheid, soportar la sinrazón del blanco opresor y esclavista, rebelarse contra todo aquello y resistir? ¿Puede la belleza de un tema asumirse como subversiva, sembrar conciencias, despertar dignidades, abrir una ventana cerrada por tanta tristeza? La respuesta a estas peguntas es sencilla: la más poderosa y bella canción de protesta que jamás se haya escrito (y cantado) en la historia, “Strange Fruit”, en la voz de Billie Holiday, puede lograrlo. Samuel Grafton, columnista del New York Post, apenas escuchó aquella interpretación, anotó: “Si la ira de los explotados del sur nunca ha sido escuchada, ahora tienen su Marsellesa”.
Billie Holiday tenía solo 23 años cuando cantó por primera vez “Strange Fruit”, pero su juventud no le impedía conocer en profundidad el verdadero rostro del racismo, y asumir a conciencia los riesgos que significaba interpretarla ante auditorios compuestos por blancos. Vetada de algunos locales por su color de piel, insultada por algunos espectadores apenas se anunciaba su show, Billie no olvidaría nunca cuando su padre enfermó de neumonía: lo dejaron morir, abandonado en la puerta de un hospital de Dallas que no atendía a negros. Por todo eso, cantar esa canción la dejaba expuesta: se sentía a flor de piel, y muchas veces abandonaba el escenario descompuesta, estremecida por aquella melodía. “Siempre me pasa lo mismo. Cantarla me afecta, me deja sin fuerzas”, confesó una vez.
Los años pasaron, la heroína hizo estragos en la frágil salud de Billie, que visitó la cárcel por su adicción (cuando murió a causa de una cirrosis, tenía 44 años y purgaba un arresto domiciliario), pero pese a su derrumbe personal nunca resignó interpretar a esa “Fruta extraña” al final de cada show. Como un código secreto que solo ella comprendía, un hilo invisible la ataba a aquella canción. Cuando un periodista le preguntó con tono piadoso qué estaba haciendo con su vida, ella respondía con ironía: “¿Sabés una cosa?, aún sigo siendo una negra”…


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