Fragmentos de ansiedad: un ensayo fotográfico sobre el ahogo

Por Julieta Henrique / Agenda Feminista

Fotografía: Malena Estente

Si tuviera que resumir mi ansiedad en una palabra sería ahogo. Pienso en un océano oscuro que me traga y no me permite hacer pie. Bajo hasta la profundidad, desde donde el pasado se difumina y el futuro se oscurece. En esa nada que succiona el cuerpo hacia abajo, el presente se vuelve imposible de pensar, imposible de vivir. Esta foto la sacó Malena, mi amiga fotógrafa. Entre las dos intentamos exprimir nuestra experiencia a través de las herramientas que nos acompañan en la intimidad cuando no hacemos pie. Para ella, la fotografía. Para mí, la escritura.
Para escribir, quise ver a través de su ojo de fotógrafa. Quería encontrar en su mirada mi experiencia. Pero la ansiedad tiene muchas formas. Hablamos, tomamos mate por horas, encendió la cámara. En ese flujo de anécdotas, ideas, búsqueda de luz en los rincones, trazamos nuestro juego personal para encontrarle marco a una sensación desbordante. Estás imágenes nacen de una experiencia conjunta, un proyecto de encuentro entre ansiedades.
Pensamos en los inicios de nuestros ataques. Justo cuando comenzaba a entender que tenía un problema a resolver, la pandemia explotó en Argentina. Recuerdo que durante el anuncio presidencial me encontraba en la casa de un amigo, con las piernas en una pileta medio vacía y dos perros dormidos a mis espaldas. Los restos de asado en los platos todavía en la mesa, la tele prendida. Cuarentena por quince días, escuchamos en silencio. Mis amigos ya hacían planes por WhatsApp para cuando termine el aislamiento. Yo sentía en el pecho, donde suelen comenzar mis ataques, un futuro pandémico de más de quince días, y me daba miedo. Al tiempo mis hermanos se quedaron sin trabajo, mi facultad cerró junto con la posibilidad de terminar mis estudios en el tiempo planeado, dejaron de recibir mis cvs en los lugares a los que buscaba aplicar todos los días. La ola crecía, me llevaba a lo profundo. El futuro se distorsionaba frente a mis ojos, y alrededor del mundo, lo mismo le pasaba a la mayoría de la gente. Las paredes de las casas y departamentos se achicaban con el tiempo, la televisión se volvió verduga y mejor amiga. A la vez que el covid avanzaba, empezaba a reconocer lo que me pasaba como ansiedad. Le puse nombre, comencé a entender ese sentimiento de miedo e inestabilidad que teñía mis días.  Así mi mano tocó la ventana, un poco de luz se acomodo en los rincones. Se empezaron a desvestir los pensamientos amotinados.
Durante el avance del covid 19 aumentaron significativamente las consultas por ansiedad y depresión alrededor del mundo, si es que los recursos para pedir esa ayuda estaban disponibles, lo cual en un país como Argentina es cada vez menos accesible. Malena y yo pudimos tener esa ayuda que en generaciones anteriores se desestimaba casualmente con un: “el psicólogo es para la gente loca.” Somos parte de un cambio que no pedimos, pero aprovechamos. Quizás estemos locas, pero como todas las palabras en nuestro presente de cambio, tendremos que desatar los prejuicios que atamos a ella para resignificarla.

“Yo nací asfixiada y aún me falta el aire. Mi cabeza estuvo mucho tiempo trabada en la pelvis de mi madre. Padezco de un suspiro eterno. Es la disnea la que permite que yo palpe la vida segundo a segundo. Y en esos segundos hay preguntas, preguntas cuando aspiro, preguntas cuando espiro. Es un doble ejercicio: físico y mental. ¿Por qué todos invocan una rigurosa disciplina de respuestas, cuando el presente es un cataclismo de interrogantes?”, Zoé Valdés, La nada cotidiana

Antes de que yo naciera, en unas vacaciones familiares en la costa, mi hermano le salvó la vida a uno de mis primos. Él era un alma oscilante que solía distraerse con facilidad. En una zambullida con tablita, se distrajo hacia lo profundo del mar, y no pudo volver a salir. Se contaba en los cumpleaños, en las juntadas. ¿Se acuerdan? Mi hermano lo vio desde la orilla y se metió a sacarlo, lo salvó.
Desde entonces le tengo respeto al agua. Nunca entré al mar sin pensar que podía lastimarme si quisiera. Hice natación desde los cinco años hasta la adolescencia, nadaba bien. Me sentía poderosa en el agua, liviana. Cuando quise exigirme un poco más, comencé a ahogarme. Mi pediatra dijo que era un problema respiratorio que me iba a acompañar siempre. Dejé de nadar por un tiempo, luego se volvió permanente. Todavía no volví a sumergirme en una pileta atlética. ¿Cómo algo que me daba tanto valor se volvió mi principal pesadilla?
Antes de disparar con la cámara, después de fumarse un pucho y acercarse, Malena me dijo: mostrame qué haces cuando estás ansiosa. Busque agua inmediatamente, me metí en la ducha y me senté a esperar que me relajara el cuerpo tensionado. Ella encuentra en mí la desolación de luchar contra el cuerpo propio, sentir la angustia esparcirse por las venas y cerrar los ojos para concentrar la energía en atravesar esos minutos.
Busco la ansiedad en el recuerdo y la encuentro en la falta de aire, la sumida en el fondo, el bajar que no termina, lo oscuro del final de una idea. Pienso en agua entrándome por la garganta, por los oídos, por la nariz. Me quedo quieta, aturdida, las ideas vienen y van, comienzan las náuseas y los dolores de cabeza. La lógica se escabulle, quedan las horas vacías de sufrimiento silencioso debajo de las sábanas. ¿Cómo explicar algo tan interno a otra persona? ¿Cómo escaparle a las suposiciones instantáneas? Es estrés, ya se te pasa, tenes que pensar más positivamente. Tuve que educar a mi familia, mi pareja y amigos a la vez que me acostumbraba a la idea: la mente no es fácil de domar, no sirve reprimirla. Las preguntas son pistolas que no se desarman con agua, son compañeras del ahogo.

“Me he sentido el hijo de tus juegos, / del mundo que creabas y esperabas / como un tibio regalo de cumpleaños. / Y también de los sueños que nunca confesaste / para que nadie más sufriera por ellos.”, Roberto Juarroz, “Poema XIII” a su madre

Malena me cuenta sobre su mamá, su abuela y su bisabuela. Tres generaciones de mujeres que la marcaron como persona. Las que soportan, las que siguen adelante, las que guardan la memoria. No es casualidad que los mayores porcentajes de ansiedad y depresión correspondan a mujeres. Como mi mamá, las mujeres de Malena también asumen la ansiedad como parte de su vida, no la cuestionan. Encuentran sus secretos, recetas que las ayudan durante el día y la noche. En silencio, como un arte ancestral, guardan el cansancio y el estrés de los demás: cuidan.
Mi mamá es la persona más fuerte que conozco. También, la más sensible. Cuando yo no llegaba a los diez años, era común escucharla caminar por el departamento de noche a oscuras. Aún hasta hace poco tiempo, si pasabas la noche en la misma casa que ella, era corriente escucharla hervir agua para mate a las cuatro de la mañana. Yo la escuchaba porque tampoco dormía, me ocupaba el tiempo siguiendo sus movimientos desde el cuarto. Me sentía cercana a ella en esa coincidencia: las dos nos acostumbramos a no descansar juntas. No podíamos nombrarlo, así que lo ignorábamos por completo. Empezamos a tomar mate juntas cuando no podíamos pegar un ojo. Pasaron los años y se hizo rutina contarnos qué nos preocupaba. No eran tan distintas nuestras inquietudes, siempre rondaban la familia, la plata, el amor. Una misma desesperación y miedo por el futuro, una falta de valor interno, una responsabilidad aterrante. Hasta el día de hoy, su mano extendiéndome un mate es de las pocas cosas que logra arrancarme de un ataque de ansiedad. Algo en ese gesto me trae calma, me hace tocar la tierra con los pies. Si ella pudo, yo voy a poder. Mi mamá es mi hermano que me mira desde la orilla y me salva cuando me estoy ahogando.
A Malena los ataques de ansiedad la sorprendían cuando no lo esperaba. Sin embargo me dice, siempre me acompañó. Para ella, la ansiedad es caos, desesperación, un diálogo interno que nunca se detiene y a veces ensordece. Puro barullo contra el tímpano. Quiebra la cotidianeidad y petrifica, no permite dar un paso fuera. Es confusión pura, desorientación. ¿Cómo saber qué voz escuchar cuando todas se mezclan? Estudiar, trabajar, ser buena persona, respetar a tus padres, no caer en drogas, ser exitosa. Entre las voces, los mandatos heredados aprietan la experiencia. Sabemos qué debemos ser y qué no. Hasta nos cuestionan el deseo.
En esta foto Malena se mueve frente a la cámara que dejó programada.  Encuentro una mente distorsionada, un pasado y un futuro que colapsan en una mente hambrienta y joven, hasta llegar a la confusión absoluta que genera un ataque de ansiedad. Se nos quiere brindar respuestas por la lógica, pero el ansioso no sabe razonar, tiene demasiado miedo y dolor. ¿Y si esa locura que evitamos la producimos como miembros de esta sociedad apurada y esquiva? ¿Y si lo más racional es estar loco? Una sombra cadavérica atormenta esta foto, me confunde la sangre en las venas.

“Tengo miedo de esperar una vez más el próximo día, miedo de pasar sola ese cabo lúgubre que separa los días unos de otros.”, Marguerite Duras, La vida tranquila

A diferencia de Malena, la ansiedad me llega mientras estoy alerta. Veo venir la ola cuando baja el sol. Espero la noche con desconfianza. Me saca el sueño, me deja revolviendo un mismo recuerdo, un mismo error, un mismo deseo frustrado por horas hasta que el día aparece y vuelvo a respirar como siempre. Como una condena, por un tiempo no pensé que era evitable. Peor, pensaba que algo en mi accionar, en mis decisiones, podía cambiar esa pesadumbre que me visitaba por las noches y me dejaba sin energía. Por eso, cada vez que la ola volvía a formarse, no solo me angustiaba el remolino de agua agitando mi cabeza, sino la impotencia de no poder arreglarme en silencio, recluirme como un ave herida a mi cueva y salir una vez que haya resuelto mis “problemitas”, como alguna vez escuché a alguien nombrar mi insomnio. Entonces la pandemia me regaló el encierro. Los ataques se volvieron más largos, sostenidos. Me levantaba la mañana siguiente con dolores de cabeza, mal humor, falta de apetito. El cuerpo se resistía, y en el fondo de mi mente la pregunta más oscura avanzaba: ¿Será siempre así?
Hay tiempos mejores y tiempos peores, me decía mi mamá cuando me veía ansiosa, y me daba un mate. ¿Y si no hay tiempos mejores? Entonces los pensamientos se aplastan unos con otros, y la mente se dispersa hacia lugares recónditos, a posibilidades cada vez  más cortas, menos valiosas, descartables. Si el futuro es tan opaco, ¿vale la pena llegar a conocerlo?
Sin terapia, no podría haber entendido hasta dónde doler vale la pena para mí, y cómo organizar mi cabeza para no dejarla volverse en mi contra. En ese orden, Malena me cuenta de sus interminables listas y agendas. Su ansiedad la llevó a necesitar organizar su día a día para poder atravesarlo sin ataques ni angustias. Hasta un punto, la ayuda se necesita. Hasta otro punto quizás un poco más lejano, cada una encuentra qué le sirve, qué le falta, qué buscar y qué evitar para no sufrir más de lo que el cuerpo aguanta sobre el resto de los problemas cotidianos. Las listas no me funcionan al día de hoy como a Malena, pero me salvaron cuando la pandemia empezó. Pasar el día era un logro, dormir la recompensa. La ansiedad no se va, pero puede transformarse por momentos. Tener un sostén, un escudo, un pedazo de tierra en el que apoyar los pies antes de enfrentarse a la marea. Los sostenes cambian junto con nosotras, pero los reconocemos cuando los vemos, son nuestras armas.
Miro esta foto oscura, atrapante, desesperada. Siento en el cuerpo ese último estirón de sanidad que busca aferrarse a cualquier cosa. A esta foto la encontramos, para decirlo de alguna manera, o nos encontró a nosotras. La vi apuntar con la cámara, buscar ese sentimiento que producía esa mano aferrándose a la ventana como si no le quedaran más fuerzas. Ella pudo nombrar ese sentimiento antes que yo, su ojo pregunta detrás del visor. Cuando veo sus fotos, reconozco la búsqueda que yo emprendo desde la escritura: un silencio que explique el caos que inunda la mente del ansioso. Esta foto es una mano que busca en silencio, un pedazo de tristeza cotidiana, un fragmento de ahogo. Esto que escribo también lo es.

“Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos. / Su lágrima inmensa delira / y grita que algo se fue para siempre.”, Alejandra Pizarnik, “La noche”

La primera vez que fui a una psicóloga fue por insomnio. No puedo dormir, le dije sentada en la silla a un metro de distancia. Fue un mes antes de que empezara la pandemia. Era una ansiedad desenfrenada la que me mantenía despierta, pero todavía no lo sabía. Después de algunas sesiones, me recetó medicación para dormir. “Lo importante ahora es que duermas”, me dijo. A Malena le dijeron lo mismo.
Escribía poemas cortos durante esas horas en vela, a veces llenaba páginas enteras de mis cuadernos. Malena también escribe cuando se siente ansiosa. Es una actividad de locos, pienso. Sentarse a decir algo que no sabe todavía, que no se entiende. Quisimos volver a esas palabras desordenadas. Malena escribe en lápiz, en imprenta minúscula. Después agarra la cámara, con luz dibuja su caos. Yo tacho sin culpa sobre mi letra cursiva, porque es la forma más rápida de gastar la tinta. Me corrijo una y otra vez, me leo cuando no logro escribir. Nos parecen hermosas nuestras páginas ansiosas, a veces nos encontramos brillantes; no por el hallazgo literario, sino por la belleza de encontrar un sentimiento guardado, una noche sin dormir registrada, nombrada. Hay tanto que decir cuando no se tiene aire, recuerdos que se encaprichan con la mente. Buscamos dónde dejar el pasado sin acumularlo sobre el pecho, para no permitirle que nos ocupe el sueño.

“Los restos de almas humanas que / en otras épocas vivieron / suponen una zona / de pensamientos disfrazados. / La percepción de una mesa no es la mesa, / es práctica del ojo que no pregunta ya / y vive de los sueldos / que el desprecio pagó.”, Juan Gelman, “Ruidos”

Hablamos con Malena del futuro. Atamos con cuidado las palabras y los anhelos. Se complejizan las relaciones, se quiebran los órdenes, se busca un cambio que nunca satisface lo suficiente, la vida se acorta para los estándares correctos de felicidad y éxito. Nada nunca alcanza. El ahogo es más común que el respirar profundo. Lo sentimos en nuestros pulmones. No es solo este virus que nos acerca los límites. La historia se acumula, cada vez necesitamos saber más, el tiempo se pierde entre las obligaciones, y se ocupa con distracciones superficiales.
Pareciera haber causas muy claras, pero al momento de vivir el día a día las consignas se vuelven palabras pasajeras, luchas de moda, otra foto en Instagram para compartir y sentirse parte. Las búsquedas de liberación también hacen presión contra el pecho: hay que aceptarse, amarse, valorarse, cuidarse. ¡Hay que cuidarnos! Cambiamos un “que sigan bien” por un “sigan cuidándose”. ¿Pero hasta dónde llega el cuidado? ¿Qué es la salud en un contexto de pandemia? Si no aprendimos en este tiempo que nada pasa desapercibido por la mente, estamos condenados a no hacer pie nunca. En mi caso, la ansiedad ganó la partida por un tiempo. Podemos decir que seguimos en pie, aún con la vista nublada, pero con el acompañamiento que muchas personas cercanas no obtienen, y que cada vez se vuelve más costoso. Malena también es un acompañamiento, cada persona que se acerca y tiene la marca de la angustia pero sigue en pie es un acompañamiento. No decir es cosa de antes, de cuando le teníamos miedo a la locura. Si uso tan livianamente la palabra es porque entiendo que no es liviana, pero que no tiene que ser tan pesada como me enseñaron. Nosotras tenemos ansiedad, como muchas personas de diferentes edades sufren otras formas de locura. La ansiedad es una enfermedad explicable por mil razones en nuestra generación, lo cual no significa que por más común sea más sencilla de atravesar. La mente se enferma como el resto del cuerpo. Tiene momentos de mejor y peor salud. Pero lo importante es reconocerla como tal, dejar de enmascararla con afecciones caprichosas como demasiada sensibilidad, cobardía, debilidad. Es parte de nuestro tiempo y de nuestra experiencia, encontrar ayuda para atravesar la mejor vida posible es tan importante como tener una buena salud pública que nos salve de un accidente.
Malena y yo tenemos ansiedad. Tenemos una vida que construimos día a día como el resto de la gente, y lo hacemos a través de nuestras herramientas. Sin las fotos, Malena no hubiera podido descargar su energía y sus diálogos internos en una producción artística que la resignificara. Sin los autores y autoras que me acompañaron durante mi corta vida, no podría haberme enfrentado con mi mente. Les debo la sensación de saber y entender que el sufrimiento es parte de los años, pero nombrarlo es generar empatía. En mi caso, un conjunto de palabras que exprese, aunque seguro y siempre torpemente: no estamos solos.

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