Guillermo Saccomanno: “En este país no es muy fácil rajar de la realidad”

Si todo documento cultural es una crónica de la barbarie, como definió Walter Benjamin, entonces la literatura de Guillermo Saccomanno es un tránsito que nos permite conocer mejor las raíces de un país pleno de contradicciones y conflictos sociales nunca resueltos. De influencias culturales y discusiones cotidianas trata esta entrevista con uno de los escritores imprescindibles de nuestro tiempo. Lejos de poses y lugares comunes, Saccomanno dispara. En esta nueva entrega de Voces Desobedientes les compartimos una nota publicada en Revista Sudestada.

Por: Gustavo Grazioli

La voz potente da su asistencia y lleva hacia los caminos de un oficio que se construye a base de palabras y pensamiento. Transformar la vida, quitarle el velo a la mesura del lenguaje y arrancar de cuajo lo que sobra o se dice sin decir. La literatura de Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948), contiene todas estas herramientas necesarias para convocar una lectura que sobrepase los límites de la intención. Sus historias atravesadas por imágenes que no le temen a la derrota ni al dolor, se sumergen en un universo que transita el peso de vivir a contramano.

El autor de El oficinista, entre otros títulos, no comulga con las buenas intenciones de una escritura que solo busca contar historias. El peso de sus páginas adquiere una intensidad que convulsiona las zonas de confort y lo que se pretende tan sólo como una actividad para entretener –eso que llaman leer– adquiere cuestionamientos y debates con un afuera que, a veces para no confrontar, se reviste de posturas integradas para acallar los dilemas centrales de una vida que, como diría el Indio Solari, mata el tiempo a lo bobo. Saccomanno, además de escribir y recibir premios por esa tarea, es colaborador del suplemento Radar de Página/12. Allí desempolva lecturas de libros que no se suelen mencionar asiduamente en ningún suplemento cultural y desde esas reseñas subraya su tarea de lector activo, que atraviesa la primera y la segunda línea de una primera comprensión.

–¿Cómo definís a la literatura en tu vida?

–En lo personal, me cuesta pensar hoy en términos de literatura. Qué es la literatura. Todo y nada. Muchas veces, un afán de totalizar, el verosímil de un ideal fallido: reflejar la sociedad en que se vive. La novela, aún la que se pretende más social, responde a una pulsión subjetiva. Escribir es inscribirme, la intención de hacer una marca, estampar una huella. Cuál es el sentido de una novela. Y si la novela es, como planteaba Rodolfo Walsh, un género burgués, entonces qué. Perseguir una complicidad demagógica de los lectores, ese plural que viene del marketing. No hay lectores en abstracto: hay una lectura, hay un lector. Por tanto, escribo desde la interrogación y trato, a la manera Genet, de escribir contra mí mismo. Las contradicciones, me hago cargo. Entonces, me digo, prefiero pensar en la escritura, la tensión entre el cuerpo, la historia personal y la palabra. Me importa menos el libro que la hoja en blanco. Hablo del silencio, también. Ahí están el abismo, el desierto. Si me pongo blanchotiano, diré: una escritura del desastre.

–¿Cómo atraviesan los setenta en tu literatura?

–Uno escribe con su historia y desde su historia. Uno escribe con su cuerpo y desde su cuerpo. En esa medida creo que solo puedo escribir desde mi experiencia. Pero esto puede ser una trampa también, porque los setenta fue una época lo suficientemente convulsionada y ha dado gran cantidad de textos. Algunos muy importantes. Me resulta difícil hablar de los setenta. Yo soy de los setenta pero estoy parado en la historia presente. No me propongo deliberadamente volver a esa década. El primer cuento de mi último libro, Cuando temblamos, vuelve a hacer referencia clara a los setenta. Es el de la abuela que viaja armada. Pero ese cuento surgió. La verdad que no me propongo escribir sobre eso. No es deliberado. Me parece que las marcas a veces pasan por otros lados. Uno tiene una historia política que lo impregna y la historia de un país. En este país no es muy fácil rajar de la realidad. De todas maneras no quiere decir que me considere un escritor realista, aunque esté etiquetado ahí. El oficinista, por ejemplo, no es precisamente una novela realista, va por el lado de la distopía.

–A los setenta los pensaba como materia prima política de tus textos…

–Los setenta es un lugar común, un facilismo para englobar “progresistas” de extracción diversa. Deploro que me consideren “progresista”. En los setenta, hay que precisar, ser considerado “progresista” era un insulto. Implicaba, entre otras cosas, una consonancia con el Partido Comunista, su reformismo. El PC, ese partido que tenía bastante de club de bienpensantes de clase media. En los setenta, hay que distinguir, se estaba a favor o en contra de la lucha armada, toda una elección. La lucha revolucionaria podía significar una militancia estudiantil, sindical, intelectual o las armas. Desde entonces al presente hay miradas que analizan y cuestionan el período y la elección de la violencia como vía revolucionaria. Los setenta no significan un paraguas, las generalizaciones encubren contradicciones. En este punto, no se puede eludir la polémica que desató el insular Oscar Del Barco (“No matar”). Las generalizaciones, insisto, nublan.

–Parecen seguir las generalizaciones y las contradicciones en lo que resuena “progresista”

–Mi visión de la realidad es bastante sombría. Hace poco vi el discurso completo de Lula y es conmovedor. También fue conmovedor el último discurso de Cristina desde afuera de la Casa Rosada, pero con los discursos del populismo no hacemos nada porque las medidas no se han llevado a fondo. Con la emoción no hacemos nada. El discurso te emociona, pero sin ir más lejos, y a partir de la cuestión del Ni una menos y la discusión del aborto, Cristina se opuso al aborto. La situación que estamos viviendo en América Latina no es gratuita ni es casual.

–¿De qué forma creés que incide el panorama político que describís en tu literatura?

–Tengo que ver como escribo dentro un contexto convulsivo. Es muy difícil apartarse. La escritura no es un hecho aislado de la realidad. Por eso no podría decir que para mí fueron fundantes los setenta. Son fundantes los setenta como fueron los sesenta. Cuando tenía 15 años empecé a trabajar de mandadero en una agencia de publicidad y descubrí la Buenos Aires del Di Tella, los grupos de plástica. Todo lo que se venía en aquel momento. Ahí descubrí la calle, la política, la militancia, que ya venía por historia familiar porque mi viejo fue gremialista y perseguido. La historia es una cuestión en movimiento que está ahí y uno, muchas veces, se ve arrastrado y, otras veces, intenta poner una pata en el freno para la lectura y la comprensión.

–¿A esta altura se podría describir al peronismo como ese hecho maldito que describió John William Cooke?

–Para mí no es un hecho maldito, aunque sí lo sería si uno en cierto sentido lo mira desde la perspectiva de Cooke. Este es un país profundamente gorila, reaccionario, fascista y con una clase media colaboracionista en todos los sentidos. No nos engañemos. Las marchas de los últimos tiempos fueron muy importantes pero no se mueve un país, se mueven sectores que son siempre los mismos, se mueven los sectores tal vez más críticos del peronismo o más insurgentes y se mueve la izquierda, que como de costumbre está atomizada. Si tengo que contestar dónde me paro, digo en la contradicción. O en un lugar independiente entre comillas. Viñas sostenía que los intelectuales deben ser independientes porque si no te perdés la posibilidad de ejercer un pensamiento crítico.

–¿Desde qué autores hacés una lectura política de la literatura argentina?

–La literatura argentina, entre otros, la leo desde Viñas y la realidad argentina la leo desde otros puntos. Me gusta leerla desde Oscar del Barco, Eduardo Grüner, Horacio González y José Pablo Feinmann. Ahí hay cuatro miradas y muchas de ellas son antagónicas, pero en ese antagonismo puedo encontrar subrayados que me importan. Por otro lado me encuentro en una situación en la que estoy a punto de cumplir setenta. Miro a mí alrededor y digo: Abelardo Castillo ya no está, Andrés Rivera ya no está, Eduardo Belgrano Rawson hace mucho que no pública. Quedo en una línea que está más atrás, donde podría estar Juan Sasturain.

–Te lleva a cuestionar tu escritura y la tarea con el lenguaje…

–Todos los días me planteo más sobre mi escritura. Desde Página/12 o más bien desde Radar trato de escribir más sobre poesía. En esa medida me puse a pensar la poesía desde la filosofía. La relación que hay. Donde la palabra tiene un valor de disparador mucho más poderoso. Rompe todo, astilla, esquirla y tiene su conexión con la poesía. Estoy con unos ensayos de Jacques Derrida al respecto. La tarea con el lenguaje es lo que me preocupa cada vez más. Ver cómo se reformula la realidad y qué se escribe hoy. Daría la impresión que bajo el imperio de la crónica todo el mundo hace crónica, pero no es lo mismo la crónica parándose desde el lugar de Walsh y la crónica hoy. Se cuenta y no se cuenta lo mismo que está en los medios. Prima la figura del impacto, del escándalo, etc. Y no está eso que había en Walsh. Cuando nos referimos al autor de Operación Masacre, hablamos de un modelo de escritor donde se lo tiene muy puesto en la crónica y eso es de una miopía absoluta. Si se toman dos cuentos como “Cartas y fotos” operan en sincro con Puig. Desde el manejo de los materiales, el procedimiento, el corte, el trabajar con pedazos de texto. No deja una libre.

–¿En qué libro tuyo sentís que podrían estar esas operaciones?

–El libro que escribí con Fernanda García Lao. Primero hay una crítica por debajo a lo que se considera la noción de autor o sello de autor. Somos dos y llegó un momento que en los textos que nos íbamos mandando y nuestra manera de trabajar fusionaron las voces. Nos pasó en Planeta con nuestra editora cuando nos preguntaba o intuía qué parte podía llegar a ser de cada uno. Ahí se destruye la noción de propiedad de estilo. Este es un gesto de los setenta. Más allá de que este libro se lo pensó como un libro de coger, libertino. Trabajaba con distintos referentes literarios. Desde la picaresca a Fanny Hill o la literatura maldita. Este libro empezó a convertirse en material de estudio de algunas carreras de letras. Nos llegan investigaciones de Estados Unidos o Francia por la cuestión queer, por ejemplo. Esto es una cosa política del lenguaje

–El libro que antes pudo haber trabajado de manera similar es Un maestro. Ahí recuperas la voz del “Nano” Balbo, fusionada con la tuya, para narrar lo que habían soñado ser.

–Es uno de los libros que más quiero. Fue una experiencia curiosa. Me encontré con un viejo compañero que daba por desaparecido, a través de una feria del libro en San Martín de los Andes donde estaban los obreros de Zanón, que habían hecho unas baldosas con la cara de Fuentealba y un maestro se me acerca y me dice que este compañero que daba por desaparecido me mandaba saludos. “Te manda saludos el ‘Nano’ Balbo”. Le pedí el teléfono y me dijo que no podía llamarlo porque había quedado sordo por la tortura. Le pedí el mail. Cuando le escribo, lo invito a encontrarnos para tener una relación en el punto donde la dejamos. Con los valores y las ideas que sustentábamos entonces. La CTA financió mis pasajes para que pudiera tener estos encuentros con él en Neuquén. “Vos tenés que escribir tu historia”, le dije y me contestó: “acá el que escribe sos vos. Yo cuento, vos escribís”. Así surgió Un Maestro, que en principio lo iba a sacar la CTA, pero después por un problema administrativo no lo sacaron y salió por Planeta. El libro poco a poco fue avanzando y ahora no sé qué cantidad de ediciones pocket va. El libro circula en fotocopias y por la web.

–¿En qué libro pensaste para trabajar esta historia?

–El modelo para ese libro fue Biografía de un cimarrón del escritor cubano Miguel Barnet. Es la historia de un antropólogo que recoge la historia de un minero que fue esclavo. Va desde la época de José Martí hasta Sierra Maestra. Es un libro que podríamos pensarlo como mi pertenencia a los setenta. Aunque no me defino como un escritor de los setenta. Si algo he aspirado con mi literatura es evitar la bajada de línea porque ya se sabe cuáles son los riesgos de ese tipo de literatura. Mis preocupaciones van por otro lado. Lo que más me preocupa es qué leemos en lo que leemos y cómo lo leemos. Eso hay que trabajar. No sé si lo logro, pero ahí busco referenciar algo. Todo eso tiene que ver con la escritura y no con lo político explícito, aunque sea político. El lenguaje es político.

–En referencia a la literatura ¿Qué autores podrías destacar de lo que se está produciendo en la actualidad?

–No se puede hablar de la literatura que se produce ahora si no se habla de dos fenómenos. Uno de ellos tiene que ver con el campo de la producción editorial y el otro, dentro de esto, son las consideradas editoriales independientes. Nadie está afuera de la cultura de plusvalía. Ni Random House ni la editorial independiente más chica que pretende ser la de mayor vanguardia. Si es cierto que las editoriales independientes están generando una tensión que me parece positiva. Al venir de la dictadura militar, con un silencio impuesto, ver tantas voces me parece extraordinario.
De todas esas me interesan la de Hernán Ronsino, Félix Bruzzone, mucho, Samanta Schweblin y Fernanda García Lao.

–Las editoriales independientes vienen forzando un cambio de circuito…

–Creo que habría que semiotizar todo esto y ver qué pasa con las editoriales chicas que obligan a un cambio de look. Como que tunean la nueva literatura argentina. Digo esto sin dejar de pensar que también estamos muy prisioneros de la pavada, pero eso me parece que sucede porque no hay crítica. Los suplementos le dan más manija a autores que son afines al mismo o por relaciones internas, camarilla o lo que fuera. En este momento no puedo decir que haya un pensamiento crítico en la literatura argentina o que haya polémica. Que haya discusión acerca de lo que se está escribiendo y de lo que no se está escribiendo.

–¿Por qué creés que se sucede esa ausencia de crítica?

–Resistir en el campo nuestro es trabajar en el terreno del lenguaje. Entrar a hurgar. Darse cuenta que estamos en un momento de crisis de representación muy fuerte. No te representa ninguno de los políticos que está en el Congreso. Derrida, que no esquiva el bulto de lo político, en un reportaje decía que los políticos tendrían que hacer autoanálisis. Anda a pedirle a cualquiera de estos hijos de puta que haga autoanálisis. No saben leer, no saben escribir, no saben hablar. Los ves y son un papelón. Esos no me representan. Los medios no me representan. Cuando leo literatura digo: está bien, hemos avanzado de Stendhal y Flaubert hasta acá. No podemos pedir que la novela sea un espejo en movimiento como decía Stendhal ni podemos pretender, aunque tal vez estamos más cerca, de Flaubert y esa cosa de Madame Bouvary soy yo. Esa cosa de me confundo con mi personaje o yo soy el cuerpo de mi texto. Ahí te preguntás también qué literatura te representa.

–Parece difícil salirse de los siglos pasados…

–Se publica mucho y se escribe mucho, pero eso no quiere decir que se escriba bien. Hay que ver que irrupción o que incidencia tienen en la realidad. Se supone que uno escribe cuando está insatisfecho y disconforme. Nadie escribe desde un estado de felicidad. Se escribe para incomodar, para aullar y por el placer de contar una historia. Como decía Salinger: la historia que te voy a contar te va a encender todas las estrellas. Uno escribe para eso, pero también tiene que producir otra cosa. Me resisto a los libros que tienen una escritura normalizada, domesticada. Para eso me quedo en el siglo xix y la paso bomba. Todos los años me leo un Dostoievski. Debo estar con Los hermanos Karamazov por cuarta o quinta vez en mi vida. Tiene un poder de cuestionamiento y de trabajo con la angustia, la desesperación, lo social y lo individual. Si el infierno es uno o el infierno son los otros.

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