Jazz y racismo #1. Esa fruta extraña

Mientras el clima de protesta racial en Estados Unidos se convulsiona otra vez, más vigente que nunca se vuelven estas historias vinculadas a la resistencia contra la segregación protagonizadas por grandes del jazz. Un conflicto con siglos de fermentación, que derivó en la irrupción de genios de la música como Billie Holiday, John Coltrane, Charles Mingus, Nina Simone y otros, que mixturaron su arte con la necesidad de expresar su repudio contra una sociedad enferma de discriminación. En tiempos de Malcolm X, Klu Klux Klan y Panteras Negras, un repaso jazzero a través de canciones y artistas que dejaron su huella en una lucha que sigue viva. Primera entrega de la serie Jazz y racismo para Sudestada.

Por Hugo Montero

“Cuando un músico negro toma su instrumento y empieza a soplar, improvisa, crea; sale de su interior. Es su alma. El jazz es el único espacio de Estados Unidos en el que el hombre negro puede crear libremente”
Malcolm X, 1964

Las luces se apagan. Los mozos dejan de atender las mesas y se acomodan en un rincón. Todo está preparado. Sobre el escenario, apenas una luz seguidora. Y ella apoyada contra el piano, con los ojos cerrados. Todo es silencio cuando se escuchan los primeros acordes. El piano empieza, la trompeta lo sigue. La canción, solo tres minutos. La voz de Billie Holiday, que irrumpe con una belleza conmovedora: “De los árboles del sur brota una fruta extraña/ Sangre en las hojas y sangre en la raíz/ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña/ Extraña fruta cuelga de los álamos/ Escena pastoral del gallardo sur/ Los ojos saltones y la boca torcida/ Aroma a magnolias, dulce y fresco/ y el repentino olor a carne quemada/ Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos/ Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire,/ para que el sol la pudra, para que el árbol la deje caer/ Aquí hay una extraña y amarga cosecha”.

Cuando la voz de Holiday se apaga, el Café Society neoyorquino queda a oscuras. Nadie aplaude. Las luces regresan al rato, pero ella no está en el escenario. Los parroquianos, blancos casi todos, se miran entre sí sin terminan de comprender qué deben hacer. Algunos, por convención, aplauden aquella magnífica interpretación. “Fruta extraña” es el nombre de esa canción terrible y hermosa. Quizá ninguno de los presentes haya participado de un linchamiento, pero seguro que vieron la imagen de un negro ahorcado en un álamo, o quemado por la rabia enferma y racista de una turba enardecida. La imagen los conmueve, pero la situación los incomoda. Ese es el efecto que persigue la cantante con toda aquella puesta en escena, con esa canción, con esa imagen de un negro ahorcado meciéndose en brazos de la brisa del sur. Que los espectadores queden desnudos ante sus miserias, como con justeza definía Mal Waldron, el pianista que acompañó a la cantante en sus últimos años: “Era como si embarrara la nariz de la gente con su propia mierda”.

¿Puede una canción –y una hermosa voz– condensar en apenas tres minutos una historia de esclavitud, una vida de racismo y persecución, una identidad marcada por el odio y la rabia contenida? ¿Puede una melodía explicar mejor que cien libros de historia el pasado de un país enfermo de racismo, o describir mejor que un centenar de ensayos académicos lo que significa respirar la segregación, padecer el apartheid, soportar la sinrazón del blanco opresor y esclavista, rebelarse contra todo aquello y resistir? ¿Puede la belleza de un tema asumirse como subversiva, sembrar conciencias, despertar dignidades, abrir una ventana cerrada por tanta tristeza? La respuesta a estas peguntas es sencilla: la más poderosa y bella canción de protesta que jamás se haya escrito (y cantado) en la historia, “Strange Fruit”, en la voz de Billie Holiday, puede lograrlo. Samuel Grafton, columnista del New York Post, apenas escuchó aquella interpretación, anotó: “Si la ira de los explotados del sur nunca ha sido escuchada, ahora tienen su Marsellesa”.

Billie Holiday tenía solo 23 años cuando cantó por primera vez “Strange Fruit”, pero su juventud no le impedía conocer en profundidad el verdadero rostro del racismo, y asumir a conciencia los riesgos que significaba interpretarla ante auditorios compuestos por blancos. Vetada de algunos locales por su color de piel, insultada por algunos espectadores apenas se anunciaba su show, Billie no olvidaría nunca cuando su padre enfermó de neumonía: lo dejaron morir, abandonado en la puerta de un hospital de Dallas que no atendía a negros. Por todo eso, cantar esa canción la dejaba expuesta: se sentía a flor de piel, y muchas veces abandonaba el escenario descompuesta, estremecida por aquella melodía. “Siempre me pasa lo mismo. Cantarla me afecta, me deja sin fuerzas”, confesó una vez.

Los años pasaron, la heroína hizo estragos en la frágil salud de Billie, que visitó la cárcel por su adicción (cuando murió a causa de una cirrosis, tenía 44 años y purgaba un arresto domiciliario), pero pese a su derrumbe personal nunca resignó interpretar a esa “Fruta extraña” al final de cada show. Como un código secreto que solo ella comprendía, un hilo invisible la ataba a aquella canción. Cuando un periodista le preguntó con tono piadoso qué estaba haciendo con su vida, ella respondía con ironía: “¿Sabés una cosa?, aún sigo siendo una negra”.

Si bien “Strange Fruit” se volvió un símbolo en poco tiempo, no fueron fáciles las negociaciones con Columbia para grabarla en estudio, hasta que finalmente la disquera accedió a registrar la canción pero en uno de sus sellos satélite, Commodore Records. Tampoco las radios aceptaron pasarla al aire, y algunos empresarios pusieron como condición quitar el tema del repertorio para cerrar sus contratos. Pero Billie no aceptaba limitaciones, y seguía cantándola por una poderosa razón: “Todavía me deprime cada vez que la canto porque me recuerda la forma en que murió papá. Pero tengo que seguir cantándola, no solo porque me la piden, sino porque veinte años después de su muerte, las cosas que mataron a papá siguen ocurriendo en el sur”.

Amarga cosecha

Curiosamente, quien describe la terrible escena en la letra de “Fruta extraña”, tan típica del sur estadounidense (un ahorcado de un árbol, mecido por el viento) no es un negro. Se llama Abel Meerepol y las tiene (casi) todas en contra: es judío, poeta, maestro de escuela y comunista. En 1933, publica el poema en la revista marxista The New Masses, y luego lo convertirá en canción que la cantante negra Laura Duncan interpretará por primera vez durante un festival anti-fascista de 1937 en el Madison Square Garden, a beneficio de los soldados republicanos que luchaban en la Guerra Civil española. El poema está basado en un episodio concreto, en una imagen que impresionó a Meerepol: la foto de Thomas Shipp y Abram Smith, ahorcados en un árbol de Marion, Indiana, después de un linchamiento. La noche del 7 de agosto de 1930, una muchedumbre entra a la cárcel y, ayudados por el sheriff y sus hombres, arranca a los dos negros (acusados de robo y asesinato) de su celda para apalearlos y colgarlos. El reportero del pueblo, Lawrence Beitler, toma una foto de los cuerpos colgados. Una foto que después venderá como postales a los orgullosos participantes de tan cívico acto. En la imagen, si uno mira en detalle y logra apartar por un segundo la triste estampa de Thomas y de Abram ahorcados, con la ropa hecha jirones, golpeados y descalzos, lo que llama la atención es otra cosa: impresiona el rostro de los linchadores blancos. Hombres, mujeres, viejos y jóvenes, miran a cámara. Sonríen. Es de noche y algunos señalan con el dedo a sus víctimas, con un orgullo inocultable. Miren lo que hicimos, miren lo que somos, parecen susurrar en esa foto. Hay un tipo fumando pipa, otro un habano, hay varios peinados a la gomina, vestidos con impecable camisa blanca. Algunas chicas tienen en sus manos ramas del árbol donde se balancean los dos negros. Sin dudas, un recuerdo de aquella noche. Parecen satisfechos.

Un tercer presidiario, James Cameron, de 16 años, logra escapar de la turba por un milagro: un alma piadosa grita que el joven nada tiene que ver con la acusación policial y los linchadores dan por saciada su sed de sangre cuando los cuerpos de los otros dos negros ya cuelgan del árbol. Muchos años después, Cameron funda el Museo Americano del Holocausto Negro, dedicado a la memoria de los linchamientos de negros en su país. El trabajo de Cameron permitió primero definir que 4.749 personas fueron linchadas entre 1882 y 1968 (la enorme mayoría, negros), y hasta exigir que el parlamento norteamericano reconociera que entre 1890 y 1952, siete presidentes presentaron ante el Congreso propuestas para ilegalizar los linchamientos. Una decena de proyectos de este tipo fueron rechazados, una y otra vez, por representantes del Senado debido a la inconfundible obstrucción de los parlamentarios sureños. En junio de 2005, el Senado difundió un comunicado donde se excusaba por ese comportamiento histórico. La respuesta del veterano Cameron entonces con 91 años y después de escuchar el informe, fue lapidaria: “llega con cien años de retraso”. No tan curiosamente, la institución de Cameron debió cerrar sus puertas en 2008 por falta de fondos.

“Strange Fruit” fue versionada por otros grandes cantantes, como Nina Simone, Diana Ross y hasta Sting, pero la versión más lograda quizá haya sido la del blusero Josh White, quien la grabó en 1942. Para White, la letra del tema no le era para nada ajena: cuando apenas era un niño, vio como su padre era golpeado por la policía, que pretendía darle una lección a un barrio negro y rebelde. Su padre jamás pudo recuperarse de la paliza y murió nueve años después, internado en un instituto mental. La vida de White siguió como lazarillo del músico ciego ambulante “Big Man” Arnold, de quien adquirió los secretos de la guitarra y también avanzó políticamente, tomando conciencia de la segregación racial, hasta sumarse al Partido Comunista Americano para intentar cambiar esa realidad. En una de sus giras, Josh zafó por poco de ser linchado cuando lo apresaron al confundirlo con un fugitivo. Pero el suceso de su música no le permitió eludir una condena a muerte del Ku Klux Klan, que incendió su casa y lo obligó a suspender algunos conciertos, ni tampoco le evitó problemas con la Comisión McCarthy, que prohibió sus canciones en la radio y logró que las discográficas más poderosas no lo contrataran.

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