Durante el primer encuentro artístico, en la Ciudad de Chivilcoy donde se llevó adelante el Festival Flich, el escritor Juan Solá dio la apertura con palabras vinculadas al contexto que nos atraviesa y el lugar que ocupa la poesía en este camino de recuperación de la ternura desde los versos y la palabra.
Por Juan Solá
No hay congreso literario, feria, encuentro del libro, donde autores y autoras y editores y editoras y correctoras y amadores construyamos discursos elogiando las infinitas formas que tiene la literatura de construir un mundo mejor, más habitable, más amable. Decimos del libro y en ese decir, ejercitamos el apego a la romántica idea de la poesía como mesías, el objeto-libro como tótem, la escritura como don y la lectura como escape. Somos capaces de construir desde el discurso los más ingeniosos fragmentos para describir esta experiencia, que ha sabido cuidarnos, como un dedal, de los filos traicioneros de las agujas con las que la realidad se va pespunteando.
Comprendemos el potencial de la poesía como lenguaje en sí mismo para resignificar la experiencia a partir de las palabras, la música, las imágenes, y nos empeñamos en ofrecer explicaciones para un mundo que cada vez está más cerca del colapso. ¿Puede haber poesía en la extinción? Porque si bien quienes hacemos arte sabemos de la capacidad de las palabras para ablandar la hostilidad, del potencial del verso de parir un nuevo mundo, lo cierto es que ningún poema le ha quitado la sed a la humanidad. Mientras la extinción sigue su acelerada marcha sostenida en la complicidad humana, el arte y sus secuaces atravesamos la urgencia de dilucidar nuestro papel frente a la certeza del colapso, aprender a reconocer los verdaderos motivos por los cuales la poesía nos visita cada medianoche, razones que probablemente no tendrán que ver tanto con la exaltación del ego como con la urgencia de recuperar la ternura.
El adultocentrismo ha sabido con ferocidad apropiarse y convertirse en ente dosificador de todos los recursos con los que cuales han contado desde siempre las niñeces para poder aproximarse al mundo, intentar explicarlo, comprenderlo. La ternura, el asombro, la curiosidad: llega un momento en que todo esto empieza a evaporarse, a pulverizarse, a caer en manos de administradores de emociones que comprenden más de administrar que de emociones, y propician el desprendimiento de los sentires del cuerpo-infancia en aras de la mecanización de la experiencia humana, fundada en los conceptos de orden, obediencia y opresión. La estructura es la excusa para convertir un cuerpo en una pieza, un engranaje, y exigirle desde la ficción de la libertad una posición precisa en la máquina de matar mentes que es este mundo.
Creo firmemente que las infancias necesitan su propia revolución, una que les permita recuperar esa voz que la etimología propia del término les ha arrebatado. Como adultos y adultas, nos toca acompañar desde la complicidad este proceso de reapropiación, ofreciendo el mundo como una posibilidad sobre la cual edificar las propias certezas, ya no como el inexorable destino-jaula que arrebuja los escombros de las niñeces que supimos ser. La ternura se constituirá como el lenguaje de los que depositamos nuestra fe en las futuras generaciones y no es sino a través de ellas que podremos asegurar que este árbol pueda ofrecerle sombra en el peor de los veranos a quienes habitamos la tierra. Al fin de cuentas, la fe es una semilla que sueña que tiene ramas.
La verdad no es otra cosa que un montón de ficción organizada, un juego en el que una poderosa minoría posee las herramientas y los recursos para edificar lo que entendemos como cierto desde su propia interpretación del mundo y respondiendo a intereses no comunitarios. Los medios de comunicación deben empezar a entenderse ya no más desde la perspectiva del Grand Robert, que entiende a la comunicación como transmisión, sino como grandes empresas de la producción del sentido. ¿Puede la poesía cuestionar el sentido que ofrecen quienes utilizan la palabra para defender estos intereses privados? Sí, puede, y hasta me atrevo a decir que se constituye como el único deber verdadero dentro de una lógica de obligaciones ficticias. La poesía que no invita a cuestionar la mecánica opresiva del mundo es apenas la excusa decorativa de quienes elogian avatares de belleza irreflexiva. El arte que nada cuestiona acaba siendo el pilar fundacional del entretenimiento que barre con cualquier interpretación crítica del tiempo y el mundo. En un mundo de cara al colapso, entretener sin cuestionar es ofrecerse a custodiar la llave de la celda en la que estamos encerrados.
Es menester reflexionar sobre la función social del arte. Es urgente dejar de exaltar egos y empezar a proteger y promover ideas. Recuperar la ternura como puente, la curiosidad como constante, la sorpresa como destino posible. Dejar de creer que tenemos respuestas y empezar a hacer dudar. Configurar discursos donde el arte sea pensado como herramienta, no más como privilegio o como garantía providencial de sectores empresariales. Ningún poema alcanza para hacer llorar un río que se ha secado, pero a lo mejor siembra una duda en el corazón de quienes comprendemos que ningún arte es posible sin planeta tierra. La soledad se parece demasiado a un montón de señoras sentadas en primera fila, aplaudiendo los poemas que escribís para pedir ayuda.
El éxito dependerá de nuestra capacidad para demostrar que toda expresión del arte es política, que los y las artistas somos actores políticos capaces de asumir un compromiso real con las infancias que heredarán este mundo, con las niñeces que, al fin de cuentas, heredarán nuestros poemas. El compromiso es con las infancias, no con la poesía. La poesía se salva sola. Volteemos los ojos a la tierra que se incendia, a los humedales que se extinguen, al río que se evapora, a los montes que se vuelven páramo por la codicia de una sociedad inconformista, consumista y pesimista. Si me preguntan a mí, diría que esta es la verdadera misión del arte. El arte es un lente que le permite a los que tienen conocer la miseria, y a los miserables conocer la justicia.