La Garita

Llueve. Todo el día llovió. Está sentado con el termo y el mate en la garita. Es lo que se ve: la silueta de un hombre grande, un poco encorvado. La cara iluminada por el reflejo azul y frio de una pantalla. A algunos metros de la garita hay tres perros. Están mojados, pero soportan la lluvia con estoicismo animal. Se le apaga la cara al tipo, se habrá quedado sin batería. Se endereza un poco, mira. Los perros. La casa vacía. La lluvia, que adentro de la garita debe ser atronadora y afuera es grave, atravesada de viento y de ramas que crujen. El mar esta atrás de los médanos, pero se funde con la lluvia y es como si no estuviera. Lo que esta es el tipo en la garita y los perros mojados y la casa enorme atrás. Se prende una luz azul cerca del termo, será el teléfono. El vigilante maniobra en el espacio escueto. Sale con un piloto de plástico encima. Los perros se paran torpes, ha de pesarles el pelo empapado, y se alejan un poco más del tipo que mea. Sube vapor del chorro largo y lento. Uno de los perros se le acerca. Lo patea con fuerza. Se cae el perro. Le pega otra vez. El animal vuelve a alejarse, gimiendo y rengo, llega a donde están los otros. Prende la lamparita, apoya una bolsa de nylon cerca de la ventana, la abre y saca un tupper. Come con la mirada fija en el teléfono. Dos de los perros se acercan a la garita. Esperan. El vigilante gira la cabeza hacia ellos y vuelve a la luz azul. Pasa una hora o pasan dos. Casi no se mueve hasta que arroja los restos afuera. Los animales comen y, ahora si, van a guarecerse con el rengo abajo de unos arbustos. El teléfono se apaga. No juega más, si es que estaba jugando. Parece dormido, quieto en la silla de plástico blanca, con una frazada tapándole el pecho. Parece inerme también, convencido de su soledad. O confiado en los perros. Pero le fallan, no ladran: se arrojan sobre la carne que les cae como la lluvia y lamen las manos de la mujer que obro el milagro. Sabe, ella, cómo sigue la rutina del tipo. Poco después del amanecer llega su reemplazo y se va. Los perros festejan el cambio de personal con saltitos. Camina tres kilómetros hasta el rancho que habita. Vive solo, con un televisor, dos sillas, una mesa, un catre, algunas armas y varias botellas vacías. Whisky toma. Lo sabe, la mujer, porque recuerda el aliento del tipo en la nuca. La visitaba en llamas, después de sus horas de parrilla, y le contaba sus proezas. Era un bocón, decían sus compañeros, y supo que por eso mismo le soltaron la mano hace poco. Cuando llega al rancho, más o menos a las ocho de la mañana, toma algunos tragos del pico y después se acuesta. Se levanta a la tarde. Come algo, se toma el primer whisky. Pasa por el bar. En el pueblo le conocen otro nombre. Y otra historia: que su mujer y su hijo murieron en un accidente y él tuvo problemas con el alcohol. Algunos suman y concluyen que manejaba el tipo, creen entender su mutismo y lo dejan en paz. Después del café, express, bien cargado, camina de vuelta al country. Cuando lo ven, los perros bajan las orejas, meten la cola entre las patas y tratan de irse atrás del otro vigilante, que los ahuyenta.
Hoy ya pasó todo eso. Este es el momento del desmayo. Ronca el tipo, se lo escucha aún bajo la lluvia. Ella se acerca. Tiene un arma en la mano. Lo empuja con el caño. El tipo se cae, queda desparramado en la garita. El termo se rompe y lo baña de whisky y vidrio finito y plateado. Se está mojando ella, lo mira un rato desde afuera y desde arriba. Se va. Y deja que los perros la sigan.

Un cuento de Gabriela Cabezón Cámara. Encontrá sus libros haciendo clic acá.

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