El 22 de octubre de 1907 la represión policial se llevó las quince primaveras con que contaba Miguelito Pepe, el pibe del conventillo. De Ramón Falcón a Sergio Berni y Patricia Bullrich, una centenaria pasión por reprimir. Un recorrido veloz desde la huelga de inquilinos de 1907 hasta hoy.
Por Carlos Álvarez
El reciente desalojo del Barrio 31, de más de cien familias del asentamiento “La fuerza de las mujeres”, remite a los que tuvieron lugar en Guernica hace exactamente un año, bajo la sádica sonrisa de los policías que sin reparo ni tapujos gozaban ante su nefasta hazaña. Al mando, Sergio Berni, macho, blanco y violento, listo para las cámaras. Más próximo aún queda el recuerdo de los uniformados al trote cual legión romana cantando de forma amedrentadora contra lxs piqueterxs en Chubut, haciendo alarde de su indigna cruzada contra la pobreza, criminalizando la protesta popular y defendiendo los intereses corporativos de los sectores concentrados de la economía.
La historia reciente de nuestro país, con sobrados motivos, hace que la represión y la violencia institucional aparezcan en el sentido común como un proceso nacido difusamente en los años 60 y 70 del pasado siglo. Sin dudas que las experiencias traumáticas de las diversas dictaduras militares hacen evidente que en aquellas décadas nació una forma de violencia y represión sistemática de una escala e intensidad nunca antes experimentada. Sin embargo, la historia de esa mueca de sadismo y goce de las fuerzas represivas ante la acción violenta cuenta con muchos años más, tantos como la historia nacional entera. De todas las formas de represión, una fue particularmente constante: la represión al movimiento obrero y a la protesta social.
Un día como hoy, 22 de octubre pero de 1907, en pleno fulgor de una huelga de inquilinxs que llevaba casi dos meses y que duraría unos cuantos más, la policía al mando del tristemente célebre Coronel Ramón Lorenzo Falcón reprimió brutalmente, como de costumbre, desde que comenzaron los desalojos de lxs inquilinxs en huelga.
Sin embargo, aquel día comenzó con el asesinato de Miguelito Pepe, un joven anarquista y morador de uno de los miles de conventillos alzados en lucha, que con tan solo unos 15 años de edad se había transformado en uno de los oradores y agitadores más diestros en la lucha. De ardoroso corazón e incendiaria palabra este pibe agrupaba a centenas de obrerxs e inquilinxs para explicarles por qué la lucha era justa y por qué debían sostener la huelga aunque la policía los reprimiera.
Aquella huelga, signada por su masividad, su condición plebeya, popular y barrial, estuvo teñida de valentía por parte de jóvenes y mujeres, que no sólo irrumpían para mostrarle a las autoridades y a los propietarios usureros que estaban allí, sino también a la historia, demostrando que no siempre llevaba barba el sujeto revolucionario. Miguelito no llegó a tenerla, pues aquel día un pedazo de plomo santificado por el Coronel más sanguinario de entonces dio muerte al orador más valiente y joven de la barriada, justo en la cabeza, ahí donde habitaban las armas más temidas por las autoridades: las ideas.
No es que aquella represión fuera la primera. El martirologio del movimiento obrero y popular comenzó también en octubre, pero de 1901, en la Refinería Argentina de Azúcar de Rosario, la empresa más grande del país por entonces. Allí, como con Miguelito, sería un cobarde tiro en la cabeza el acabara con Cosme Budislavich, un joven obrero austríaco que huía de la represión ordenada por Octavio Grandoli, Jefe Político de Rosario. Desde entonces el plomo comenzó a completar aquello que la macana y el sable no podían. Creció de forma logarítmica la presencia de la represión violenta por parte de la policía al servicio de los intereses de las élites, que horrorizadas por la dimensión no deseada de su Frankestein del progreso, daban orden de matar ante la menor sospecha de riesgo para sus bolsillos. Así, cada primero de mayo, la familia obrera que recordaba a los Mártires de Chicago, sabía que aquella bandera cobraba más sentido que nunca, ya que en cualquier momento podía sumarse a la lista de caídos.
Aquella represión que terminó con la vida de Miguelito, inauguraba una formación represiva de la policía bajo el mando de Falcón que sería tristemente profundizada con las décadas venideras. A inicios de 1909, aquel verdugo del joven anarquista daría otro espectáculo de violencia, reprimiendo al movimiento obrero en la conocida Semana Roja. Sin embargo, su desprecio por el mundo obrero no sería duradero, ya que Simón Radowitzky vengaría a todos los caídos en manos del Coronel, dándole muerte con una bomba vengadora a finales de aquel triste año de 1909.
Falcón murió, pero dejó escuela, literalmente. Hoy la Escuela de Cadetes de la Policía Federal lleva orgullosa su nombre, que honra en cada represión ante la aprobatoria imagen del Coronel en sus paredes. Con o sin Falcón, esa maldita costumbre de reprimir pervivió en todas las fuerzas estatales, engrosando la lista iniciada por Budislavich y Miguelito durante todo el siglo XX, como la Patagonia Rebelde o la Semana Trágica, entre muchas otras. El siglo que le siguió, nada cambió. Los sádicos asesinatos de Kosteki y Santillán, el de Carlos Fuentealba, las desapariciones seguidas de muerte de Santiago Maldonado, Luciano Arruga y Facundo Astudillo Castro, constituyen un triste y largo “etc” de caídos en manos de unas fuerzas represivas que cada vez están más lejos de proteger a la sociedad, disfrutando mucho más ponerse el casco y sujetar el cinturón de municiones al pecho que de combatir los reales males a los que se suponen encomendados. Ya es momento de una seria y profunda discusión sobre el rol de las fuerzas estatales, para que se termine la criminalización de la pobreza y la represión de los sectores populares. Como resultado se lograría que ver a un uniformado no produzca la sensación de miedo e inseguridad que hoy transmiten.