La inflación y las trampas del discurso neoliberal

Foto: Juan Mabromata / AFP

Aún jugando en su cancha, es decir, desde los propios parámetros de la ciencia económica que ellos establecen, hay muchas falacias y contradicciones en los argumentos empresarios que niegan la intervención del estado en el precio de los alimentos.

Por Tomás Astelarra

La famosa mano invisible de Adam Smith que replican economistas liberales y neoliberales tiene un supuesto importante: la competencia perfecta. Es uno de los grandes mitos de la teoría económica moderna y ya ha sido debatido en sus propias canchas por economistas como Amartya Sen (quien ganó el premio nobel de economía en 1998 por avivar al mundo meritocrático de que no hay competencia perfecta si algunas personas tienen diferente línea de largada).
Pero aún en las universidades ortodoxas se hace la excepción al mito de la competencia perfecta para el caso de los oligopolios, donde el reducido número de actores empresarios tienden naturalmente a la cartelización. Es decir, cuando los precios no los impone “la mano invisible del mercado” sino dos o tres tipos en alguna oficina (según sé no hay tipas en las altas gerencias de las multinacionales del alimento). En estos casos es donde los manuales neoliberales hablan de la necesidad de una intervención del estado.
A esta situación se suma en Argentina una teoría que contradice las declaraciones recientes de empresarios y economistas neoliberales de que la inflación es un asunto “macroeconómico”. La teoría de las expectativas racionales le dio al economista de Chicago Robert Lucas el premio nobel de economía en 1995. Básicamente dice que si un agente económico cree que los precios van a subir, aumenta los precios, generando inflación. Una profecía autocumplida. Para explicar en criollo, es el caso de cualquier almacenero de la esquina que sube el precio de la milanga porque los medios hegemónicos dicen que ciertos economistas dicen que va a subir el dólar (sin tener la menor idea de cuánto influye el precio del dólar “blue” o “contado con liqui” en la estructura de costos de la carne, el pollo, el pan rallado, los huevos o el perejil). Bueno, ese perejil almacenero (que nada tiene que ver con las decisiones macroeconómicas) si aumenta los precios solo por creer que van a aumentar los precios, puede generar inflación. Y en Argentina no es uno, son millones. Y encima puede suceder (como sucedió para esta misma época del año pasado) que los medios hegemónicos digan que el dólar va a aumentar y finalmente no aumente (el chapulín Guzman logró detener la escalada del Blue y reducir la brecha entre éste y el oficial).
Si a las operaciones de los medios hegemónicos (y las empresas, políticos y embajadas que los financian) se le suma la memoria histórica de un país con inflación, con un trauma inflacionario, la teoría de Lucas básicamente demuestra que la inflación en Argentina es algo así como un embarazo psicológico. Si a eso se le suma que cuatro o cinco tipos pueden definir el precio de los alimentos como les parezca (sin consciencia social y maximizando sus ganancias después de dos años de pérdidas durante el macrismo), el coctel es explosivo, y más que un problema macroeconómico, o incluso económico a secas, es un problema social y político. Porque la economía también es social y política.
El relevamiento bimestral de precios de la Canasta Básica, realizado por el Centro de Estudios Económicos y Sociales Scalabrini Ortiz, demostró que las comercializadoras de la economía popular ofrecen una mayor estabilidad en sus precios que las grandes cadenas de supermercados. La variación interanual de los precios de los supermercados se posiciona en 65,11% mientras que en el sector de la economía popular fue de 55,77%. Además, el informe reveló que adquiriendo los productos de la canasta básica en las comercializadoras o mercados de la economía popular, las familias se ahorraron durante junio, julio y agosto, 628 pesos. En total una suma de veinte mil pesos ahorrados en un periodo de 14 meses. Eso sin contar que se trata de productos más sanos y realizados en base al trabajo digno, con un pequeño margen de ganancias que no se fuga al dólar (o a paraísos fiscales) sino que se invierte también en mercados de cercanías, fomentando el desarrollo local (incluso del almacenero perejil que sube los precios porque se lo dicen los medios hegemónicos).
Del otro lado del mostrador, las empresas oligopólicas del alimento vienen teniendo fabulosas ganancias en medio de la pandemia gracias a su poder de fijar precios. Actualmente, el 74% de la facturación de los productos de la góndola de los supermercados se corresponden con solo 20 empresas, entre las que destacan Molinos Río de la Plata, Arcor, Unilever, Mastellone, Coca Cola, Danone, Procter & Gamble, Cervecería Quilmes, Pepsico, Mondelez, Nestle y Bagley.
Según la información (seguramente tuneada por su legión de contadores bien pagos) que las empresas presentaron en la Bolsa de Valores, Arcor tuvo en el primer semestre de 2021 una ganancia de 8.806 millones. Cinco veces más que en el mismo periodo del 2020. Por su parte, Molinos Río de la Plata tuvo un resultado de 998 millones de pesos, siendo que en el último año del macrismo (2019) había tenido un rojo de 1.370 millones. Por suerte para Arcor, Mauricio Macri el año anterior (2018), el gobierno de Cambiemos le había condonado una deuda de 70 millones de pesos de deuda con la AFIP.
Por su parte el ingeniero Ledesma, de la familia Blaquier (juzgada por complicidad con el terrorismo de estado), reportó una ganancia de 5.205 millones de pesos, casi quintuplicando el registro de igual período del 2020. Las tres empresas y sus dueños han sido denunciadas por tener capitales de cuentas off shore en el extranjero (Panamá y Pandora Papers). Las ganancias de las empresas multinacionales del alimento no las sabemos, ya que no cotizan en la bolsa argentina.
Estas ganancias extraordinarias de las grandes empresas alimenticias no van a un mayor consumo interno y favorecen la reactivación de la economía, sino todo lo contrario: son utilizados en la especulación financiera en todas sus formas (incluyendo la presión a la suba del dólar). Es la razón, junto con la negociación con el FMI, por la que Guzmán decidió aferrarse al recorte de gasto social y frenar la estrategia del “derrame desde abajo” que ha caracterizado a los gobiernos peronistas. El gobierno de Macri dejó la cancha marcada, con una economía más concentrada, sin herramientas legales o estructuras de fiscalización por parte del Estado, con una justicia empoderada en su condición de clase y una deuda externa impagable. El control de precios es un límite bastante ridículo y desesperado ante opciones bastantes más radicales como una reforma tributaria y la impugnación de la deuda externa. También una estrategia de corto plazo frente a otras reformas estructurales como una mayor fiscalización del estado a nivel fiscal y de control de exportaciones o un real fomento a las pymes y cooperativas de la economía popular. Esto serviría para generar, por lo menos, un poco más de opciones a la hora de comprar alimentos.
Por supuesto que los empresarios cartelizados del alimento tampoco hicieron caso a los ruegos del secretario general de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), Esteban “Gringo” Castro, que en el Consejo Federal Argentina contra el Hambreen dijo: “Es preciso hacer el esfuerzo en la asistencia, pero profundizar el esfuerzo en generar trabajo, salir de la pandemia con trabajo. Pero nosotros vemos que nos vamos a encontrar saliendo de la pandemia con un proceso de mayor concentración económica. Entonces, cada vez que el gobierno toma una medida para mejorar las condiciones de vida de los más humildes, se la come el aumento de los alimentos. Eso es como un perro que se quiere morder la cola, es muy desgastante, es una pelea inconmensurable. Le exigimos, si quieren le pedimos, a los sectores que más concentran la economía, que definen el precio de los alimentos que consumen los sectores más pobres de la Argentina, que tengan un poco de sensibilidad”.

*Nota publicada originalmente en Luna con gatillo

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