La noticia

Por Sergio Alvez (*)

Son las seis menos cinco de la tarde. La galleta calentita sale del horno de la panadería a las 6. Salgo de casa contento. Salir a buscar la galleta es una aventura que me permite cruzar de un barrio a otro en completa y perfecta soledad. Tengo 10 años. Llevo una bolsa de tela, porque según mi abuelo, la galleta caliente se humedece en el nylon.

Paso por la carpintería y por lo de doña Chemes. Me saludan. Algunos perros me ladran. Los espanto con mi piedra invisible. Llego a la avenida Almafuerte. El Patotí queda atrás. Me meto en el Tiro Federal. Ya casi no quedan vecinos. Las familias se han ido quién sabe dónde. Dice mi abuelo que muy lejos. Paso por las que fueron sus casas. Sólo ruinas. Pedazos de hormigón. Miles. Hogares derrumbados. Gatos y perros desorientados entre los escombros. Gallinas abandonadas. Y el aroma de la galleta recién horneada mezclándose en el aire con el perfume del río Paraná.

El otro día fui con la bici a El Brete. De allá también se fueron todos. La policía no te deja pasar.

Dice mi abuelo que tuvimos suerte los del Patotí. Que por poco nuestras casas no fueron también derrumbadas. Que pudimos quedarnos. Pero que no sabe qué pasara más adelante. Que hasta dicen que el agua puede llegar y tapar nuestras casas. Yo no sé. ¿Tanto puede crecer un río?

En la panadería ya me conocen. Saben sin que tenga que decirles, lo que vengo a buscar: medio kilo de galleta chica y medio de torraditas. La señora de la panadería me pide que le diga a mi abuelo que la semana que viene cierran. Que se van. Le pregunto por qué y me contesta lo que todos dicen: la represa. Pienso en eso mientras vuelvo a casa. De seguro será una noticia triste para el abuelo. Toda la vida compró galleta en esta panadería. ¿Y ahora, abuelo?

Cuando llego, como siempre, está todo listo. La mesa de madera con el mantel granate extendido. Las tazas de porcelana, enormes. La del abuelo repleta de leche caliente y sin azúcar. La mía, con mate cocido. Nos sentamos. El abuelo se prepara sus galletas con manteca. Con sus grandes manos, quiebra las torradas y mete las crubicas en mi taza. Hace bastante ya no tiene vecinos con los que hablar, porque la mayoría de sus amigos vivían en El Tiro Federal y en El Brete. A él le gustaba agarrar su bicicleta a la hora en la que el sol se va y está más fresco. Se iba para el lado del río a visitar a sus amigos. Les llevaba cosas, traía otras. A veces me llevaba a pescar. Ahora, hace rato que ya no. Desde que todos tuvieron que irse. Desde que las topadoras reventaron las casas. Terminamos la merienda. Él junta las tazas, las cucharas y su cuchillo enmantecado. Suspira profundo. Enciende la radio para escuchar la quiniela. Creo que será mejor contarle la noticia mañana.


(*) Es narrador y autor del libro de relatos Urú

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