Mi papá

Por Luca Andrea (*)

El verano había invadido las calles de Glew hace unas semanas, y a los cuatro nos costaba dormir a la noche. Brenda, mi hermana, era tal vez la menos fastidiosa. Mis padres aprovechaban el calor que cortaba el aire para discutir. Yo daba vueltas y vueltas en la cama casi desnudo, el contacto de mis brazos con mi propio torso me alteraba, y finalmente desistía, prendía el televisor diminuto y sintonizaba Digimon. A esa hora pasaban varios capítulos seguidos y yo terminaba durmiéndome a las tres de la mañana.

Pero esa fue una de las noches donde el teléfono de mi papá sonaba de madrugada y él tenía que cambiarse a las corridas y salir disparando. No, no es bombero. Es cirujano veterinario. El ringtone de su celular también era una sorpresa para mí, porque el último año mi papá me dejaba acompañarlo. Incluso a veces me permitía abrir el sobrecito del bisturí para hacerle la incisión al perro y comenzar la cirugía. El comienzo, a decir verdad, era un poco fastidioso. Papá estaba obsesionado con la esterilización del espacio y me obligaba a lavarme las manos con un protocolo infinito e insoportable, ponerme un camisolín y los guantes. No podía tener contacto con una mínima bacteria. Una vez meticulosamente limpio, estaba listo para entrar. Era como un cirujano en miniatura. Durante las cirugías me explicaba cuestiones básicas sobre los huesos. Dónde se ubicaban, dónde solían fracturarse según la raza, y cuál era el objetivo de la intervención. Yo escuchaba atento y pensaba: quiero ser como mi papá.

Esa noche sonó el celular y yo crucé el pasillo que dividía su cuarto y el mío corriendo, y él, ya acostumbrado a nuestro ritual, me dijo:

–Cambiate rápido, en cinco minutos salimos.

Me puse los pantalones tropezándome con mis propios pies mientras ojeaba el final del capítulo. Él bajó la escalera salteando un escalón por cada paso, y yo lo seguí atrás con los mismos movimientos. Cuando agarramos Hipólito Yrigoyen, con Flema de fondo porque siempre escuchábamos punk rock, me dijo que agarrara la bolsa que estaba en el asiento de atrás y que la abriera. Que había un ambo y que me fijara si tenía alguna mancha. Cuando saqué el pantalón y lo desplegué, me di cuenta que era mucho más chico que los que mi papá usaba.

-Es para vos, boludo. Ahora llegamos a Turdera y te lo ponés.

Me emocioné. La idea de tener hasta el mismo atuendo me hacía sentir que ya era un adulto y que acababa de recibirme en la Universidad de Buenos Aires, igualito a la foto
que siempre nos mostraba con el diploma, la abuela Margarita, y Brenda muy chiquita en sus brazos. Le agradecí pero no mostré mi emoción porque a papá le incomodaban los comentarios tiernos y las cursilerías. Nunca fue muy bueno con las palabras.

Matías, su ayudante, nos sacó una foto con el quirófano de fondo cuando la cirugía ya había terminado. Papá estaba contento porque vi que en tres oportunidades antes de
irnos sacó la cámara digital y la prendió solo para volver a verla.

En el camino de vuelta yo seguía con el ambo puesto y papá tal vez creyó que ya estaba listo para aprender más sobre la medicina veterinaria, porque empezó a explicarme cosas que yo ya no entendía muy bien, con palabras extrañas que me daba vergüenza preguntar su definición. No paró, ni un minuto, hasta que llegamos a casa. Abrí el portón para que entrara el auto y cuando pasábamos por la puerta me revolvió el pelo con orgullo. Entré al baño y me miré al espejo, imaginándome siendo yo el que operaba y enseñándole a mi hijo todo lo que debía saber para qué él operara algún día también. Pero había algo que se distorsionaba, de repente me aparecía una nariz de payaso, o flores que me salían de las axilas, o texturas psicodélicas en el ambo tan aburridamente verde. Cuando ya estaba cambiado y en la cama, entendí algo muy importante que me iba a costar mucho tiempo transmitir.

Yo no quería ser como mi papá, yo solo quería pasar tiempo con él.


(*) Es poeta, su último libro es Pogo.

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