La potencia del odio

Por César González

¿Qué sería del sujeto sin el odio? ¿Qué sería del amor sin el odio? El odio es dios, está ahí, ahora, omnisciente, uniendo oriente y occidente. ¡Oh dios!, es casi decir ¡Odio! A los dos, al odio y a dios, se los convoca en ritos sagrados y en la lengua hispana solo un tornillo semántico no les permite ser la misma palabra. El odio, como dios, conecta deseos colectivos rizomáticos, es un impulso maquínico capaz de agenciar a millones de personas en menos de un instante.
El odio no tiene tiempo ni lo busca, pero sí le apetece devorar espacios. El odio es arquitectura de formas sublimes. Por eso uno queda encandilado ante su presencia. A muchos el odio los revitaliza, y se los puede observar más radiantes y vivos cuando odian que cuando aman.
“El odio pide existir y el que odia debe manifestar ese odio mediante actos (…) en un sentido él debe hacerse odio”, anota Franz Fanon, en Piel negra, máscaras blancas, de 1951. Es que el odio no existe a medias ni esotéricamente, existe solo de forma material.
La discriminación es uno de los canales de distribución más accesibles del odio, pero en Argentina discriminar resulta insuficiente. Se reclama al odio como un derecho. Todas esas encuestas realizadas por el mercado del miedo arrojan un resultado unánime: es la inseguridad el gran flagelo existencial del ciudadano y por ende la certeza principal que tiene el odio para ser. El ciudadano considera legítimo y justo pedir que el Estado le garantice la protección y propagación de su odio. Ese odio se materializa en la creciente toma de armas “legitimadas por la inseguridad” por gran parte de los habitantes de este país, imitando lentamente el desarrollo histórico del armamiento masivo civil de la población de Estados Unidos. Se exige retornar a los clásicos linchamientos y desmembramientos públicos, en hordas espontáneas, bajo júbilos y rituales colectivos. En una plaza pública de ser posible, como de hecho sucede cada tanto.
En los programas televisivos a veces ese reclamo de regreso al suplicio es explícito y otras veces se esconde bajo una máscara de discursos confusos y no se atreven a decirlo claro. Pero el llamado al linchamiento resplandece en la vida cotidiana social. “Se ha humanizado la pena” dice Michel Foucault, se ha manipulado un poco su exhibición, pero en el fondo sigue siento un rostro de la sociedad. De una forma u otra el Estado sigue organizando el “teatro del descuartizamiento”. Pero lo paradójico es que hoy el linchamiento se expresa como acto de desobediencia civil y rebeldía hacia el Estado, como queja a lo que el ciudadano considera una ineficacia de las instituciones gubernamentales. Estas tribus linchadoras son transversales a toda clase social, pero como el Ku klux klan norteamericano, tienen una presa específica en la cúspide de la ceremonia: allá es el individuo de raza negra, aquí son los pibes de los barrios populares.
Pero también en Argentina existen maneras más sutiles de linchar. Tradicionalmente no solo las manos, las imágenes también linchan; en la caricaturización que hace el mundo del espectáculo de los personajes que pertenecen a las clases obreras y más bajas de la sociedad. No hay prueba científica de que el odio sea innato. Pero sí está claro que al odiar en el organismo humano se producen numerosas pulsiones hormonales y diferentes explosiones arteriales que resultan beneficiosas para el cerebro, sucede una velocidad sanguínea favorable para la estructura globular. El odio le da sentido a muchas vidas, organiza agendas, rutinas, existencias enteras. No se puede atribuir al odio nada más que un pequeño lugar dentro del mar de signos que reinan la conciencia. Podemos sí, declarar que han pisado la tierra muchos seres que no experimentaron el amor; aunque no podemos asegurar con la misma cantidad de evidencias que quienes poblamos el mundo hayamos atravesado una sola mañana sin haber caído bajo los efectos pseudo-psicodélicos del odio.
El odio es orientador para las conductas y actividades del individuo. Se necesita odiar para enamorarse, para ordenarse, para pertenecer. En la actualidad hay un odio de moda, y que como dijimos arriba está dirigido hacia los pibes de las villas y sobre todo a aquellos que cometen delitos. Y serán también esos pibes el suministro renovable de las fuerzas de seguridad que cumplirán la orden de cazar a esos otros jóvenes de su misma comunidad.
El odio es una experiencia que rellena vacíos suicidas y desinfla depresiones. Su aparato reproductor va cambiando de lugar, aunque suele optar a la boca como nido. El odio es lúdico y poético, usa el juego de palabras. El odio sabe de sintaxis. Se rige bajo leyes de la publicidad. No se requiere nada más que un lema precioso y que se divulgue a la velocidad de la luz. Pero el odio no es individual, es impotente sin un equipo.

Terapia del odio
¿Qué hay adentro del odio? Sabemos que su cuerpo es una multiplicidad, en su interior se mezclan constelaciones de traumas y resentimientos contra figuras jerárquicas de todo tipo que no fueron sanadas. Pero esa digna humillación es tartamuda a la hora de presentar una ofensiva contra la autoridad. Elige perdonar a los verdugos, enrocar su rabia y modificar la meta de la revancha. Para que les traiga esa paz que otorga hacer justicia, no será odiado el verdugo sino el joven maligno retratado por nuestra cultura como patológicamente violento. El odio no se deja seducir por ninguna política, pero está organizado casi como un partido. No se odia a la injusticia, se odia a los que son obligados a vivir adentro de las jaulas de la injusticia. El odio es magnetizado hacia una “banda destribalizada” (Fanon) que aquí en Argentina son los villeros que “delinquen”. A ellos hay que odiar para demostrar que se ama a la sociedad.
La procreación del odio suele contagiarse en la rutina productiva, por la presión normal de cualquier espacio laboral. Pero el odio necesita un cuerpo-objetivo o se muere y, en ese caso, no serán nunca los empleadores el destino que garantiza la reproducción del odio, sino más bien los desempleados y villeros violentos. Hay personas a quienes el odio les hace morder frutos milagrosos, y sentir los mejores resultados terapéuticos. Es el tratamiento divino que logra que ancianos resignados a la pulcritud, de golpe resplandezcan y humillen el carisma y atletismo de Usain Bolt. Si es para odiar, de golpe un esqueleto que parecía condenado al reposo, la putrefacción y la agonía, experimenta la intensidad, de forma más poderosa que cuando está encantado por el hechizo del mismísimo amor. El amor sólo puede llegar a reunir una congregación limitada de cosmología, pero el odio que siente el argentino medio a los villeros que violentan la ley burguesa o la propiedad privada lo eleva espiritualmente, lo hace ingresar flotando en la inmanencia. El odio es el verdadero pueblo, el pueblo que nunca falta.
El odio calma la impaciencia, colma de paz la neurosis de un hogar. Amor hay de sobra, lo que escasea es no-odiar. Unos padres responsables y obsesionados en amar a sus hijos de sangre, odian a otros hijos, en particular a los de la casta más baja.
¿Y cómo se explica que aquel condenado a “no existir” no manifieste su odio hacia aquellos que lo incrustaron en el desamparo? ¿Será un dominio inconsciente lo que hace que aquellos valorados como inservibles y tratados como simios, nunca ni siquiera se atrevan a discutir con aquellos que los odian?
Los dos personajes perfectos para resumir el odio en nuestra sociedad: el policía y el pibe chorro. Que casualmente suelen provenir de la misma clase social. A ambos personajes los mueve el odio, pero no uno idéntico. El primero cuenta con un salario legal como trabajador del Estado, funciona como depósito para odiar y ser odiado. Ambos también tienen un cuerpo que desde que nació es soberanía de toda la sociedad, pero uno está al servicio de la comunidad burguesa, aquella dueña de las posesiones y los otros, los pibes chorros (sus mismos hermanos de sangre, primos o sobrinos) se rebelan a la propuesta de “romperse el lomo”. El policía es el pequeño rey de la calle. Ambos, policía y ladrón, naturalmente al provenir de la pobreza, son objetos del odio de las multitudes, pero solo a unos les temen y odian todas las clases sociales. A los policías suelen también odiarlos y temerles todas las clases sociales, pero es el personaje que rogamos nos vigile la cartera o el celular en las calles (más aún si es de noche) y que proteja nuestros bienes del hogar mientras estamos en el trabajo.
¿De qué ha servido anular el pensamiento sobre el odio o la violencia? Mientras de un lado se dejó la reflexión sobre la violencia archivada y claudicada en el olvido o el tabú, del otro lado no dejaron de perfeccionarla. Incesantemente repetimos sin cansancio que el amor es la salida, la cura, el futuro. Nunca se habló y se ha reivindicado tanto al concepto de amor como en nuestros tiempos, nunca se ha cantado tanto sobre el amor, nunca hemos tenido al alcance de la mano tantos cursos de introducción a las culturas orientales en las que depositamos la certeza de ser culturas más amorosas que la nuestra, y sin embargo el mundo, a diestra y siniestra, se hunde en el espanto. Paradójicamente o no, en simultáneo a la popularidad y el auge del yoga estamos presenciando el ascenso de nuevos fascismos por todo el mundo, de nuevos gobiernos que transforman el odio en políticas de Estado. Ese odio no baja verticalmente desde los dirigentes, la relación es de reciprocidad. Nuestra sociedad exige dosis de odio a sus gobernantes, reclama que se lo sume a las plataformas electorales. El odio late transversalmente en la sociedad y tiene una justificación espiritual: se odia a quienes creen que desordenan la armonía de la creación, el sacrificio y el trabajo para ellos es armonizar nuevamente esa creación. Otra vez los cuentos de la perfección racial son narrados impunemente. Hoy, muchas personas presentan una sorpresa feroz ante la estimación social de figuras tan rudimentarias como Jair Bolsonaro en Brasil, cuando esto no tiene nada de disruptivo o de novedoso, no es más que un síntoma, un enorme ejemplo de la falta de tacto por parte de los sectores más politizados para percibir que ese monstruo fascista llevaba varios años desarrollándose en nuestras sociedades, que estaba a la vista en la cotidianeidad más cercana de los subterráneos populares. Que nosotros mismos lo manifestamos en actos privados y no tanto de nuestras vidas. No somos manipulados ni teledirigidos, este deseo de aniquilamiento masivo no lo acciona un algoritmo desde Silicon Valley; es un hambre que no quiere ser saciado. El odio como la religión según Marx es el “corazón de un mundo sin corazón”. Ese odio exterminador creció porque todas nuestras versiones del amor han demostrado ser inocuas para frenar el avance de la derecha; se han derrumbado por tibias, por neutrales, por exceso de racionalidad, por sobredosis de optimismo. A nuestro amor le faltó la inteligencia, la astucia, la paciencia y la capacidad de escucha que tiene el odio. El amor de nuestros tiempos necesita más cólera. Si nada somos sin amor, menos lo seremos espantándonos o negando el odio que nos habita. Es necesario reivindicar un odio distinto al de la derecha, encausarlo hacía la destrucción de la desigualdad material en el mundo.
El siglo xxi no ha hecho más que perfeccionar las perversiones de la propiedad, de reducir a cada vez menos manos la acumulación originaria de la tierra, de restringir cada vez más la posibilidad de acceso a una vivienda propia. El odio no imposibilita ni bloquea al amor, ambas emociones coexisten sin problema, tienen una admirable convivencia. Por no pensar al odio, por esconderlo sistemáticamente bajo la máscara del falso amor, se le dejó el espacio público a merced de los nuevos tiranos, convencidos de volver a sumergir al mundo en violencia y locura racista. Las profecías son siempre actos de deseo que luchan por materializarse.

*Texto de César González escrito en 2018 de su libro “El fetichismo de la marginalidad”. Lo conseguís en Librería Sudestada

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