Mujeres al combate: Pequeñas historias de grandes combatientes en los 70

El protagonismo femenino en la militancia de los años setenta fue una marca de época. Muchas se sumaron al combate desde la primera línea, incluso participando activamente en acciones armadas, rompiendo con prejuicios culturales y políticos. En estas páginas, la historia de algunas compañeras combatientes: la Petisa Silvia en Monte Chingolo, Lili Massaferro y su desafío revolucionario, Beatriz Oesterheld y su viaje del trabajo social a la milicia montonera. Opinan Laura Giussiani Constenla, Alejandra Oberti y Daniel De Santis.

Por Hugo Montero

1.

Algo en la mirada, como un fueguito en los ojos. Me había dicho: “soy canosa y petisa, me vas a reconocer enseguida”. Pero no, a la salida de la estación Beccar, la reconocí en esos ojos, en la mirada, apenas bajé del tren. Silvia me estaba esperando. Entonces, toda esa historia que había leído cobró vida: aquella fuga imposible de las entrañas del cuartel de Monte Chingolo, el refugio precario detrás de un ligustro, el copamiento que fracasa, las balas trazadoras cruzando la noche, los compañeros caídos ahí nomás, los milicos fusilando sobrevivientes y buscando por los rincones, el colimba que se acerca a inspeccionar al ligustro… El cruce de miradas: un joven conscripto que descubre los ojos asustados de una joven guerrillera, oculta en la mínima espesura.

Después, lo imposible: el colimba y su silencio salvador, sus pasos alejándose, la oscuridad cómplice, los calambres, la decisión de salir, los piecitos de Silvia que suben y bajan por el alambrado interminable, los vecinos de la villa que la ven salir y la ayudan en silencio… Toda esta historia, por fin, tenía una voz. La búsqueda que arranca, el dato que aporta un compañero, la llamada. Silvia, o la Petisa María, esperando en la estación. Canosa y petisa, sí. Pero ese fueguito en los ojos, justo arriba de su sonrisa. No hay duda, es ella.

2.

Como por algún lado hay que empezar, Silvia señala que la primera vez que la realidad entró por su ventana fue durante las jornadas de trabajo social en la villa Crisol, entre Victoria y San Isidro. A los catorce años, las monjas de su colegio la llevaban a la parroquia del barrio a dar una mano: algunas chicas daban catequesis y otras, apoyo escolar. Pero ella se encargaba del merendero: de garantizarle una taza de mate cosido al piberío. Meterse en la Crisol fue abrir los ojos, conocer otra realidad, empezar a escuchar, a involucrarse, a renegar y a hacerse malasangre por vidas ajenas, difíciles pero entrañables.

Con el tiempo, Silvia comprendió que la ayuda de las monjas apenas era un paliativo, que nunca alcanzaba, que la salida para desterrar la pobreza tenía que pasar por otro lado. Entonces, escuchó una monja rebelde en el María Auxiliadora de San Isidro, una que se atrevía a leerle versos de Ernesto Cardenal y a charlar sobre el Che Guevara y sus ansias de liberación para América Latina. Por ahí pasaba la historia, pensaba Silvia.

Después, se sumó a la Escuela de Bellas Artes, pero siguió en la búsqueda de una opción política. Una amiga inquieta se puso en contacto con compañeros del PRT, y las lecturas comenzaron a intensificarse: ahora se juntaban con Silvia a leer El Combatiente y los documentos partidarios, se animaban a repartir volantes y a hablar en las reuniones, se sumaban a militar en el Frente Estudiantil. Y lo hacían con un arrebato febril, con una pasión que las empujaba a comprometerse cada día un poco más, a sumar tareas hasta no dejarse tiempo libre. Sigue Silvia, mientras ceba mate en su casa, abriendo la puerta de los recuerdos.

Recuerda ahora la pelea con sus padres, apenas advirtieron que en su habitación ocultaba algo más comprometedor que la prensa partidaria, y la salida de su casa paterna rumbo al refugio ofrecido por una amiga. Cuenta Silvia que apenas el Partido bajó la línea de la proletarización, consiguió trabajo en los laboratorios de Kodak, sobre Panamericana, en San Isidro, y que desde ahí se sumó a la tarea gremial con el mismo entusiasmo, ahora como delegada, sin descuidar sus tareas en la célula partidaria.

La militancia absorbía todo el tiempo disponible, el vínculo con los compañeros se hacía carne y cada acción era una aventura donde el riesgo, la improvisación y las tensiones cotidianas solidificaban un lazo invisible. Se acuerda Silvia y se ríe: una de tantas, una pintada furtiva. No hay que perder tiempo, los grupos parapoliciales merodean por el barrio, la consigna de ocasión ya está diluida en el balde de pintura y un compañero camionero, Cacho, se suma a militar y su bautismo de fuego es manejar la brocha. Pero Cacho tiene problemas con la ortografía, problemas serios, y la pintada se demora. Cacho grita, envuelto en dudas, la brocha suspendida en la mano, si “Revolución” va con S o con C…

Los demás compañeros, que vigilan en las esquinas, lo ayudan y sonríen. “Algo que teníamos que resolver en tres minutos, nos llevaba quince”, dice Silvia. Y de esas, miles. Como esos carteles rebeldes con roldanas, que jamás se desplegaban pese a los esfuerzos renovados. Como aquella vez, con las molotovs en una bolsa, esperando en la vereda de enfrente de una concesionaria Chrysler, y el patrullero que pasa justo, y la mirada de los compañeros que se cruza, como preguntándose en silencio si levantan la opereta o le dan para adelante.

Y la respuesta es el fuego de las molos surcando el cielo de San Fernando hasta las vidrieras de la corporación imperialista… “Eran vivencias tan fuertes que, por ahí, había compañeros que habíamos conocido hacía dos meses, pero parecía que estábamos juntos desde hacía años. Muy convencidos todos, cuidando siempre al de al lado, pendientes si pasaba algo, una cosa muy solidaria muy fuerte”, evoca.

Entonces, llegó esa mañana. La del 11 de diciembre de 1975. Silvia no ficha en el laboratorio pero envía un telegrama: avisa que tiene a su abuela enferma, que debe ausentarse por unos días. La verdad pasa por otro lado. El Partido está organizando una acción importante y ella es convocada. La única información disponible es el traslado a Quilmes, cerca del río, a esperar la cita y prepararse. La acción militar más ambiciosa de la historia de la guerrilla americana comienza a vislumbrarse.

3.

¿Cuánto conocía de la geografía del sur del conurbano bonaerense? Nada, cuenta Silvia, y se ríe. Pero ahí está, parte del primer contingente que llega a una casa operativa en Ranelagh, cercana a Camino General Belgrano, lista para iniciar una larga concentración. Pero antes, hay que baldear y limpiar: la casa está abandonada, sin muebles, sin nada, apenas una montaña de colchones y un par de compañeros veteranos, que ofician de dueños de casa a la vista del vecindario, y cada mañana salen al patio a lavar la camioneta y tomar mate en la vereda. Pero adentro, van llegando de a puñados. Desde el monte tucumano, un contingente. Desde otras regionales, decenas de compañeros.

Hasta que la casa de Ranelagh es un paisaje de ochenta combatientes amontonados, charlando en voz baja, casi susurrando, invadidos por el aburrimiento de la espera pero también por la excitación de participar de un episodio de dimensiones estratégicas para la revolución argentina. Allí conocen el destino de su acción: el batallón de arsenales “Domingo Viejobueno”, en Monte Chingolo. Una operación extraordinaria de recuperación de armamento que requiere la intervención de un par de centenares de combatientes y que, según se conjetura desde la dirección perretista, puede variar el curso de la ofensiva militar que se avecina.

En tanto, en el interior de la casa, el tedio de la tarde apenas se interrumpe por el repetido menú de salchichas con arroz, las guardias de vigilancia, la lucha contra los mosquitos y algún partidito de truco en voz baja. Después de conocido el objetivo, la tarea para todos es memorizar sus posiciones en el cuartel y tomar lección al compañero más cercano, para limitar al máximo el margen de error. A Silvia le toca trasladarse hasta la Compañía de Seguridad, más precisamente a la sala de Sanidad. Allí, según está previsto, ella va a mantener bajo control a los conscriptos para que escuchen la arenga de un compañero, una vez copado el batallón. Pero los días pasan, y la acción se demora.

Una tarde, un compañero pasa por las habitaciones con la caja de ropa que se había encargado. Cuando llega el turno de unas zapatillas número 34, casi las descarta, pensando que se trata de un error: son zapatillas para chicos… Entonces, desde un rincón de la habitación, Silvia levanta la mano y pega el grito: “¡Eh, no, que esas son para mí!”. Los pies diminutos de la Petisa, que hasta entonces calzaba unas alpargatas, son motivo de bromas esa tarde. Nadie puede sospechar entonces que la pequeñez de sus zapatillas iba a salvarle la vida, algunos días más tarde.

Silvia se acuerda ahora de esta anécdota, y mientras pone la pava en el fuego, comenta otro de esos mínimos episodios con los que se construye una historia enorme: un compañero liga unos jeans en la repartija, pero bastante largos para su talla. Silvia se ofrece a hacerle el dobladillo, armada con aguja e hilo, ante la atenta mirada del beneficiario del nuevo pantalón. Entre paréntesis, Silvia comenta que se reencontró con este compañero hace apenas unos meses, en una reunión de perros en Chacarita, y que el hallazgo fue conmovedor e inesperado. En mitad de ese abrazo emocionado, ninguno podía creer la suerte del otro.

El tedio de esas tardes en la casa de Ranelagh se interrumpe con la visita de Santucho. Es la primera vez que Silvia ve de cerca a Robi: “Calladito, tranquilito, de siesta santiagueña casi. Habló bien, no fue una arenga, nos explicó en detalle la acción, la importancia de recuperar esas armas para el pueblo, y después, nos saludó uno por uno”.

Algunos días después de lo previsto, llega la hora. Es el momento de los nervios y el entusiasmo. Se pone en marcha la operación guerrillera. De a tandas, los combatientes se trasladan hasta el hotel alojamiento “Molino blanco”, copado por el ERP para concentrar algunas de sus columnas. Allí, la voz de Silvia se hace escuchar, otra vez: en el reparto de armas, se queda sin nada, y protesta. Algunos minutos más tarde, su responsable le recrimina la queja, pero le entrega una pistola 9 milímetros con gesto cómplice, dándole la razón a su enojo.

Son las 18.45 cuando la caravana de trece vehículos parte rumbo al cuartel de Monte Chingolo. Silvia viaja en la cuarta camioneta del convoy, cubierta por una lona, recostada. Es la única mujer en la caja. Mientras avanzan por Camino General Belgrano, el tiempo se agrieta. Es el momento para la tensión y la ansiedad. Bajo la lona de la pickup, se enciende una revolución en esos dos ojos de fuego. La batalla está a punto de comenzar.

4.

Antes de llegar al portón del batallón 601, se desata el infierno. La camioneta avanza  a los tumbos por el interior del cuartel, hasta que se encaja en un montículo de tierra. Afuera, todo es un caos de ráfagas y gritos. En la caja de la camioneta, Silvia intenta levantarse para saltar, pero en la confusión, un compañero se tropieza con ella y la vuelve a empujar al suelo. Desde allí, saca la pistola y dispara casi a ciegas. Vacía dos cargadores. Pero los balazos llegan de todos los flancos. De repente, Silvia escucha un silbido agudo y siente un ardor en el hombro. La camisa está rasgada; una bala la roza apenas.

El panorama, cuando Silvia consigue salir de la camioneta, es devastador. Todos los compañeros que viajaban con ella están caídos. Sin conseguir orientarse, se arrastra hasta uno de los heridos, es Lucho. Intenta practicarle un torniquete, pero la herida es demasiado profunda. “¡Andate Petisa, no tirés más! ¡Andate!”, le dice Lucho, agonizando. Pero la Petisa no se quiere ir. Procura ubicarse, se protege del fuego cruzado, mientras los militares avanzan y la obligan a replegarse contra uno de los flancos. A tientas, evitando la luz de los helicópteros que ahora barren la zona con ráfagas de trazadoras, se arrastra hasta un cerco de pequeños ligustros, no muy lejos del alambrado perimetral.

La noche gana terreno, justo cuando la Petisa elige ocultarse detrás de uno de esos ligustros. Se agarra de unos de esos arbolitos “como abrazada a un rencor”, ironiza ahora, y sonríe. Se hace lo más chiquita que puede. Escucha voces, órdenes. Los militares salen de cacería. “¡Córtenles las orejas!”, grita uno. “¡Ríndanse, tiren las armas!, ordena otro. Seguido, el ruido de algunas armas contra el suelo: son los compañeros que se entregan. Dos segundos después, el tableteo de un fusil confirma la decisión: están fusilando a todos. Silvia sigue cada escena desde su improvisado refugio. Intenta evitar cualquier movimiento, ni siquiera cuando siente el bicherío caminando por su espalda. “No me tengo que mover, no me tengo que rascar” piensa.

Entonces, comienza a analizar sus opciones. Sabe que no puede resistirse con una 9 milímetros, que disparar desde allí es casi como entregarse. Por eso decide esperar. Esperar aferrada al ligustro, inmóvil, atenta, sin alternativas. “No me puedo entregar, no me van a ganar”, se da ánimo. Las horas pasan, los ruidos se van espaciando. El vuelo rasante de los helicópteros se interrumpe. En cuestión de minutos, el sol comienza a asomarse en el horizonte. Silvia no tiene sed, no tiene miedo, no siente nada. No sabe qué hora es; en el ataque perdió por algún lado su reloj. Escondida, resiste y espera lo inexorable. Cuando la mañana ya clarea, descubre que una patrulla del ejército avanza, rastrea por los rincones en busca de sobrevivientes. A lo lejos, un oficial ordena a un conscripto que inspeccione la zona de ligustros, donde Silvia observa tensa. “Bueno, hasta acá llegué”, piensa la guerrillera.

El colimba se acerca cada vez más. Se agacha, mueve las ramas, mira entre la espesura. En un instante perpetuo, los ojos del colimba se cruzan con los ojos de la Petisa. Se ven, se miran. Uno al otro. “Se terminó”, piensa ella. Imposible conjeturar qué piensa el joven colimba. Pero entonces, sucede lo impensado: se aleja y sigue su inspección en silencio, simulando no haber visto nada extraño. “Que me vio, no tengo dudas. No me acuerdo su cara, pero me encantaría saber quién es. Verlo, charlar con él.

Siempre pienso en encontrarme con él. Primero, le daría un beso, un abrazo, le agradecería… pero después le preguntaría por qué. Hoy tendrá unos sesenta años, cinco menos que yo. Me interesa saber qué pensaba, qué escucharon esa noche, qué se decían entre los colimbas, qué les dijeron a ellos los oficiales. Preguntarle si le cambió la cabeza desde ese momento hasta ahora”, comenta Silvia, mientras cambia la yerba. El tiempo parece suspendido en Beccar.

5.

Cae la noche en Monte Chingolo. Silvia sigue aferrada al ligustro, pero sabe que su tiempo se termina. Que tiene que tomar una decisión. Todo parece haberse serenado en el cuartel. No hay tanto movimiento. Colabora que ya es 24, vísperas de navidad. “Si no salgo ahora, no salgo más”, analiza. Pero apenas intenta moverse de su refugio, los músculos están tiesos. Tanto tiempo agachada, tanta tensión acumulada, las piernas no responden y la atacan los calambres.

Entonces Silvia comienza a masajearse lentamente, primero las manos, después los brazos, por último las piernas. Cada movimiento medido, cada mínimo sonido es un peligro, ella lo sabe. Cuando el cuerpo parece responderle, se arrastra hacia el alambrado. Para el 1,49 de altura de Silvia (“yo digo siempre 1,50, para redondear”, explica), el alambre se hace gigante. Pero la naturaleza le da una mano: sus diminutos pies encajan justo en el tejido, lo que facilita la escalada. “Fue como subir el Everest”, se acuerda Silvia. Y mientras sube, espía de reojo las torres de vigilancia, a ambos extremos del alambrado. Se rasga la camisa con las púas en la cima, pero consigue saltar al otro lado. Ahora le resta cruzar el Camino General Belgrano.

Recién entonces se percata que muchos vecinos del Barrio IAPI han seguido con atención su odisea. Vísperas de nochebuena, muchos de los vecinos salían a la vereda a tomar fresco. Todos la observan con atención, pero nadie dice nada. Silvia entra al trote a la villa y camina por los pasillos. Pide ayuda, se desorienta. Un vecino la presta una camisa para cambiarse. Silvia se cambia y, apurada, camina hacia la parada de colectivos. Sabe que allí puede tomarse uno hasta la estación de Lomas de Zamora. Pero el colectivo tarda una eternidad en llegar. A bordo, mientras se aleja del cuartel, Silvia intenta calmarse, pensar cada movimiento.

Saca del morral su maquillaje y, cuando ve reflejado su rostro en el espejo, se asombra: tiene la cara destruida, entre el barro, la sangre y las picaduras. Hace lo que puede con las pinturas, hasta que llega a la estación. Se toma el tren hasta Constitución. Tiene la mente en blanco. Todo se hace impreciso, borroso, apenas su memoria le dibuja el perfil de algunos compañeros caídos pero no tiene una dimensión general de lo sucedido. Recién en Retiro, cuando sale de la escalera mecánica, la realidad la golpea, otra vez: “Cien muertos” dice el título catástrofe de la sexta de Crónica. Silvia apura el paso.

6.

Mientras carga el termo con agua caliente, Silvia reflexiona en voz alta: “A veces  veo que los demás le dan a esta historia una dimensión que para mí no tiene. No fue nada de otro mundo, era lo que había que hacer. Una estaba preparada y había que hacerlo. Resistir, estar ahí, buscar salir… decí que soy chiquita y había un arbolito”, dice y sonríe. “Para nosotros, los compañeros, lo normal era hacer estas cosas, era nuestra forma de vida. Estábamos convencidos de lo que hacíamos, de lo que íbamos a lograr, y sabíamos que si a nosotros nos salía mal, el compañero de al lado nos iba a ayudar. Había mucha solidaridad, una confianza ciega en todos los compañeros”, explica.

Silvia confiesa que no le gusta demasiado contar este episodio en público, que algo de todo lo sucedido la intimida. Como si se tratara de una medalla que ella siente que no le pertenece: “A lo mejor es que yo salí, me salvé, y muchos compañeros quedaron allí. A lo mejor es eso. Pero no soy una heroína, no creo eso. Ninguno de nosotros era un héroe. Éramos pibes comunes y silvestres con un ideal, que militábamos con mucho amor por lo que estábamos haciendo y por lo que íbamos a conseguir, que era la toma del poder. Si estaba ahí nomás… Pero hacíamos lo que le correspondía a esa generación y a ese momento. No hay nada de heroísmo en eso. Era lo que había que hacer”.

El tiempo que siguió a la fuga del cuartel no fue menos complicado para Silvia. A la tristeza generada por la gran cantidad de compañeros caídos en Monte Chingolo, le siguieron los días de persecución y “descuelgue”. Las caídas que se sucedían, ese vínculo entrañable que se desarticulaba por el dolor de tantas pérdidas, la derrota que asomaba el hocico. No fue fácil para Silvia sobrellevar lo que se avecinó. Volvió a trabajar en el laboratorio, intentó reconstruir algunos vínculos familiares, aferrarse a viejas amistades, llorar a los compañeros en silencio, y esperar. Otra vez, esperar.

Pero esta vez no aferrada a un ligustro, sino agarrada a una esperanza quizá más frágil todavía que aquellos arbolitos que la protegieron en Monte Chingolo. Y como el ligustro, la esperanza la salvó. Le permitió recuperar la sonrisa y persistir en el combate cotidiano. No olvidarse nunca de los compañeros, seguir peleando por cambiar las cosas, utilizar la memoria como combustible para buscar esa revolución todavía pendiente. “Hice lo que tenía que hacer”, repite Silvia.

Afuera, se hace de noche en Beccar. La entrevista ha terminado. “¿Pongo otra pava?”, pregunta, y sonríe. Ahí está de nuevo, ese fueguito en los ojos.

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