Nido Contracultural Disidente / Juan Solá

Querido Sur,
Creo que ya he dicho suficiente sobre el deseo irremediable de hacer nido que me acompaña hace un par de años. No alcanzo a entender todavía si se trata de un impulso propio de la condición humana, de un efecto nefasto del maldito arte de madurar o de un último intento por convencerme de las certezas que parecieran tranquilizar a la gente que se ha criado a mi alrededor.
Lo cierto es que hace más o menos un año empecé a pensar en una casa como un nido, en el que puedan hacer noche quienes precisen amparo, en el que puedan encontrar refugio quienes anden con las alas un poco rotas. Una casa como espacio contracultural, donde quienes la habitemos nos permitamos reflexionar críticamente (empuñando libros y copas de vino, en madrugadas eternas) sobre la cultura que nos contiene y nos limita, y los modos en que esta hegemonía dominante crea sentido en torno a nuestras existencias. Una casa como territorio disidente, transitada por mostras y maricones, tortas y travas, que se reúnan para celebrar la humanidad divergente, el amplio espectro de la identidad. Finalmente hoy, tantas lunas después, el Nido Contracultural Disidente está empezando a germinar tímidamente en el terreno hostil de lo normal y te juro, querido Sur, que no hay nada en este momento que me genere más entusiasmo (y un poquito de ansiedad, para qué te voy a mentir). 
Mientras termino el prólogo del poemario de mi querida Inés Estévez para la Colección Sudversiva, pienso en sus palabras en “Casa”: rincón, suave rincón, donde se arremolina mi conciencia. Su decir se me hace carne, buen llanto que me atraganta. ¿Será éste, finalmente, el lugar del remolino del yo? Prefiero ampliar la imagen, imaginarme un remolino del nosotres. Pienso que una casa debería ser exactamente eso: el rincón donde la complejidad de nuestra percepción de la mismidad pueda ampliarse sin brusquedad y hacer del mañana una promesa de un mundo mejor, pero antes que nada, una oportunidad para conseguirlo.
Transito mentalmente los espacios del Nido, su patio, sus habitaciones. Pienso que tengo pocos muebles, que faltarán copas. Me entusiasmo. Las casas están hechas de cemento y zinc, pero por fuera nomás, porque por dentro están llenas de humo, eco y carcajadas. Para qué sirve una casa si no es para guardar nuestros rituales y nuestras anécdotas. 
Me crié en una casa donde era inusual recibir visitas y ahora abro esta, una propia, para mí y para mi compañero y para quienes precisen desdoblar el mundo y volver a plegarlo en forma tal que sus bordes también les contengan. Creo que es fundamental poner a disposición de la ampliación de la realidad cada espacio que habitemos. La militancia no puede ni debe ser puertas-afuera, el hogar es el corazón de cada sueño, de cada revolución, y la posibilidad de contar con uno debería ser un derecho para todes. 
Me atrevo a resignificar aquella solemnidad con la que se nos pide a las disidencias vivir nuestra vida en la intimidad de nuestros hogares y decir que será en esta intimidad, en estos refugios, en estos abrazos, donde habremos de elucubrar cada gesto, cada palabra, cada grito que nos acerque un poco más a la justicia social. 
Hoy celebro la concreción de un proyecto, pero esto no es más que el primer capítulo de un libro que recién comienza. Un libro donde caben muchas otras historias, además de la mía. Un libro que inspire a otres a parir sus propios espacios, sus propios modos de contener a esas amistades que son, en realidad, nuestro primer hogar. Sé que el camino es cuesta arriba, que habrá dificultades, que nos dolerán los brazos y las manos se llenarán de polvo, pero al fin y al cabo, como dije una vez, el hornero nunca se olvida del nido que construye metiendo las alas en el barro.

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