Operativo Tilcara 86: de viaje a lo más alto

Por Juan Bautista Duizaide

Hace unos días, mientras intentaba amarrar en la amarra isleña atestada, me sorprendió por enésima vez la canción “Muchachos”. Bajando el río Tigre venía un ocho con timonel, bastante raro de ver, tripulado por adolescentes de a lo sumo dieciséis años, que sin dejar de remar cantaban a voz en cuello, mucho más eufóricos que afinados. Alcanzaron la popa de mi lancha justo en el momento en que la letra de esta canción ya pandémica asegura, con una eficacia que descree tanto de la métrica como de la eufonía, “y al Diego desde el cielo lo podemos ver”. En ese momento me vieron, nos vimos, y sin dejar de sonreír, largaron los remos y empezaron a agitar sus brazos en alto saludándome. Como si me dijeran, vos lo viste, nosotros no, pero de todas maneras también es nuestro.
El episodio, además de encarnar una complicidad celebrable, y de llevarme a pensar en ciertas continuidades, en tiempos largos, me hizo advertir un efecto de la obtención del campeonato mundial que no había advertido. Lo del 86 pasa a ser historia o mitología. Ya no un presente continuo. Ya no ese peso de las generaciones muertas que oprime a los vivos, mentado por Marx en “El 18 brumario de Luis Bonaparte”. Y, para colmo, encarnado en este caso no en las mejores figuras de aquella gesta, ya muertas (Maradona, Brown), ya calladas (Valdano, Burruchaga), sino en un personaje como el televisivamente ubicuo Cabezón Ruggieri.


Me parece que en tal sentido va el reciente libro de “Operativo Tilcara 1986, diez días que conmovieron al fútbol”. En sus páginas se narra en principio la estadía en esa localidad, durante dos semanas, de catorce jugadores de la selección argentina que obtendría el campeonato del mundo de 1986, con el objetivo de adaptarse a condiciones de altura y climáticas similares a las que tendrían en México. A través de ese episodio clave se narran también la intraductibilidad entre dos épocas, y entre dos deportes que se llaman ambos fútbol pero ya no son iguales. Pero sobre todo, se narra un viaje no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Algo que no debería extrañar, ya que Provéndola es un especialista no sólo en el relato de viajes, sino en indagar acerca de la figura misma del viaje (algo notable en un libro anterior: “Autostop”).
Además de las rupturas entre lo que era una localidad pequeña y lo que es hoy un centro turístico, entre el aislamiento y el mundo hiperconectado, entre un fútbol que permitía esta clase de aventuras “locas” y un fútbol que “presta” a los jugadores recién pocos días antes del campeonato mundial, son notables las continuidades que deja entrever entre los del 86 y la Scaloneta: el estudio de las condiciones en que se jugará y de los rivales, el peso del equipo sobre lo individual, la predisposición para hacer lo necesario y hasta lo dudoso en pos de la excelencia deportiva y, con suerte, llegar así al triunfo. Last but not least, la fundación de grupos con mística y con épica. Eso en lo que tanto Bilardo como Scaloni destacan. Uno de manera al menos en apariencia más cuerda, y otro rompiendo toda clase de moldes respecto a lo esperado y esperable de un director técnico. Aunque vistos los resultados, glosando a Hamlet se podría decir: “Doctor Bilardo, hay método en su locura”, o “señor Scaloni, hay locura en su método” (llevar debutantes, jóvenes, desconocidos, cambiar de dibujo táctico partido a partido… todos pecados para el periodismo dominante… hasta que se ganó).
El futbolero Provéndola luce una prosa que supera ampliamente a la media de los periodistas deportivos -lo cual no sería por sí gran mérito-, y una capacidad narrativa que resulta como invitarnos a compartir el viaje de aquellos catorce muchachos a la lejana Tilcara en tiempos de paros generales, crecimiento de la deuda externa, hiper inflación y sordos ruidos amenazando desde los cuarteles. También es de festejar que no incurre en vicios como el hinchismo, el canchereo o la exhibición de la improbable posta que suelen apestar al gremio. Y tal vez por ser también miembro destacable de otro gremio superpoblado (el de los periodistas musicales) pone en acto algo extraordinario que debiera ser habitual: pensar la escritura como una composición, con sus ritmos, sus alturas, sus intensidades. Como hace un buen equipo de fútbol.

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