Palestina: Los ojos de Handala

Esta es la historia de Handala, un personaje que saltó de la viñeta para convertirse en bandera de lucha para el pueblo palestino. De la denuncia valiente a la crítica feroz, del homenaje a los mártires a la incitación a la revuelta, Handala se multiplica hasta hoy por los muros de Gaza y Cisjordania. En tiempos de masacre y resistencia, una mirada a la leyenda de una caricatura que se transformó en guía luminoso y en el peor de los enemigos para el ejército israelí.

Por Hugo Montero  

“Nunca tuve miedo, ni me invadió nunca la sensación de fracaso o la desesperación. Nunca me rendí. Me enfrenté a los ejércitos con caricaturas y dibujos de flores, balas y esperanza. Sí, la esperanza es esencial, siempre”

Naji al Ali

1. Handala no nos mira. Es más, nos da la espalda. Y es indudable que en ese gesto mínimo, multiplicado por mil en cada una de las viñetas que lo cuentan como testigo o protagonista, respira una mueca de reproche. Algo en su frágil estampa resulta inquietante. Handala observa la escena como nosotros, en silencio. Sus manos aparecen cruzadas a la espalda, como si esperara algo. No nos ignora, incluso parece esperar algo de nosotros, los lectores. Eso es: Handala espera. Ese pibe de diez años, descalzo, vestido con ropas remendadas y cabellos erizados, espera.

¿Qué espera Handala de nosotros? ¿Por qué su obstinada presencia nos inquieta? ¿Quién es este pibe, un habitante más de un campo de refugiados palestinos, que nos da la espalda y nos interroga con su filoso silencio? ¿Por qué no se vuelve y nos mira y nos habla del exilio, de la traición, del olvido, de las masacres, de la historia del pueblo que merodea su universo en blanco y negro? Quizá porque su mudez es, también, una voz. La silenciosa voz de los oprimidos, la voz de los palestinos que debieron transitar la senda del exilio y que desde entonces siguen penando por una tierra arrebatada, siguen luchando por la desgarrada ilusión de una patria liberada, siguen respirando el sueño de un destino donde su voz, por fin, recupere los ecos perdidos en la montaña y el desierto.

Handala nació un 13 de julio de 1969 encerrado en una viñeta, en la contratapa del diario kuwaití Al-Siyyasa, del lápiz de quien se convertiría, a partir de la impronta de sus caricaturas políticas, en el artista más popular del mundo árabe. Naji al-Ali era su nombre. “Handala nació con diez años, y siempre tendrá diez años. Esa es la edad que yo tenía cuando dejé mi país. Handala solo crecerá cuando retorne a Palestina. Las reglas de la naturaleza no se cumplen con él. Es una excepción, y las cosas sólo serán naturales cuando retorne a su tierra. Este niño es una representación simbólica de mí mismo y de todos los que viven y sufren la misma situación. Se lo ofrecí a los lectores, y lo llamé Handala, como símbolo de la amargura. En un principio lo presenté como un niño palestino, y con el desarrollo de su conciencia adquirió una perspectiva patriótica y humana”, explicó. En el nombre de Handala se vislumbra otro símbolo: al-handal es una hierba común y silvestre en Oriente Medio, reconocida por el sabor amargo de su fruto, pero también porque sus fuertes raíces le permiten volver a brotar una y otra vez en mitad del desierto.

“En el Golfo alumbré este niño, y se lo ofrecí a la gente. Quise dibujarlo inquietante, incluso feo; con el pelo erizado, porque los erizos utilizan su pelo como un arma… Este niño, como pueden ver, no es ni guapo, ni mimado ni está bien alimentado. Va descalzo como muchos niños en los campos de refugiados. En realidad es feo y ninguna mujer querría tener un hijo como él. Sin embargo, quienes llegan a conocer a Handala, como descubrí más tarde, lo adoptan porque es sensible, honesto, charlatán y un buscavidas. Es un icono que se queda mirándome mientras duermo”, detallaba el dibujante. “A pesar de su aspecto, tiene un corazón puro, con una conciencia que huele a almizcle y a ámbar; y estaría dispuesto a matar a quien intentara hacerle daño. Tiene las manos a la espalda como señal de rechazo a todas las ataduras negativas en nuestra región”, añadió más tarde.

Handala no nos mira, pero su aspecto nos perturba, aún del otro lado del tiempo y del papel. Y nos perturba porque espera algo de nosotros. Ni él ni nosotros, en definitiva, somos espectadores de la escena dibujada por la tinta de Al-Ali. En eso estamos, Handala y nosotros, esperando frente al papel. Él, una respuesta. Nosotros, una historia a conocer.  

 

2. La biografía de Naji al-Ali se asemeja bastante a la de tantos otros miles de palestinos. Nació en 1937 en la aldea de Al-Shajara (“el árbol” en árabe), entre Nazaret y el lago Tiberíades, en Galilea. Como la de tantos otros compatriotas, la raya de su historia se interrumpe con un profundo abismo en 1948: el Nakba (la “Catástrofe”). Su aldea natal –al igual que otras 480– fue borrada del mapa y sus habitantes aniquilados o expulsados a fuerza de fuego y balas israelíes. Su familia se encontraba entre las que pudieron tomar el camino del exilio: su destino lo empujó hasta el sur del Líbano, Ain al-Hewa, cerca de Sidón, uno de los tantos campamentos que albergaron a 900 mil palestinos escapados de la carnicería sionista. Los recuerdos de aquellos días sobreviviendo como parias entre las tiendas de refugiados perdurarían para siempre en la memoria de un Naji con apenas diez años, y con el tiempo serían citas frecuentes en sus caricaturas: “La población de los campos era el pueblo de la tierra de Palestina. No eran los comerciantes o propietarios de tierras. Fueron los agricultores, aquellos que cuando perdían sus tierras, perdían sus vidas. La burguesía nunca tuvo que vivir en campamentos de refugiados, donde los habitantes están expuestos al hambre y todo tipo de opresión y degradación. Familias enteras han muerto en nuestros campamentos. Esos son los palestinos que permanecen en mi mente, aún cuando mi trabajo me lleve lejos de ellos”.

La vida cotidiana en el campamento discurría entre enormes carencias y un sentimiento de tristeza que fue mutando en nostalgia entre aquellos expulsados de su tierra. Mientras tanto, el mundo occidental miraba hacia otro lado, cómplice de la ocupación israelí sobre los territorios palestinos. Para Naji, “la mayoría de los niños y niñas de la generación de los cincuenta, a la que yo pertenecía, sufrió un profundo abatimiento. Lo que veíamos en los ojos de nuestros padres y madres no tenía que ver con los hechos, pero expresaba un dolor que fue el idioma con el que aprendimos a leer el mundo; un idioma que a veces encuentra su salida en el discurso y a veces en los hechos”. Con la infancia suspendida, los jóvenes de Ain al-Hewa alternaban sus duros oficios diarios (los palestinos fueron bien recibidos en Líbano como una baratísima mano de obra) con un compromiso político que fue creciendo con el paso de los años. “Tan pronto como fui consciente de lo que estaba sucediendo, de la destrucción de nuestra región, me di cuenta de que tenía que hacer algo. Primero lo intenté en política, hasta intenté incorporarme a un partido. También participé en manifestaciones, pero ese no era realmente yo. Los agudos gritos que sentía en mi interior necesitaban un medio de expresión diferente” explicaba Naji, quien trabajó como agricultor, mecánico y electricista antes de visitar asiduamente las cárceles libaneses por su militancia en el Movimiento Nacionalista Árabe, a fines de los cincuenta. Pero ni siquiera en esos casos extremos de aislamiento se permitió una pausa en su obsesión: el dibujo. “Comencé a dibujar en los muros de nuestro campamento, y aprendí a hacerlo en prisión: mientras otros aprendían a hacer manufacturas o a escribir poesía, yo dibujaba en las paredes de la cárcel. En ese período, los refugiados habían comenzado a desarrollar cierta conciencia política como reacción a lo que sucedía en la región: una revolución en Egipto, una guerra de independencia en Argelia, muchas cosas bullían a lo largo del mundo árabe”, detalló.

De repente, todo el mundo árabe se sumaba a la oleada de liberación en un contexto marcado por el surgimiento del líder egipcio Gabal Nabder Nasser y sus ideas de panarabismo y socialismo árabe. Ante ese escenario, Naji comenzó a profundizar su trabajo como dibujante y a vislumbrar la utilidad de su oficio como singular herramienta de comunicación con los pueblos que se revelaban: “Empecé a utilizar el dibujo como forma de expresión política mientras estaba en las cárceles del Líbano. Sentí que mi trabajo era hablarle a mi gente, a la gente de los campos de refugiados en Egipto, en Argelia; y a los árabes de toda la zona, que tenían pocas posibilidades de expresar sus puntos de vista. Sentí que mi trabajo era incitarlos. En mi opinión, la función de un dibujante político es proporcionar una nueva visión. Es, en cierta manera, un misionero”.

¿Era posible difundir ideas, expresar sentimientos, incentivar rebeldías de la mano de una viñeta? ¿Podía la caricatura política transformarse en un arma revolucionaria y eludir la censura de los enemigos y las divisiones de los amigos? “Una caricatura que expresa el precio de los tomates ya contiene un mensaje político”, explicó Naji, quien sin esperar dar con una respuesta certera a los interrogantes previos, puso todo su talento en perfeccionar su voz, su discurso gráfico, a través de una novedosa variable que le permitía sintetizar el presente palestino y proponer alternativas con formas simples y al alcance de todos los lectores: “La caricatura es un recurso de los oprimidos y excluidos, de quienes pagan un alto precio por sus vidas, llevando sobre sus hombros la carga de los errores cometidos por las autoridades. Todo lo que tienen fue difícil de obtener, y todo lo que es duro y cruel recae sobre ellos. Luchan por sus vidas y mueren jóvenes, en tumbas sin ataúdes. Yo estoy con ellos en las mazmorras, observando y sintiendo el pulso de sus corazones, el flujo de la sangre en sus venas”.

La oportunidad de demostrarlo le llegaría en 1961, cuando el periodista y escritor Gassan Kanafani, líder del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), le ofreció publicar algunos de sus dibujos en la revista nacionalista Al-Hurriya (Libertad en árabe), de la que era editor. La propuesta de Kanafani, el mismo joven intelectual que tiempo después refundaría la literatura palestina, le dio a Naji el impulso que le faltaba para terminar de hurgar en sus propias convicciones. Armado con un lápiz, algunas ideas sueltas y un manojo de papeles, puso en marcha su imaginación.

3. La aparición recurrente de Handala en sus caricaturas no sólo representó para Naji el medio para expresar opiniones, críticas y nuevas alternativas. También significó un modo simbólico de abrazar las raíces con su patria negada, de eludir las brumas que volvían difusa su identidad. De algún modo, aquel niño desvalido del campo de refugiados, que tanto se parecía al propio dibujante durante su infancia, fue un despertador que siempre sonaba ante cualquier distracción; que podía arrancar a Naji de las telarañas del egoísmo o del olvido. “Tuve amigos con los que compartí trabajo, protestas y días en prisión, hasta que un día se convirtieron en tanabel [hombres pequeños, aquellos que sólo se ocupan de sus propios intereses] y se dedicaron a los negocios. Me preocupaba convertirme también en algo parecido y consumirme”, reconoció. Pero allí tuvo siempre a mano la figura inquietante de Handala. Y el propio dibujante no podía permanecer impasible ante el gesto esquivo de su propia criatura. El mismo que amplificaba su mensaje político a través de la metáfora, la ironía o el contraste, despertaba de un sacudón a su propia conciencia y le exigía poner manos a la obra sin dilaciones: “Handala me protege de ciertas conductas y del desarraigo. Handala es leal a Palestina y no me permitirá ser indiferente. Me protege de la cobardía, y me impide retroceder. Ese niño es como una gota de agua fresca en la frente, me llama la atención y me preserva del error por indecisión. Es la aguja de la brújula señalándome constantemente hacia Palestina. Palestina no sólo en términos geográficos, sino en un sentido humanitario, en un símbolo de la causa justa que puede hallarse en Egipto, en Vietnam o en Sudáfrica”. Es que, indudablemente, la conexión de Naji con Handala iba más allá de trazar en su figura elementos reconocibles de su pasado como refugiado. En cada viñeta, Naji dejaba a Handala apropiarse de su propia historia, ser él mismo en blanco y negro: “Handala, ese joven descalzo fue un símbolo de mi infancia. Fue la edad que tenía cuando me fui de Palestina y, en cierto sentido, todavía tengo esa edad el día de hoy. Si bien todo esto sucedió hace 35 años, los detalles de ese período de mi vida están muy presentes en mi mente. Creo que hoy puedo recordar y sentir cada arbusto, cada piedra, cada casa y cada árbol que me encontré cuando era niño en Palestina”.

Lo extraordinario, en todo caso, era que Handala representaba no sólo las decepciones y las esperanzas de su autor, sino las de tantos otros miles de palestinos y árabes en general. La comunicación que se fue generando a través de Handala y del resto de los personajes que simbolizaban los diversos estratos sociales de la región, fue potenciando ese sentimiento inequívoco de identificación. Handala era el pueblo palestino, el mismo pueblo que nos daba la espalda ahora a nosotros, los lectores, quienes aún hoy seguimos eligiendo darle la espalda a su propia historia. Por eso la viñeta atravesó las restricciones de la censura, contagió a cada lector con un mensaje claro a partir de ideas gráficas (en zonas donde el analfabetismo y la estricta censura complicaban cualquier difusión discursiva) y transformó aquella historieta en un editorial político de enorme potencial revolucionario. Singular, masiva y profundamente agitativa, la creación de Naji arrasó con las barreras y creció hasta cobrar la forma de un arma. Si la defensa de la causa palestina y la lucha contra la ocupación israelí fueron desde el principio el corazón de su mensaje, el dibujante no esquivó el desafío de avanzar sobre temas complejos como la unidad árabe, el peso del petróleo como moneda de cambio para frecuentes traiciones de parte de las monarquías árabes, la burocracia y la corrupción de las dirigencias políticas (aún de las organizaciones progresistas o revolucionarias), las presiones de Estados Unidos sobre la región; sin olvidar, en ningún caso, la enorme desigualdad y la exclusión de aquellos para quienes Naji sabía que dibujaba: la multitud de refugiados que de forma frecuente eran espectadores de las negociaciones en las altas esferas. Por esa razón, por sus controvertidas opiniones y sus lacerantes miradas sobre la realidad palestina, fue que Naji acumuló resistencias y hasta odios en el mundo árabe. Su lápiz era una filosa daga que podía enterrarse en la carne de los poderosos, incluso de los burgueses palestinos, a quienes el dibujante siempre tenía entre ceja y ceja. De allí su decisión de apostar siempre por la unidad de las fuerzas palestinas, para no perder nunca de vista el objetivo, más allá de las diferencias religiosas y partidarias: “Yo milito para la causa palestina y no por las facciones palestinas individuales. No trabajo en nombre de alguien, sólo dibujo para Palestina, que para mí comprende desde el Océano Atlántico hasta el Golfo”, aseguraba, defendiendo su lugar de independencia.

Otro tema que marcó siempre a Handala fue la ilusión del regreso que es, junto con la derrota y el exilio, el gran tema de la historia palestina. “Cuando me fui de Palestina y vivía en el campamento de refugiados, mi obsesión y la de mis compañeros era regresar. Éramos niños y no nos podían prohibir pensar en nuestra causa y pensar en las maneras en las que volveríamos algún día. Soy un hombre que lleva su tienda de campaña en la espalda, y mi pueblo son los pobres”, explicaba.

4. A principios de los años 60, Naji al-Ali viajó con sus dibujos y bocetos hacia Kuwait. En ese momento, y tal como lo describe magistralmente Kanafani en su novela Hombres en el sol, Kuwait representaba para los refugiados palestinos la tierra de las oportunidades. Consiguió un puesto como limpiador en la redacción de Al-Talia´a, la revista del Partido Progresista local, y muy de a poco se impuso a fuerza de creatividad e ingenio a través de sus caricaturas. 

En esa etapa comenzó a incorporar a Handala como protagonista principal en sus viñetas, pero siempre apelando a otros personajes laterales de fuerte contenido simbólico: Fátima, la buena mujer (la esposa, la madre o la luchadora por la libertad, cuando no la misma patria palestina); Al-Zalama, el buen hombre (el típico refugiado, descalzo y hambriento, que pelea por la unidad árabe y se enfrenta a las autoridades exigiendo respuestas) y el Morón (registro fiel de los poderosos, corruptos y traidores de turno, cómplices por pereza o cobardía, que aparecían dibujados como bolsas de grasa sin piernas). El impacto de los dibujos de Naji fue creciendo por toda la región. En poco tiempo, sus viñetas eran comentario obligado en el mercado callejero, en la oficina de los dirigentes y, principalmente, en los campamentos de refugiados.

En 1971 el dibujante decide regresar al Líbano y desde los periódicos de ese país ahonda sus críticas contra la complicidad de algunos regímenes árabes con la opresión israelí y los intereses estadounidenses. En una de sus caricaturas, varios líderes árabes se reúnen en torno a una mesa llena de comida y bebida, mientras uno levanta su copa y exclama: “Como solidaridad por todos los niños de los campos de refugiados que se mueren de hambre… un brindis”. Incómoda verdad para muchos, era nada menos que la voz de los pobres que, por fin, se abría paso en la contratapa de los diarios para romper con tantos años de oportunismo y negocios turbios. También fue la oportunidad para Naji de volver al lugar que lo había cobijado después del Nakba. Pero las cosas habían cambiado: “Cuando regresé me dolió lo que vi. Sentí que Ain al-Hewa había sido más revolucionario antes, cuando había una clara visión política y uno conocía mejor a sus amigos y enemigos. Entonces teníamos un objetivo concreto: la plena restitución de la tierra de Palestina. Cuando regresé, el campamento era una selva de gente armada que carecía de esa claridad política. Se habían dividido en tribus porque varios regímenes árabes habían irrumpido con los dólares de su petróleo y habían corrompido a muchos jóvenes. El campamento había sido siempre un vientre que generaba cientos de luchadores por la libertad; pero ahora estaban tratando de detener ese proceso”.

Al mismo tiempo que su trabajo iba ganando popularidad, Naji aprendía a convivir con las amenazas. Sus enemigos se multiplicaban al mismo ritmo que ganaba influencia su propio discurso. En poco tiempo, la voz del dibujante ocupó un lugar decisivo en el imaginario popular como una referencia revolucionaria de resistencia y dignidad. “Allí, rodeado primero por la violencia de las diversas facciones y después por la invasión israelí, afronté todo con mi pluma, día a día. Nunca tuve miedo, ni me invadió nunca la sensación de fracaso o la desesperación. Nunca me rendí. Me enfrenté a los ejércitos con caricaturas y dibujos de flores, balas y esperanza. Sí, la esperanza es esencial, siempre”, afirmó.

En 1974 estalla la guerra civil en Líbano y Naji decide unirse a la resistencia de los fedayín palestinos, atrincherados en Beirut oeste. Entonces escribe: “Todo lo que nos rodea es gris, pero en condiciones como estas es que mi función se vuelve más clara. Mis sentimientos están más claros, hay que desenmascarar a los que se llenan la boca con palabras… La lucha es el único idioma para restablecer nuestros derechos”.

El objetivo que perseguía Israel (aniquilar la resistencia de las fuerzas palestinas en la región), recién pudo desplegarse en toda su criminal dimensión a partir de 1982, cuando los tanques y aviones sionistas invadieron Líbano y desataron un bombardeo que dejó 15 mil muertos. La región entera había transfigurado sus paisajes hasta convertirse en una sucesión de aldeas y ciudades en ruinas, con fuego y escombros en cada esquina y la devastación a cada paso. “Un día, camino a casa, vi a un hombre que vagaba por la calle completamente desnudo. La gente lo miraba horrorizada. Llamé a mi esposa y buscamos algo de ropa. Le preguntamos qué había pasado, pero permaneció en silencio. Después de hacer algunas averiguaciones, me enteré que era de Saida y que después de varios días de incesante bombardeo, se había decidido a salir de su casa para buscar un poco de alimento para sus hijos. Pero era inútil, no había tiendas abiertas. Cuando regresó sobre sus pasos, descubrió que su casa había sido destruida, con su esposa y sus ocho niños dentro. Cuando nos mudamos a la costa pasamos por delante de aquella casa. Allí leí una pequeña señal escrita con un pedazo de carbón de leña: ‘¡Tenga cuidado! Aquí reside la familia…’. El hombre había escrito el mensaje, porque los cuerpos todavía estaban enterrados bajo los escombros”, relataba.

 

5. “Siempre estuve preocupado por mi incapacidad para proteger a las personas. ¿Cómo podría defender a alguien con mis dibujos? Solía desear salvar la vida de al menos un niño. Por eso, creo que es imposible para cualquier artista transmitir estas circunstancias. Mientras los cadáveres seguían en las calles, muchas mujeres regresaron a sus hogares y se pusieron a trabajar para reconstruir sus casas con cualquier madera o piedra que encontraban con el fin de proporcionar un refugio a sus hijos. Mientras los hombres eran detenidos en campos de prisioneros o se escondían de las patrullas israelíes, las mujeres y los niños reconstruyeron Ain al-Hewa. Unas de las razones por las cuales los israelíes golpearon tan duro contra los campamentos, fue porque son el verdadero corazón de la revolución”, explicó el creador de Handala.

Varios intelectuales palestinos, Naji entre ellos, alertaron sobre el peligro que supondría avanzar en las negociaciones de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) con Israel cediendo en la exigencia de retirar las milicias palestinas, un abandono que dejaría a cientos de miles de refugiados sin protección alguna y a merced del temible ejército israelí y sus aliados fascistas de las falanges libanesas. Pese a ello, la tregua se acordó y la OLP abandonó Líbano. Apenas un par de días más tarde, comenzó la cacería. La respuesta fue la célebre masacre en los campos de Sabra y Chatila, donde en 36 horas de barbarie y avanzando casa por casa, los carniceros israelíes y sus cómplices libaneses mataron a 2.800 refugiados, en su mayoría ancianos, mujeres y niños.

Naji permaneció seis meses más en territorio libanés, oculto en un sótano de Beirut hasta que pudo regresar a Kuwait. La invasión del Líbano había dejado heridas imposibles de cicatrizar. Una de ellas había sido la necesidad de dejar atrás, una vez más, el campo de refugiados en cuyos muros había comenzado a despuntar el vicio de la caricatura: “Cuando me fui del Líbano, Ain al-Hewa ya había sido reconstruido. Las paredes que habían sido demolidas se volvieron a levantar, una vez más llevaban las consignas: ‘¡Viva la revolución palestina!’, y ‘Gloria a los mártires’. Esa hazaña no fue realizada bajo la dirección de ninguna persona en particular; sucedió espontáneamente, en una especie de armonía colectiva. Fue el orgullo del pueblo y el sentido de la dignidad lo que los obligó a persistir”.

Otra vez en Kuwait, y a partir de su trabajó en Al-Qabas (el diario más popular en Oriente Medio), sus críticas fueron ganando temperatura: no dudó en denunciar a los dirigentes de la OLP por su complicidad indirecta con las matanzas e hizo público un comentario frecuente entre los refugiados: que un puñado de familias de la burguesía palestina se repartían el poder de la OLP, cómodamente instaladas en el exilio y más preocupadas por defender sus intereses económicos que por cualquier lucha por la liberación de su pueblo. También fustigó a las oligarquías árabes que negociaron con Estados Unidos alianzas para mantener el poder y el control del millonario negocio petrolero. “Aunque no soy un militar y nunca he utilizado un arma de fuego en mi vida, creo que habría sido posible infligirle pérdidas mucho mayores a las fuerzas israelíes durante la invasión. Es por eso que comencé a tener la sensación de que algunos regímenes árabes formaron parte de una conspiración para ‘limpiar’ el sur del Líbano con el objetivo de destruir el poder militar de Palestina y así imponer una solución ‘pacífica’. Esa era la ‘zanahoria’ que nos mostraron a partir de las soluciones propuestas desde Estados Unidos”, detalló entonces.

La claridad política de Naji, su influencia a nivel popular y su decisión de avanzar sin reparar en supuestos prestigios que negociaban a espaldas del pueblo, volvían su trabajo en una amenaza concreta. Handala no sólo era recibido por los humildes como un vocero de sus propias ideas; para muchos palestinos las viñetas de Naji eran ahora una plataforma política, una síntesis revolucionaria y la punta de lanza para comenzar a exigir cambios de fondo. Demasiado riesgo para burócratas y oportunistas, que desplegaron una masiva campaña de difamación contra Naji, a partir de boicots contra su trabajo y hasta organizando actos públicos de repudio. El matutino Al Watan registra ese momento: “Naji al-Ali es un fenómeno humano, un fenómeno hijo de Palestina, hijo de la tierra, hijo del pueblo árabe. Nadie mejor que él muestra los sentimientos, las expectativas, las tristezas y los estados de ánimo de millones y millones de árabes del océano hasta el Golfo… En otros países, un fenómeno tan raro como Naji al-Ali está protegido, estimulado. Con nosotros, sin embargo, para el tratamiento de sus propios intereses, algunos de nuestros dirigentes no dudan en pensar en destruir, en eliminarlo…”.  

La presión fue creciendo, las amenazas se multiplicaron pero el silencio nunca fue una opción para el dibujante: “Cuando no puedo encontrar un periódico que publique mi trabajo, puedo continuar dibujando en la playa, en los árboles o en el viento. Alrededor nuestro todo es gris, pero en estas condiciones es cuando  mi papel se vuelve más claro: tengo que denunciar a los que se llenan la boca con palabras, tengo que movilizar y sensibilizar a la gente, la lucha es el único idioma…”, advirtió entonces. En 1985 eligió como alternativa el único camino que le quedaba para no doblegarse ante la censura de sus propios dirigentes ni ceder en sus opiniones, cada vez más radicalizadas: el exilio.

Como ningún Estado árabe aceptó recibirlo, el único destino posible fue Londres. Desde allí, su trabajo para Al-Qabas no sólo no se detuvo, sino que se expandió de un modo inédito para un caricaturista. Las tiras de Handala eran devoradas por lectores en decenas de periódicos y revistas árabes; desde El Cairo hasta Bagdad, desde Abu Dhabi hasta Túnez, desde Londres hasta París.

Su trabajo febril apenas se interrumpió aquella tarde del 22 de julio de 1987, a la salida de las oficinas de Al-Qabas en el centro londinense. Un sujeto que nunca pudo ser identificado lo cruzó en la calle y le disparó a quemarropa. Murió después de permanecer en coma cinco semanas. Una semana antes lo habían amenazado, como tantas otras veces. Cuando Scotland Yard detuvo a Ismail Hassan Sowan –un doble agente del Mossad infiltrado en una organización palestina–, el espía informó que desde hacía tiempo Naji era un objetivo a aniquilar por parte de un sector de la OLP, disconforme con sus agudas críticas contra la corrupción en la organización. Maniobra distractiva o verdad a medias, lo cierto es que los detalles del crimen nunca fueron esclarecidos por la policía británica y durante muchos años una nebulosa estela de dudas rodeó su asesinato.

Naji al-Ali tenía 49 años, y por más de tres décadas había sido un crítico implacable y un soñador empedernido que imaginó, una y mil veces, los trazos del dibujo aquel que marcaría el regreso de su pueblo a la tierra que siempre le perteneció.

6. Nadie recuerda a ciencia cierta cuándo fue la primera vez que la silueta de Handala apareció en las paredes de Gaza. Todos los niños palestinos creen que estuvo allí desde siempre, pero que comenzó a multiplicarse a partir de 1987. ¿Cuándo aquel niño refugiado, descalzo y de aspecto inquietante, había comenzado a dejar atrás su aparente pasividad? ¿En qué momento preciso sus manos dejaron la espalda para levantar una bandera o empuñar un fusil? Siguiendo el hilo de las viñetas de Handala, los cambios más notorios comenzaron a manifestarse a partir del verano de 1982, durante la invasión de Israel en Líbano. Desde entonces, una transformación se operó en el ilustrador y en su personaje: Handala comenzó a levantar sus brazos con rabia, a incitar a sus compatriotas a la revuelta con la esperanza de ser escuchado. De hecho, muchos lectores discuten acerca del rostro de Handala que un día, nunca del todo bien definido, los miraba no ya interrogándolos por tanto silencio. Ahora los empujaba a la lucha.

“¿Cuándo la gente podrá ver el rostro de Handala? Cuando la dignidad árabe no se vea amenazada y haya recuperado su libertad. Porque la mayor de las luchas es seguir adelante a pesar de las contradicciones. Handala es testigo de una generación que no murió, que no morirá nunca. Él es eterno. Espero que no sea una exageración cuando digo que Handala seguirá vivo, incluso, después de mi muerte”, había profetizado Naji al-Ali.

Ahí estaba Handala, entonces. Era 1987 y su mensaje, por fin, había llegado. De las calles brotaron niños como él, hambrientos, descalzos, armados de un coraje a prueba de injusticias. Llevaban piedras en las manos. Enfrente, se alineaban los tanques del carnicero israelí. Detrás, en las sombras, se ocultaban los burócratas y los traidores. Salieron a las calles y eran miles. Pibes armados con gomeras, multiplicados en cada esquina, y sus voces recitaban la canción tantas veces escuchada. Palestina, gritaba ese ejército infantil que brindó la lección más conmovedora de la historia árabe. De algún muro, de cualquier muro, emergió la figura de un pibe descalzo, con la ropa remendada y el pelo erizado. Nadie notó que ahora saltaba a la calle. Que avanzaba con una piedra en la mano. Que tomaba carrera. Pero todos lo sabían. Handala había encendido la Intifada.

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