Postales del Subsuelo 9: voces de la cotidianidad

Un nuevo ciclo de Nina Ferrari poniéndole la voz a las voces de lxs autorxs del conurbano, a escritorxs de los bordes, esos que no están en el centro de la escena, pero que existen a lo largo y a lo ancho del país. A ellxs queremos darles este espacio, desde Editorial Sudestada, continuar el camino que inició Hugo Montero: reivindicar el arte popular y darle lugar a las voces que están por fuera de los circuitos culturales hegemónicos. Así como el neoliberalismo propone mercantilizar el arte a través de la cultura del ego y la supremacía del individuo, nuestra resistencia propone redistribuirlo todo: hasta la belleza

Por Nina Ferrari

“Sala de espera” de Alejandra Di Ricci

Llego del patio con el orégano entre las manos como si transportara una maraña de  cables. Abro la canilla con la izquierda, lo remojo y lo zarandeó un poco en el colador para  despegar pelos de gata y separar algún pasto con aire de grandeza infiltrado. Me  concentro al punto del seño fruncido. Cada rama flaca se enmaraña con otras ramas  flacas llenas de hojas de orégano diminutas. Es un manojo imposible de emprolijar. 
Me gustan las cosas enmarañadas, sobre todo las que aparentan ocupar mucho espacio  pero no. Como los pelos enrulados, que arman un marco de arboleda a la cara, pero si los  tocas, están llenos de aire. O la espuma que, a la distancia, puede tener dimensiones de  muralla pero desaparece con la primera caricia. 
La humedad de ese enriedo esponjoso de ramas me despierta el olfato y el olfato el  hambre y desvío la mirada para asegurarme que los tomates que saqué de la heladera  efectivamente estén ahí, sobre la mesada. 
Paula pasa por al lado mío y se lleva el tomate a la nariz para arrancarle el aroma y con la  mano libre abre el cajón para sacar un cuchillo. Me roza la cintura con el revés de la mano  del cuchillo y yo detengo todo movimiento, hasta el de la respiración. Ella sigue con total  normalidad, como si tocarnos fuera algo recurrente, como si hubiera abierto ese cajón  ayer, hoy o todos los días. Ni bien puedo retomo el aliento y el asunto del orégano. 
Después de casi un año de misterio y Whatsapps de tildes azules sin responder, ella está  parada en mi cocina sacudiendo un tomate y un cuchillo al ritmo de Lucy Patané, contándome historias manija, disparando miradas pícaras, tentándome de rulos café. 
Paula me habla y me dibuja una puertita en el azulejo blanco de la cocina, como una  invitación irresistible a su mundo. Conozco el riesgo y sé que quizás no sea capaz de  salir. Pero ahí estoy, entre la puerta del azulejo y el filo del cuchillo. 
—Mejor no lo peles—digo. 
—Así se digiere más fácil. 
—No me cae mal con cáscara, me gusta así—insisto. 
—Está llena de pesticidas la cáscara, Emi. Es un segundo, mirá, ya está. 
Me quedo mirando el montoncito rojo de cáscara de tomate en el borde de la mesada sin  hacer nada. Cuando menciona mi nombre, que siempre suena tan musical en su boca,  me doy cuenta de que estoy a un paso de aparecer del otro lado, del suyo. Mientras dejo  secar el orégano, me giro para quedar frente a ella. Enseguida mi cuerpo ensaya una  pose de seguridad ilustrada y me apoyo contra la columna con una mano en la cintura balanceando un pie en el borde del escalón del desnivel. Solo quiero verla, recorrerle las  curvas, saltar de un golpe de vista de la boca a sus tetas y de las tetas al arito del ombligo  que se asoma debajo de la musculosa rayada. Sé que en el recorrido es muy probable  que alguna parte del cuerpo me delate o que un escalofrío me haga parar los pelitos de  los brazos y me quede desnuda de golpe. 
—Lo más difícil es guardar la postura cuando la gente se pone idiota, y viste que los  hospitales también están llenos de gente idiota. Que se me corrió la sábana un centímetro  y medio, que porqué no me pusieron el suero de este lado, que el médico me dijo que la  llame para que me controle la guía. Y así todo el día. ¡Qué densos! Definitivamente, la  enfermedad no te inmuniza de la idiotez. ¡Soy la enfermera no tu mamá! 
—Me imagino.— apenas puedo decir. Y dudo si realmente lo dije o solo lo pensé. No  entiendo ni medio de hospitales y nada de lo que ella dice logra distraerme de su cuerpo.  Cuerpo que construyo al volver a mirarla, como si fuera la primera vez. Ahora recorro sus  manos pálidas y hábiles que imagino sobre mí y observo la danza que hacen sus piernas  cuando se sabe centro de atención. 
—Antes al menos había algún familiar que se quedara al lado de la cama, pero ahora  nosotras tenemos que estar ahí para todo. 
Me retumba “nosotras” en el pecho. Mi mente se fuga a esa noche de nosotras de hace  un año atrás y tengo que hacer un esfuerzo para volver. Quedo repitiendo “nosotras” para  adentro como un mantra invocador. 
—Menos mal que con Clari, mi compañera de la noche, nos re cubrimos. Ella llega  temprano y si hace falta se pone los guantes de toque, incluso fuera de su horario. 
Me giro y quedo frente al orégano que me mira más flaco que antes e intento perderme en  el bosque de hojas diminutas mientras preparo una cara de comprensión antes de volver  a mirarla. 
—Todos los médicos están muertos por Clari,— dice riéndose con un tono triunfal que  me irrita. Nosotras les recibimos el coqueteo. Después los deliramos. Son tan  cuadrados…capaces de hacer una traqueotomía pero sin un gramo de picardía para la  seducción. 
“Clari” se me hace fuego en la garganta. Abro la heladera con urgencia y tomo agua sin  respirar. Creo que Paula nota mi incomodidad, porque ya no escucho su voz mientras  tomo. Escucho el ruido de una canilla corriendo y bajo la botella y la cabeza. Paula ya no  está en la cocina. Me desoriento porque no la sentí pasar por atrás mío, o sea por  adelante de la heladera, que es un camino obligado para llegar al baño o para salir de la  casa. Suena un golpe seco del otro lado de la pared. Intento entender de dónde viene. La  busco primero con la mirada y cuando reacciono, con el resto del cuerpo. No está en  ninguna parte de la casa. Vuelve a sonar un golpe seco y vuelvo al punto de inicio, a la cocina. Observo el cuchillo y el tomate pelado sobre la mesada. Me muevo para todos  lados hasta que me veo caminando en círculo. El golpe seco vuelve a sonar y me  detengo. Sin saber qué estoy haciendo, me acerco a la mesada conteniendo el aire.  Inclino el cuerpo que ahora me tiembla un poco y apoyo la cabeza contra el azulejo frío.  Me quedo esperando no sé que cosa. Y después de unos segundos, el golpe seco me  retumba en el centro de la cabeza como una explosión. 
Paula está del otro lado. No sé desde hace cuánto. Apoyo la mano y acaricio el azulejo.  Quizás ella esté haciendo lo mismo del otro lado. Quizás haya decidido no ocupar  espacio. Me separo de la mesada y quedo parada mirando el centro del azulejo blanco de  la cocina como una película blanco y negro, con una mezcla de nostalgia y de alivio en el  pecho.

Alejandra Di Ricci

ALEJANDRA DI RICCI  @alediricci
Es actriz, docente de teatro, traductora de inglés, poeta y reciente mamá de Cala. Comenzó su camino actoral y artísico en el Centro Cultural Discépolo de Morón y luego se formó con maestrxs como Verónica Oddo y Guillermo Cacace, entre otrxs. Estudió danza contemporánea, canto y dramaturgia. Forma parte del espectáculo de clown “Pico y Pala” como actriz y dramaturga y actualmente trabaja en “Rapiña”, espectáculo teatral en gestación, también como actriz y dramaturga. En 2022, participó de la Antología Mujeres Empoderadas – volumen III, de la editorial Niña Pez.

“Celina – Polita” de Erica Dalceggio

La Señorita Celina, maestra de primer grado en la escuela de la estancia Laguna Larga, decía que no sé quien había dicho o ya no me acuerdo que la letra entra con sudor y lágrimas. Agregaría que con pis también porque la bombacha se me mojaba del susto cuando se me acercaban esos zapatos negros deformados de juanetes, los tacos chuecos con barro y los labios de permanente rojo. 
Después, mucho después fui viendo que otras cosas también entran con sudor y lágrimas y pis. 
Él por ejemplo. 
El hombre al que mi mamá me dio. 
Ella dijo: -Él la quiere para su casa así que usted se me va para allá. 
Ella, la de los muchos nombres: mami, mamita, La Puchi, La Señora del Sirena, la que te dije, esa. 
Me llevó a la ropa y a mi. Éramos dos paquetes, mudos. 
Dicen que tiene hijas de mi edad. Anda con un cuchillo atravesado en la cintura. Su cuerpo llena la puerta. Don Muñiz. 
Él me dice venga gorrioncita mía y el pis me chorrea por las piernas. 
Las manos de él se me acercan a la pollera, la rondan, me cazan, me llevan a esa pieza oscura con cagadas de moscas. El matadero.
Me dejo hacer. Es más fácil que decir que no. 
¿Alguna vez dije no? 
¿Sé decirlo? Madre nada me enseñaste. 
Me amansaste. 
Vivo en un puesto, el que está cerca del cerro El punta negra. Solo se acercan las lechuzas y alguna gata descarriada. Las envidio. 
Mañana a la mañanita él se va a ir. Dice que a lo de Gallardo pero no importa, no me importa. Por una semana el aire me llegará al pecho. 
Después siempre después, él vuelve. Como las heladas, como el frío, como el viento. Ojalá él fuera una helada negra, de las que matan pero no, es de las que amagan. Usted, Muñiz, me deja manca. 
Él volvió pero no solo. Me trajo un vestido como siempre. Vestidos de puta. Soy una (su) muñeca. 
Los miro colgados, ahí, en esas perchas que fueron de la finadita, rodeados de olor a naftalina y polillas muertas. 
Y otra vez esa mirada igual a la del Cachilo, el perro amarillo, cuando ve a la Negra. Ella lo muerde, le muestra los dientes como una hiena, yo no. Entro a esa pieza con cagadas de mosca y cama que chilla. 
Ella se queja por mí. 
Muñiz, duele. Lleva una faja con monedas plateadas y pañuelo al cuello. Lo único que me gusta de él es la colonia inglesa. Se la pone cada vez que se va. 
Mañana a la mañanita él se irá. Dice que a lo de Méndez, su compadre. No me importa. Solo me importa saber si hay un cañadón, una trampa, un algo que lo haga no volver. Busco leña. Corto ramas verdes y débiles. Les saco la vida así de fácil. Quiero ser ellas. Él volvió pero no solo. Me trajo un peine para mi pelo color, ahora, barro seco. Se acerca de atrás ,me muerde el cuello y me dice: -Pa que me recuerdes cuando no estoy. Es un padrillo. Soy su potranca. 
Otra vez esa pieza con cagadas de moscas, la cama que chilla y ese cuadro con un Jesús sangriento que nos mira pero nada hace. 
Muñiz, ¿por qué? ¿por qué yo? 
Ay madre, ¿cuándo vas a venir? 
¿Vas a venir, no? 
No me dejes acá. 
Puedo limpiar los baños, las sábanas chorreadas. 
Mañana a la mañanita él se irá. Dice que a lo de Don Orestes, el domador. No importa. No me importa. 

Me siento en la cocina, en la silla baja y miro el sol que se va. Quiero que me lleve. Él volvió y no solo. Trajo una pañoleta y me dijo: -Pa los que vendrán. Ojalá la sangre no me llegara cada 28 días. Sangre roja que no se me niega. Un hijo. Parir la paz pero no. Soy una loma de piedras. 
Me agarra la cintura con las dos manos. Ellas me rodean, me palpan, me comprueban. Garras.
Otra vez esa pieza con cagadas de moscas, la cama que chilla, el Jesús que mira y la rama de olivo seca que pierde hojas en cada sacudida de él. 
Muñiz por favor. 
Madre, sacrificame como hacen con los animales cuando ya no sirven. 
Mañana a la mañanita él se irá. Dice que a lo de Don Miguel, el patrón. No importa. No me importa. 
La cocina de leña se apagó, la puerta sigue abierta, el frío está por todos lados. Él volvió y no solo. Trajo un perfume y me dijo: -Pa que esté como las de la ciudá. Desenrosca la tapa, sale un olor dulzón, parece talco líquido. Miro a la señora del frasco, un perfil en un fondo celeste. Inmóvil, nada la molesta. Quiero ser esa mujer. Me pone perfume en el cuello, entre las tetas, me lleva a la pieza llena de cagadas de moscas con la cama que chilla el Jesús que mira el olivo pelado y el rosario que tintinea con cada empuje de él. 
Muñiz, ojala te mueras, pienso. 
Mañana a la mañanita él se va a ir. Dice que a La alondra. No importa. No me importa. La lluvia entra por algunos agujeros del techo. La dejo. Me gusta que ella ande libre. Quiero ser ese agua. 
Él volvió como siempre con su olor a transpiración seca rancia, el pucho en la boca y las manos brillosas por la grasa de las riendas. 
Él no vino solo. Vino con un potro zaino con una luna en la frente. En el potro uno de los de La alondra.
Él, entró y trajo en su camisa el aire que me faltaba, de la faja sacó abrazos y del recado una manea que me ató a él. 
Madre en la grupa de un zaino estoy. 
Madre ya no vengas. 
Polita

Erica Dalceggio

Erica Dalceggio.
Nació en 1971, en Bahía Blanca. Vive desde, casi siempre, en el campo. Dio clases de Literatura por 25 años en el secundario de su pueblo, Cabildo. Ahora está jubilada y escribe historias que imprime religiosamente y guarda en un cajón. A veces las comparte. Otras, no. Quiere ser como su tía Catina y vivir 100 años. Tiene un lema que es “Por siempre 17”. Ser siempre la de los 17: edad en que dejó la casa de sus padres para irse a estudiar Letras. Corre maratones y es ahí y durante los entrenamientos donde las historias aparecen. Le gustan las simetrías, las casas ordenadas, reírse con su marido de siempre y abrazar a sus hijas. No se imagina la vida sin tierra, animales, libros, amigas y amor.

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